Para los excluidos, el horizonte es la democracia

Es difícil entender que en Cuba se repita como un mantra la tesis del diálogo para el consumo de víctimas y victimarios; para los que niegan el derecho a la igualdad política a los ciudadanos y para los ciudadanos excluidos de la vida política; para los que reprimen y para los reprimidos. No obstante, ni se menciona la necesidad y urgencia –las oportunidades que puede ofrecer– del diálogo entre ciudadanos cubanos que viven dentro de un sistema político que se ha construido –y funciona– para la exclusión y discriminación por motivos políticos.  

No es que el reformismo político sea neutral, es que no es radical. Y en esto último no cabe el desahucio del término que una deficiente traslación demodé, desde usos académicos anglosajones, ha pretendido imponer.

El pensamiento político cubano ha reivindicado históricamente, y tiene que volver a reivindicar, lo radical (raigal) como la aspiración a la comprensión y el planteo inequívoco de lo que es fundamental en Cuba; como la definición del alcance y dimensión de los cambios reales y útiles que se proponen; como la ruptura abierta y decidida con lo que adversa y es su antítesis; como la propuesta diáfana y sin subterfugios de lo que se quiere para los cubanos.

El reformismo político no es radical y tampoco ―aunque sea otra palabra maldita― revolucionario, pero es ciertamente distinto a lo que desde convivencias y relaciones con el poder y la autoridad despótica ―algunas propias de la sobrevivencia, pero también del oportunismo y la venalidad, del arribismo y el ejercicio de mayordomía intelectual de la complicidad― intenta retardar y anquilosar la edad de los procesos políticos, las experiencias de sus protagonistas y su trasmisión.

Esto ha sido posible hasta hoy mediante la creación sistemática de zonas de amortiguamiento e invisibilización de las contradicciones sociales, económicas y políticas; con la validación de protocolos de cooptación y reconocimiento institucional y público de intelectuales y académicos, y, por último, con la producción y circulación de narrativas encargadas de hacer de la memoria y la historia un territorio absolutamente estéril y redundante, en el que las lógicas y dinámicas de dominación y opresión política se reproducen acríticamente.        

Sin dudas es necesario plantear el diálogo como algo fundamental, incluso más precisamente el tipo de diálogo que necesitamos como sociedad: un diálogo político. Pero este no tendría ni una oportunidad de ser exitoso, si no llega a ser un diálogo a escala social sobre lo que es realmente importante y pertinente a las causas de nuestros problemas; si no trata sobre el significado del derecho de igualdad política de los ciudadanos y sobre cómo reivindicarlo y alcanzarlo.

El diálogo que necesitamos es político, porque es uno contra la opresión política, sobre la obsolescencia de nuestras instituciones, sobre la incompatibilidad de un sistema político con la democracia, pero no es, ni puede ser, uno entre élites intelectuales más o menos ilustradas, entre consumidores de productos políticos más o menos banales, entre rehenes de diminutas redes sociales que funcionan como cajas de resonancia o entre personas que lucran con nuestros dolores, naderías y vida cotidiana. El diálogo será realmente político cuando sea popular. Tiene que ser popular o no será.  

Por eso la pregunta ¿cómo alcanzar el derecho de igualdad política?, tiene que explicar no solo la estrategia para lograrlo, sino también la estructura del movimiento político que debe ser interpuesto para que el conflicto que encubre la exclusión política de los ciudadanos en Cuba, sea asumido de una vez, en su auténtica naturaleza y en sus consecuencias. Es preciso oponer una estructura a las estructuras de la exclusión.

Esto no lo puede hacer un medio, ni un sistema de medios que, al fin y al cabo, si bien tienen intereses políticos, no pueden ser ellos mismos ―ni producir― un movimiento social para conseguir esa meta. De esto se trata, no de audiencias, ni de agendas mediáticas, patrocinios; menos aún de monetización.

¿De qué trata el diálogo político de los excluidos?

Cualquier diálogo político entre los excluidos, es y debe interpretarse, ante todo, como el acto imprescindible de reconocimiento entre iguales que tenemos que hacer, y de aquello que resulta para los excluidos una meta común: obtener el derecho de igualdad política. Como he afirmado antes, tal derecho es una antiquísima y odiada innovación, cuya adopción fue la piedra fundacional del pensamiento político democrático cubano.

