Cuba: ¿reformas económicas o transformaciones sistémicas?

El tiempo transcurre y pareciera que la vida en Cuba está detenida en la abulia que imponen el inmovilismo y la ineptitud de quienes dirigen el país, no por decisión popular, sino del círculo íntimo del poder que evidentemente cree que la actual situación puede prolongarse de manera indefinida. Los graves problemas económicos y sociales no se resuelven con visitas gubernamentales a termoeléctricas u otros centros productivos, sino adoptando medidas imprescindibles para salir del colapso, que afecta a la economía, y a la vida de la inmensa mayoría de los cubanos.

La situación no puede ser más grave. La vida se ha convertido en un calvario, determinado por las gestiones relacionadas con la necesidad imperiosa de asegurar los alimentos que garanticen la subsistencia y también por los apagones prolongados, la carencia de agua y transporte, a lo que se suma la ausencia de libertades. El rosario de dificultades de los cubanos es inmenso, mientras tanto, las autoridades siguen apelando a una propaganda triunfalista para referirse a los «logros de la Revolución», que ya no son logros y tampoco revolución, sino su contrario. Ninguna propaganda puede resistir las evidencias de la realidad.

Desde la crisis de los noventa del siglo pasado, y tomando en cuenta la experiencia internacional, la dirigencia cubana habría podido adoptar profundas reformas económicas y políticas a partir de las lecciones históricas del derrumbe del «socialismo realmente existente» en la Unión Soviética y los países de Europa Central y Oriental. Por otra parte, también se apreciaron los éxitos económicos de países asiáticos como China y Vietnam, que se inspiraron en los modelos de desarrollo de Japón y de los llamados en su momento «países de reciente industrialización» (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur) y que ―de alguna forma― también estimularon las estrategias de Indonesia, Tailandia, Malasia y Filipinas.

Experiencias de transformaciones económicas y políticas

Las experiencias históricas deben ser analizadas y tomadas en cuenta en sus aspectos positivos y negativos, no copiadas. Si algo demostró el derrumbe del «socialismo real» y las transformaciones en China y Vietnam, fue que la economía centralmente dirigida ha sido inviable como sistema económico y como modelo de desarrollo. El resultado de esos cambios provocó la restauración del capitalismo en algunos casos y su establecimiento en otros.

Los problemas relacionados con la ineficacia del modelo de administración centralizada aparecieron en los mismos inicios del llamado «socialismo real». El debate sobre los roles del estado y el mercado comenzó en la Unión Soviética desde los años veinte del siglo pasado, entre Nikolai Bujarin y Yevgueny Preobazhenski, y tuvo nuevos impulsos en las obras de Oscar Lange, Włodzimierz Brus, Czeslaw Bobrowski, Edward Kardelj, Ota Šik, Evsei Libermann y János Kornai, junto a marxistas occidentales como Charles Bettelheim, Paul Baran, y Paul Sweezy, entre otros.

Ya en las décadas del cincuenta y sesenta, en medios políticos de los países socialistas se insistía en la necesidad de impulsar las relaciones de mercado y de modificar los mecanismos de planificación. En esa línea se inscribieron los intentos fallidos de reforma, de diferente alcance y profundidad, como fueron la «autogestión yugoslava»; las «reformas de Kosyguin»; «el socialismo con rostro humano» que inspiró la Primavera de Praga; el «Nuevo Mecanismo Económico» de Hungría; hasta la «Perestroika» de Gorbachov. En todos los casos, o las reformas se diluyeron ante las rigideces del sistema, o fueron aplastadas militarmente. El sistema se revelaba como irreformable.

Tras la implosión del socialismo en Europa del Este, en algunos países ―los que se adhirieron a la Unión Europea (UE) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)― se establecieron sistemas políticos democráticos; aunque en otros, como Hungría, Eslovaquia y en algunos años en Polonia, revivieron tendencias autoritarias. En este grupo de naciones se instauraron economías de mercado y sistemas políticos pluripartidistas, no necesariamente sinónimo de democracia, pero resultó el inicio del camino para lograrla.

Al incorporarse a la Unión Europea, se beneficiaron de los programas de cohesión que implicaron ayudas económicas para los ajustes macroeconómicos necesarios, y también para apoyar sus estrategias de desarrollo, más efectivas en unos que en otros, pero que ―en términos generales― se tradujeron en el mejoramiento de los niveles de vida de esas sociedades. El ingreso a la Unión Europea constituía un atractivo económico fundamental, pero implicó someterse a las normas comunitarias, tanto en términos macroeconómicos como de establecimiento de Estados de derecho, garantías legales, libertades civiles y democracia política; lo que condujo a profundas reformas institucionales y económicas con éxitos indiscutibles en sus procesos respectivos de desarrollo y mejoramiento del nivel de vida.

Mientras tanto, los países que resultaron de la desintegración de la Unión Soviética ―con excepción de los Estados bálticos, que ingresaron también a la UE y la OTAN ― no consolidaron sistemas democráticos. En ellos, el autoritarismo heredado del sistema de partido único dio paso a regímenes autoritarios, sea con un partido gobernante y otros partidos de «comparsa»; sea en regímenes autocráticos semejantes a monarquías absolutas, incluso con su componente hereditario.

