Eppur si muove…
A partir de una de las obras del teatrista alemán Bertolt Brecht: Vida de Galileo Galilei, me ha sugerido la colega Alina B. López Hernández, editora y cofundadora de esta publicación, comentar sobre los términos de «disidencia» y «oposición» en el afán de continuar tratando temas que permitan elevar nuestra educación cívica y ampliar los saberes acerca de aspectos esenciales para la vida en sociedad, como aquellos que se relacionan con la esfera política o la económica, por citar solo algunas zonas de la existencia en común. Conoce nuestra editora mi estrecha vinculación con el arte de la escena, pero no mi preferencia por esta pieza brechtiana que, por cierto, goza hoy de una vigencia admirable, así que será un placer abordar el tema.
La obra teatral tiene como premisa el interés de Galileo, a la sazón profesor de matemáticas en la Universidad de Padua, Italia, por demostrar la validez de las teorías de Nicolás Copérnico (1473-1543) ―clérigo, matemático y astrónomo polaco―, quien sostenía que, contrario a lo que predicaba la Iglesia y sus sabios del Vaticano, no era la Tierra el centro del universo, sino el Sol; según su tesis, el nuestro era uno más de los planetas que orbitaban alrededor de esa estrella esplendente que ofrecía luz y calor. Es esto lo que se conoce como la Teoría heliocéntrica.
Precisemos, antes de continuar, que tal cuestión no era meramente asunto de interés para la composición del mapa celeste de la época. Ella trascendía al terreno del poder. Si el Santo Padre de la Iglesia Católica se erigía en representante del poder supremo, el poder de Dios, y centro por ello del mundo, la afirmación —del matemático y astrónomo greco-egipcio Claudio Ptolomeo, (Alejandría 100-170 d.C.)― de que la Tierra era el eje del universo y que en torno a ella giraba el resto de los planetas ¿dónde colocaba al Papa? En el mismísimo centro del universo. Le confería por tanto un poder descomunal.
Por uno de sus alumnos conoce Galileo que en Holanda acaban de inventar el telescopio. Busca los datos necesarios y consigue crear un dispositivo aún mejor, que no solo vende a un mecenas, en este caso a las autoridades de Venecia, sino que, al llevar un poco más de dinero a sus exiguas arcas, le permite disponer de más tiempo para la investigación, a la vez que observar el cielo con mayor precisión y… ¡voilá! He aquí que descubre en el firmamento fenómenos que le confirman las teorías de Copérnico.
Para el 5 de mayo de 1616, la Santa Inquisición ha incorporado el Sistema de Copérnico a su listado de temas prohibidos (su temido Índex), y se calificaba ya de hereje a todo aquel que lo apoye y divulgue.
Entre tanto, Galileo ha escrito sus descubrimientos en lenguaje popular (esta es ya absolutamente la versión de Brecht) y el pueblo se apropia de los mismos y los promueve mediante baladas, canciones, panfletos que recorren las ciudades. Como consecuencia, Galileo es sometido al Tribunal de la Santa Inquisición por disentir de las teorías científicas que oficializaba la Iglesia… y ahí nuestro Bertolt Brecht produce el gran punto de giro de su obra. Ante tal tribunal, Galileo abjura de sus descubrimientos, reniega de la verdad y… se somete.
Ha ganado tiempo para continuar sus investigaciones. Los años siguientes los pasará bajo el ojo atento de los inquisidores, no obstante, se las arregla para escribir en secreto sus Discorsi (Discursos) sobre lo descubierto, fundamentando cada punto de su teoría ―que es la de Copérnico― y, llegado el momento oportuno, logra sacar el texto fuera de Italia.
Andrea, su alumno más cercano, que lo vituperó cuando su maestro abjuró y que planeaba viajar a Holanda, es a quien Galilei encarga sacar su obra fuera del país. El joven admira la idea, cree que el sometimiento ante la Inquisición fue parte de un plan, una estrategia hábilmente calculada. Brecht no ceja: Galilei le dice que no hubo plan alguno, que sintió miedo ante el dolor de las torturas con que le amenazaron.
Antes, cuando Galilei abjuró, Andrea había alabado la tierra que cuenta con héroes. Galilei tiene ya otra perspectiva: «desgraciada ―le responde― la tierra que necesita héroes».
Este es Brecht, su concepto del teatro, de su función social, del trabajo que ha de hacer el espectador. Vida de Galileo… se ofrece para discutir sobre el papel de la ciencia, la ética de sus cultores, la función de los intelectuales.
Galilei no pretende disentir, solo busca y expone la verdad en torno a lo que investiga. El poder se siente amenazado por la exposición de la verdad, sobre todo por su conocimiento por las mayorías, la gente del pueblo, y busca cómo ocultarla por un tiempo más. No solo Galilei, también el poder necesita ganar tiempo, solo que el poder no lo sabe, porque ―atención― todo poder siempre cree que va a ser eterno. Jamás se plantea su finitud.
Otra vez la ciencia
Durante los dos últimos siglos (XX y XXI), la ciencia pudo definir que el ADN de cada individuo es único. La capacidad de la ciencia de modificar ese factor puede traer consecuencias notables. Entre aquellas de signo positivo estaría la cura y, quizás, la eliminación de determinados padecimientos y enfermedades.
Lo relevante del dato, dado el tema que nos ocupa, es que esta condición genética basta para interponerse en el afán de cualquier líder o grupo de poder por conseguir la mismidad de opiniones dentro de cualquier comunidad humana.