Cada vez que la exclusión política de los ciudadanos ha sido conseguida por la cancelación formal y práctica de este derecho; cada vez que se ha intentado borrar hasta el último vestigio de su existencia e importancia, esto ha tratado en realidad de una disolución intencional de la ciudadanía, de la criminalización cultural y normativa de la pluralidad, y del secuestro de la política y su desmantelamiento como forma de transformación de la realidad.

La historia de cualquier sistema político construido sobre la cancelación de este derecho, es la de la justificación y encubrimiento de un ataque masivo, sistemático y violento a la soberanía popular y a nuestra capacidad de deliberar, llegar a acuerdos y decidir políticamente, con el propósito de monopolizar el poder. La secuencia política y social que se sigue para lograrlo es: desactivación del derecho de igualdad + exclusión + represión + concentración del poder - soberanía política popular.

Un diálogo político de los excluidos en Cuba tendrá que tomar en cuenta que la memoria desgraciada elaborada por generaciones de ciudadanos ―dentro y fuera de nuestro espacio territorial― como resultado de los traumas y daños provocados por la experiencia de la exclusión, aunque legítima, ha funcionado hasta hoy como una trampa de reproducción del odio, el dolor y el miedo, capaz de paralizarnos como individuos, pero también como sociedad.

No se puede olvidar nunca que exclusión, discriminación, persecución y castigo por motivos políticos son términos muy imprecisos que nos ayudan a imaginar, apenas, la personalísima experiencia de terror, incertidumbre, impotencia y fragilidad que es capaz de causar la intolerancia política y los actos de criminalización a las personas y sus ideas por evitar algo que es consustancial a la existencia humana: la diversidad.

Aunque no es lo mismo ser un represor que una víctima de la represión, un diálogo político en Cuba debe formular una oportunidad para que la sociedad cubana se reconozca en lo que le ha sido negado, en la posibilidad de desarrollarse a través de un código de respeto al otro, a sus ideas y elecciones, en la coexistencia y colaboración en las diferencias; pero también en las posibilidades que le ofrecerían a los cubanos, espacios sociales, instituciones públicas y organizaciones, diseñadas para el disfrute de la igualdad y la libertad política.

Para abrir la puerta a esa nueva cultura política hay que entender que la intolerancia engendra siempre intolerancia, y que no existe un tipo de intolerancia que pueda ser considerado válido o justificado. No se puede ignorar ―y por el contrario hay que concederle mucha importancia― que el reverso de la intolerancia oficial que sufrimos, del odio contra las personas, las ideas y elecciones políticas que se produce hoy en Cuba, es otro que existe y se gestiona cada vez más abiertamente en nuestra sociedad, pero que es, por ahora,  incapaz de movilizar recursos institucionales, de atizar y producir persecuciones y «limpiezas de sangre», de crear marcos normativos afines a las pulsiones,  ignorancia y la cultura que la soporta.

La intolerancia no depende de un nivel de escolaridad, profesión u oficio; es miedo al otro, es práctica y cultura, pero expresa invariablemente la condición de marginal de quienes la ejercitan, incluso cuando son económica y socialmente exitosos. La trama oculta, central y peligrosísima de la exclusión política y su saga de intolerancia en Cuba, es la marginalidad política.

Un marginal político no cree en la democracia, los derechos y las libertades, en la política o los valores, en las instituciones y el Estado de Derecho. Su experiencia no es la de creer en algo, es la de usar, y la de hacer todo lo que sea necesario para triunfar personalmente o para satisfacer sus necesidades y pulsiones. Esto es una marca de agua que lo hace reconocible.

Cuando usted observe a una persona descalificar, despreciar y descartar a otra, a sus argumentos e ideas, a su perspectiva de los hechos, a través de calificativos despectivos ―y estereotipos― de «comunista», «rojo» o «zurdo», no crea que es diferente de los que hacen lo mismo llamando a otros «contrarrevolucionarios», «apátridas», «gusanos», o «malagradecidos». No son el cambio, ni están por el cambio, quieren lo mismo, hacer lo mismo. Y lo harán si tienen oportunidad.

