El pensamiento político de la decencia

El politólogo Rafael Hernández, aunque lo parezca a muchos, no hizo apología del reformismo político para Cuba en su conversación en el podcast «La Sobremesa», que, con notable factura, viene realizando La Joven Cuba; fue otra cosa. Es importante constatar la ausencia de alguna traza siquiera de radicalidad política y crítica democrática en lo que tuvieron de análisis, valoraciones, conclusiones y recomendaciones sus respuestas a las preguntas hechas en ese espacio.

Hay que tomar nota de esto porque entender el problema político cubano ―ahora, tanto como en el pasado― y expandir, concretar y convertir esa comprensión en una demanda política integral y eficaz, ha sido posible siempre a través de un pensamiento político producido desde la radicalidad de la aspiración a la democracia.   

Es precisamente a este tipo de pensamiento al que corresponde desmitificar las causas de la opresión y la exclusión política y social en la Cuba actual, lo que en verdad motiva y justifica la existencia de un entramado de instituciones, prácticas y dispositivos normativos y culturales que transversalizan en nuestra sociedad la promoción, validación y protección de la discriminación, la persecución y el castigo por motivos políticos. Aspirar a la democracia, del tipo que sea, supone reconocer esto.

La obsolescencia de un sistema político no trata en realidad sobre su mal funcionamiento o de que haya perdido capacidad para lograr ser impuesto exitosamente a los ciudadanos; trata más bien de su ineficiencia para producir, frente a las contradicciones que enfrenta, resultados de una calidad política superior, aquellos resultados óptimos que una sociedad procura para seguir desarrollándose y prevaleciendo como una oportunidad para la civilización y la felicidad.

Si un sistema político es ―al menos en estos términos―, una tecnología para conseguir esa oportunidad; entonces el pensamiento político de una sociedad es el que en buena medida proporciona y perfecciona esa tecnología mediante la crítica. De modo que, para el pensamiento político democrático, el problema del sistema político y de la sociedad en Cuba no es ni puede ser de descentralización, sino de democratización. La cuestión es política, no administrativa.

El subdesarrollo político en Cuba no ha sido solo el resultado de la incapacidad de evitar la obsolescencia de un modelo de poder; lo es también de la instauración, inmutabilidad y glorificación de una tecnología política ineficiente, atrasada y costosa, que fue sistematizada ―y hasta hoy mantenida y actualizada―  a pesar, y a costa, de la existencia y la posibilidad real de desplegar otra que sea infinitamente superior para el encauzamiento de la vida política, social y económica.

El drama de una sociedad en la que sus ciudadanos fueron privados de la igualdad política desde el tramo inicial de un largo proceso histórico, trata inobjetablemente sobre el poder, sobre cómo este fue enajenado, privatizado y finalmente monopolizado. Es una historia del despojo de la soberanía política a los ciudadanos, de la usurpación y conculcación de sus libertades y derechos y de la represión política; pero es también una historia íntima del pensamiento político y el poder en una sociedad, de sus relaciones.

El pensamiento político democrático cubano no tiene que hacerse cargo siquiera de contestar la falacia que exige con cinismo a las víctimas de una situación actual y peligrosa de opresión, exclusión y represión política, mantener una voluntad de diálogo con el agresor; tampoco debe admitir la postura que condiciona el ejercicio de derechos y libertades políticas de los ciudadanos cubanos, a un contexto de relaciones e intereses geopolíticos distinto al existente en los últimos sesenta años con los Estados Unidos de Norteamérica. 

Por el contrario, al mismo tiempo que evite ralentizarse en zonas de coartadas políticas, pasarelas de narcisismo y expresiones de arribismo y oportunismo pseudo-intelectual o académico; su tarea fundamental será reconectar a la sociedad cubana con el grueso de su caudal, con la riqueza y validez de muchas de las nociones e ideas que intentó ensayar en el pasado, mientras proporciona un puerto de llegada, comprensión, crítica y elección de las experiencias civilizatorias de las últimas oleadas de modernidad política, de sus prácticas, normas e instituciones; también de las formas de resistir a lo que es inaceptable en términos de la dignidad de los seres humanos.

El pensamiento democrático cubano tiene que existir en contraposición con la criatura anodina, obediente, simplona y feroz a la que mutó el pensamiento político en su relación periférica y difícil ―angustiosa si se quiere, pero también venal― con el poder sin límites, cuando dejó de hacer lo primero y más importante que necesitábamos en Cuba: pensar. Pero su existencia es también un compromiso con la acción política. Si la restauración del derecho de igualdad política y la proscripción de un sistema de exclusión, son requerimientos mínimos en una hoja de ruta para la democratización de la sociedad cubana, el pensamiento político que seamos capaces de producir tendrá también el desafío de proporcionar el instrumental crítico necesario para la acción y el cambio político, para corregir errores y precisar nuevas metas de emancipación y plenitud de los ciudadanos. 

Parecería que las generaciones actuales en Cuba hubiesen viajado a través del tiempo para enfrentar una contradicción con el poder idéntica a la de sus antepasados; unas contradicciones políticas con sus contemporáneos exactas a las del pasado; y una contradicción geopolítica análoga a la que aquellos enfrentaron sin justificarse en ella ni detenerse ante ella. Esta última es una verdad demoledora.

Es útil que nos preguntemos ¿qué es lo que define al pensamiento político cubano actual? ¿cuáles son sus contenidos? ¿qué calidad tiene? ¿es capaz de ofrecer paradigmas políticos para el cambio y el desarrollo de la sociedad cubana, para la felicidad y plenitud de los cubanos? ¿qué es lo que usurpa o intenta seguir usurpando su lugar y funciones? Necesitamos sacudir la modorra que parece imponer la cotidianeidad, la desesperanza y la tristeza de un país; el desastre al que parecemos internamos cada día más; pero también debemos impugnar la indiferencia y la complicidad con ello, oponernos a ese tipo de transición, al pensamiento político que inevitablemente está detrás y le respalda.

Este último tipo de pensamiento es el que proporciona las bases de la aporofobia que reconocemos en explicaciones sobre la pobreza y la migración ―sean dichas por funcionarios o académicos―, y es el que permite, sin inmutarse, apostillar el «con todos» martiano de manera rigurosamente indigna y antitética. Podemos reconocerlo, pues hacer esto es hacer apología a la exclusión política, y no es ciertamente decente. Después de todo, tal como nos recuerda el filósofo israelí Avishai Margalit en su libro La sociedad decente, una sociedad indecente «es aquella cuyas instituciones oficiales están diseñadas para humillar a las personas».

Y de eso se trata también el pensamiento democrático en Cuba: de ser decentes, de aspirar a una sociedad decente.

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Este artículo es un ejercicio de derechos constitucionales reconocidos por la Constitución cubana.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

René Fidel González García

Profesor y ensayista. Doctor en Ciencias Jurídicas.

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