Por supuesto, la mismidad no es sinónimo de unanimidad. Si la primera es una aberración, la segunda encuentra su valor y potencia en el hecho de que se levanta sobre el consenso a partir de la diversidad de opiniones, gustos ―y un largo etcétera― entre un grupo de individuos. Representa lo esencial donde ese grupo converge, concuerda, pero no pretende borrar o ignorar la existencia de las diferencias. La unanimidad se construye, hermana, da cuenta del desarrollo de un conjunto de seres humanos.
De tal planteamiento es posible derivar la conclusión de que todos nosotros concordamos en algunos puntos con nuestros semejantes, mientras disentimos, diferimos, en otros.
La importancia práctica de estas disensiones para una sociedad, como conglomerado de grupos humanos, siempre será relativa. Dependerá de factores diversos en cada caso, pero, de modo general, la opinión, preferencia, y comportamiento diferente respecto a diversos temas de la existencia, digamos que está previsto en el programa de funcionamiento de las sociedades. Bien puede tratarse de ejemplos de corto o mediano alcance o escasa trascendencia social (como los horarios de la red comercial), o de temas que atañen a las bases que garantizan el sistema de funcionamiento social en sí mismo, tales como el régimen político vigente o los principios que definen su sistema económico o los fundamentos de inserción en la comunidad internacional de naciones, por solo citar unos pocos, pero sustanciales ejemplos.
Lo primordial es que en los cimientos de todo resplandece algo esencial: el reconocimiento y respeto de las diferencias entre individuos y su correspondencia en la oferta a los ciudadanos de una vida posible; lo que equivale a una existencia cada vez más humana y al alcance y mantenimiento del mayor bienestar social.
Sin duda, de acuerdo a lo antes expuesto, estaríamos frente a una diversidad de opiniones, concepciones, preferencias que son las que en el concierto de las naciones han dado lugar durante siglos al surgimiento de modalidades de ejercicio del poder, de formas diversas de participación en ese ejercicio por parte de los diversos sectores de la ciudadanía.
¿De qué trata entonces la disidencia? ¿Qué es un disidente?
Desde el punto de vista etimológico, el término deriva del verbo «disidir», que proviene de la voz latina «di-sedeo», cuyo significado es: «separar», en el sentido de «no permanecer». «Permanecer» es, a la vez, palabra que hallamos en latín, también en griego y en sánscrito. En este último aparece como «manas» y se relaciona con «man», que significa «pensar».
Es esta deriva la que nos lleva a la acepción de «pensamiento distinto». Sin embargo, en los inicios de su uso se refería al individuo que se desmarcaba, se apartaba, de una doctrina religiosa o de un dogma; por ello Galileo Galilei es, también para su época, un sujeto disidente.
En la contemporaneidad, el término se emplea asidua y vastamente en el marco de la política. Llegados a este punto, no puedo dejar de relacionar los términos dogma (vinculado con fe, religión, evangelio) y campo político. Su uso en la arena política se define como propio de la etapa de entreguerras, se relaciona en especial con el proceso de ascenso del fascismo.
También se le encuentra con frecuencia en la literatura referida a las purgas iniciadas en los años treinta del pasado siglo en la antigua Unión Soviética, durante la etapa estalinista. Al hallársele con posterioridad en la prensa y la literatura de los países de la Europa del Este, es posible suponer una difusión del empleo del término a partir de la influencia que ejercía la política soviética sobre estos territorios.
Sin embargo, en el examen de la teoría producida al respecto parece singularmente importante el reconocimiento de que la disidencia implica y califica una actitud de desacuerdo o distancia con respecto a un poder o a una autoridad política. No entra forzosamente en conflicto directo, sino que se aleja (recordemos la etimología citada antes: no permanece, se separa), busca otras vías o espacios de legitimidad.
De esta manera la noción de «disidencia» muestra una diferencia con respecto a conceptos tales como «contestación» y «oposición», los cuales aluden a un enfrentamiento al interior del sistema político en cuestión.
La oposición se refiere a grupos de individuos organizados que se oponen al gobierno o sistema. Su historia no es reciente: se remonta al surgimiento y la propia organización de la vida política y es posible rastrearla incluso en la polis ateniense. En aquella Atenas, en cuyos míticos foros se intercambiaban discursos y réplicas, ya se distinguían facciones opositoras.
La oposición se clasifica de acuerdo con el contenido de las ideas y objetivos del grupo o sector opositor, pero también de acuerdo a los métodos empleados. Desde esta última perspectiva es posible distinguir entre oposición pacífica y oposición violenta.
Los partidos políticos constituyen una expresión de oposición de alto grado de desarrollo en la arena política. Su objetivo no es la destrucción del Estado ni la producción del caos social, sino su reforma y movimiento (cambios, transformaciones), de acuerdo a la dinámica de las voluntades ciudadanas.
Una sociedad que pueda incluir en el paisaje de su vida política la presencia de cuantos partidos aconseje la voluntad de su ciudadanía y la eficaz organización de su existencia en este plano, podrá ser una sociedad con menor margen de disidencia ―que puede expresarse también mediante una conducta apática, indiferente, hacia la cosa pública y resultar un comportamiento tal vez menos llamativo pero de cero grado de compromiso ciudadano; absolutamente marginal e ineficiente desde el punto de vista social.
Por otra parte, ante el panorama de una sociedad que insiste en mantener un partido único y tiene, además, «congelado» ―que en lenguaje tropical equivale a decir «cerrado, inmóvil»― el proceso de creación de nuevas asociaciones ciudadanas, ¿qué se podría esperar más que el acelerado desarrollo de la disidencia? En ese punto estamos.
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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.