Por otra parte, en sociedades que han retrocedido, o que, como la nuestra, están atascadas en un estadio de subdesarrollo político, a menudo se afirma y expande el credo de que la población «no está preparada» para disfrutar de la igualdad y la libertad. Igualmente se asevera que cualquier intento de democratización de las instituciones y de la vida cotidiana o del reconocimiento y garantía de distintos derechos, introducirían contradicciones insuperables, caos, revancha, y expondrían al país a la injerencia y el dominio extranjero, sea por la subsiguiente debilidad del Estado o por la falta de carácter y venalidad de sus ciudadanos.

Esto es absolutamente falso, y para demostrarlo bastaría observar la enorme facilidad que han tenido los cubanos para integrarse a sociedades de mayor densidad y complejidad de prácticas e instituciones democráticas, o la existencia y aceptación de importantísimas innovaciones sociales introducidas en Cuba como amplificaciones de derechos y protecciones formales contra distintas formas de discriminación y acoso en el contexto laboral ―que excluyen las que ocurren por motivos políticos.

Contradictoriamente, personas que han sido objeto de discriminación por su orientación sexual ―y que de hecho han sido partícipes de los esfuerzos y luchas de los colectivos LGBTQ+ cubanos por desarmar mecanismos, normas y prácticas de exclusión que han sufrido por este motivo―, han defendido ostensiblemente hasta hoy la exclusión de sus compatriotas por motivo de su orientación o preferencias políticas.   

Por cuestiones como estas ―que subrayan el esfuerzo contracultural que debe suponer el diálogo político―, es que los ciudadanos excluidos tienen que encontrar en la aparente otredad de una identidad del excluido político, el camino hacia el futuro de todos. Porque la desactivación del derecho de igualdad no es, como suele pensarse, algo que recae únicamente sobre algunos, dejando al resto a salvo.  

La exclusión no ha sido en Cuba el resultado de actos aislados producidos a través del tiempo. Es característica inherente y no residual de los dos últimos sistemas políticos que han regido; es asimismo una cultura y unas prácticas institucionales que han sido pacientemente juridificadas y secularizadas durante décadas. Ellas han proporcionado un patrón de lo que debe ser el orden y la estabilidad de la sociedad, también un acabado arquetipo del control y represión política del otro, exitoso en filtrarse lentamente a todos nuestros contextos y relaciones sociales.

¿Para qué necesitan existir políticamente los excluidos?

Resulta loable hablar, escribir, reflexionar en Cuba sobre la noción de diálogo en términos culturales, educativos, de valores y prácticas sociales; pero hacerlo en términos políticos, de acción y cambio político, de promoción de una cultura y prácticas políticas nuevas, de enfrentar e intentar resolver el problema político que tenemos, es algo completamente diferente y, por los riesgos que entraña, mucho más específico, desafiante y radical.

Para muchos, la contrapartida y destinatario fundamental de tales esfuerzos y de la necesidad de lograr una comunicación efectiva son el gobierno y las instituciones. Frecuentemente se exige dialogar al gobierno cubano; esto, junto a la reconciliación, y la justicia transicional, son temas que a menudo emergen en el debate de las redes sociales o son analizados, dada su utilidad futura, por investigadores y periodistas, con diferentes grados de solvencia.

Otros, más allá de los cánones de sus patrocinadores, quizás crean que tienen una oportunidad de educar o guiar a los hombres y mujeres del gobierno o de sostener y defender ―en tiempos de polarización―, el diálogo como una opción siempre válida y como un recurso público inestimable. Esto último es admirable.

La realidad es que el gobierno cubano ―se quiera o no, se tenga el criterio que sobre él se tenga―, es el actor político dominante y más importante de la sociedad. No es exclusivo, naturalmente, pero ha sido efectivo en impedir la emergencia y, sobre todo, la importancia de otros actores políticos y sociales, mientras lidia de variadas maneras con distintos tipos de contradicciones y disensos internos.

Ese éxito, contrario a lo que con frecuencia se piensa, ha sido simultáneo a una tremenda capacidad para usar e imponer el diálogo como recurso político en las relaciones internacionales, en especial con actores que le son hostiles en mayor o menor grado. El trabajo y las misiones de generaciones de funcionarios y de distintas instituciones ―algunas altamente especializadas y profesionales, como el caso del MINREX y las estructuras internacionales del PCC―, le han permitido disponer de una excepcional experiencia en este campo.  

La cuestión trascendental del asunto no es que el gobierno cubano excluya dentro y dialogue fuera. No es que reconozca política y diplomáticamente a gobiernos y Estados adversarios o aliados y que tenga diálogos y relaciones con una mayoría de ellos. La cuestión fundamental de la política, sea internacional o nacional, no es la cuestión del reconocimiento. Nadie dialoga ―mucho menos se reconcilia― con lo que no existe. Esta es una verdad tan dura como elemental.

En política hay que existir, y ni siquiera legalmente. Existir ofrece lo único necesario para ser reconocido como interlocutor en una relación política: «legitimidad». No importan las contradicciones, lo antagónicas que ellas puedan ser: si existes y actúas políticamente obtendrás, al menos para los que piensan en lo mismo, legitimidad.

Esta nunca ha dependido de la legalidad, tampoco del reconocimiento oficioso que ofrezca o haga un gobierno u autoridad, mucho menos un actor internacional. Nadie reconoce aquello que no existe, menos políticamente. Hacerlo no solo es contraproducente, es, en realidad, un disparate.

En el 2028 será nombrado ―o más probablemente ratificado gracias a una reforma constitucional exprés― un Presidente en Cuba. A menos que logremos reivindicar el derecho de igualdad política para todos, ese nombramiento será hecho desconociendo una vez más la pluralidad de ideas y opciones políticas de los cubanos, excluyéndonos.

Ser excluido política y socialmente en Cuba es una experiencia personal, pero al mismo tiempo estructural. La escala de la privación del derecho de igualdad política es tanto social como histórica. Los derechos y las prácticas de plenitud política no pueden ser condicionados a una lealtad gubernamental, partidista o de clase. Cuando esto ocurre, ya no se puede hablar de derechos, ni plenitud, sino de privilegios, de obediencia, de las exigencias propias de la condición subalterna.

A las estructuras de la exclusión hay que oponerle la existencia de otras que persigan eliminar las causas de la exclusión. Esto es imposible sin socializar y politizar la aspiración y necesidad del derecho de igualdad política. Lo que esta idea reivindica no es oponerse a un orden constitucional de derechos, libertades, justicia social y democracia, es hacerlo real; porque todo esto será imposible mientras los ciudadanos en Cuba sufran discriminación, persecución y castigo por motivos políticos.

Los que nos adversan no pueden hacer otra cosa que justificar la necesidad de la exclusión política, lamentar la existencia de errores y excesos o afirmar una excepcionalidad geopolítica que ya ni siquiera se molestan en presentar ―al menos en términos precisos―, respaldados por una ideología o teoría política.  En realidad, no pueden rebatir su existencia, tampoco su carácter antitético con la emancipación, la igualdad y la autodeterminación política de las personas.  

La pregunta que tenemos que hacernos no trata de qué hacer para que en Cuba nadie vuelva a excluir y discriminar a otro por su forma de pensar, por ser sincero y querer participar en instituciones que den espacio a la diversidad inherente a nuestra condición humana, al menos no actuando con la alevosía que proporciona hoy el goce de la inmunidad e impunidad. Es preciso reconocer el momento en que las preguntas han sido respondidas.

Hasta ahora, como dijera Natalia Ginzburg, «conocemos bien nuestra cobardía y bastante mal nuestro valor». Para un movimiento de los excluidos en Cuba, el diálogo para conquistar la igualdad es inevitablemente político, pero nuestro horizonte es la democracia. Solo así obtendremos el respeto que merecemos como ciudadanos y dejaremos de recibir el escaso y duro pan de los súbditos, el desprecio. Nosotros podemos lograrlo.

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Este artículo es un ejercicio de derechos y libertades reconocidos por la Constitución de la República de Cuba.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.  

René Fidel González García

Profesor y ensayista. Doctor en Ciencias Jurídicas.

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