Resulta curioso que en estas naciones se ha establecido un capitalismo «patrimonial» ―concepto weberiano que luego también utilizó el destacado historiador británico Richard Pipes―, en el que los grandes empresarios son familiares y amigos políticos de los gobernantes, convertidos, de la noche a la mañana, de marxistas-leninistas en cristianos ortodoxos o musulmanes, y de funcionarios del sistema soviético, en multimillonarios, como son los casos de Vladimir Putin en Rusia; Alexander Lukashenko en Bielorrusia; Nursultán Nazarbayev y Kasim-Yomart Tokéyev en Kazajistán; Gueidar Aliev y su hijo Ilham en Azerbaiyán; Gurbanguli Berdymujamedov y su hijo Sardar, actual gobernante de Turkmenistán; Islam Karímov y Shavkat Mirziyoyev en Uzbekistán; o Emomali Rahmon en Tayikistán, por solo mencionar los casos más evidentes de enriquecimiento, autoritarismo implacable y nepotismo, al punto de convertir los solios presidenciales en derechos hereditarios.

En estos países se han producido avances económicos, sobre todo gracias a los recursos naturales estratégicos con que cuentan y que ―en gran medida―, encuentran demanda en la inmensa industria china. Sin embargo, en ellos la riqueza se ha concentrado, fundamentalmente, en la clase burocrática.

China y Vietnam, por su parte, realizaron profundas transformaciones económicas para sustituir el ineficaz sistema de administración centralizada de la economía por un mercado regulado; con fuerte capacidad de intervención por parte de las autoridades, pero con amplias garantías para los inversionistas. Estos últimos, tanto extranjeros como antiguos funcionarios comunistas, devenidos empresarios gracias a «generosos» apoyos estatales al «emprendimiento» de «cuadros confiables», la mayor parte miembros de los partidos comunistas respectivos. En el caso chino, esto se conoció como la «Teoría de la triple representatividad», enarbolada por Jiang Zemin, secretario general del PCCh entre 1989 y 2002 y presidente del país entre 1993 y 2003.

Ambos países adoptaron legislaciones favorables a la inversión extranjera; atrajeron capitales y «know how» de sus nacionales radicados en el exterior; les restituyeron sus derechos ciudadanos; convirtieron algunos de ellos, en las épocas iniciales de sus reformas, en diputados a las asambleas nacionales; y abrieron sus respectivos mercados a inversiones industriales con orientación exportadora, de forma tal, que los sectores exportadores se convirtieran en pivotes del desarrollo, no en forma de economías de enclave, sino con profundos encadenamientos productivos que impulsaran el desarrollo de otros sectores económicos.

El resultado ha sido un rápido crecimiento económico en ambos países en los últimos treinta años, con un mejoramiento significativo del nivel de vida. De acuerdo con cálculos propios, entre 1990 y 2024 el PIB de China creció a un ritmo promedio anual de 8,6%, y el de Vietnam a 6,8%; y de acuerdo con UNCTADStat, el PIB per cápita de China a precios constantes de 2015 pasó de 891 dólares estadounidenses en 1990, a 12.706 en 2024; mientras que el de Vietnam se incrementó de 532 a 3.987 en el mismo período.

No obstante, ello no se ha traducido en el establecimiento de sociedades democráticas en las que se reconozcan las libertades civiles; tampoco ha significado que los trabajadores de ambos países, supuestamente socialistas, gocen de derechos como los de sus pares de varios países capitalistas desarrollados. En las referidas naciones asiáticas persisten regímenes autoritarios de partidos comunistas, únicos reconocidos para el ejercicio del poder. En el caso específico de China, se refuerza el poder personal de Xi Jinping sobre el estilo de dirección colectiva que durante algún tiempo existió bajo los liderazgos respectivos de Deng Xiaoping, Jiang Zemin y Hu Jintao; mientras que en Vietnam se mantiene la rotación de equipos dirigentes con separación de las principales funciones entre diversas personas, lo que no por ello lo convierte en más democrático. Sin embargo, en los dos casos se han destapado casos de corrupción que afectaron incluso a las máximas instancias del poder.

Las reformas exclusivamente económicas en Cuba ya no son suficientes

Cuba ha enfrentado una grave crisis estructural que data de los años noventa, cuando sufrió el impacto del derrumbe del sistema socialista de estilo soviético, dado su alto nivel de dependencia. Desde aquella época no ha podido reponerse. Entre 1990 y 2024, la variación promedio anual del PIB ha sido solo de 1,1%,* lo que evidencia una situación de estancamiento de largo plazo.

La Isla experimentó un cambio de su estructura económica y también de su inserción internacional. El turismo y otros servicios se convirtieron en los principales sectores generadores de divisas, mientras se produjo el derrumbe de la industria, especialmente la azucarera; la agricultura; ganadería; el sistema de transportes; el sistema electro-energético; la infraestructura en general y, en los últimos años, asistimos también al desplome de los sistemas de educación y salud.

La situación es particularmente grave en los últimos años. Entre 2019 y 2024, la variación promedio anual del PIB ha sido de -1,9%. Nótese que ya desde antes de la pandemia existía una contracción del PIB, y después de ella la economía creció menos de 2,0% en 2021 y 2022, para desplomarse nuevamente en 2023 y 2024.

En los últimos seis años de los que se dispone de cifras de las cuentas nacionales y sectoriales, el desplome de los sectores productivos es más que evidente, lo que sin dudas se refleja en severas afectaciones el nivel de vida de la población.

Entre 2019 y 2024, el sector agropecuario tuvo una variación promedio anual de -14,8% (que es como si cada año tuviera una contracción de esa magnitud); pesca -15,7%; explotación de minas y canteras -6,4%; industria azucarera -25,3%; industria manufacturera (excepto la azucarera) -9,9%; suministro de electricidad, gas y agua -6,2% (ya veremos qué pasa en 2025, con los cortes prolongados y sistemáticos que sufre la población); comercio y reparaciones -6,2%; e intermediación financiera -1,7%. También se han producido contracciones en servicios sociales que en otra época fueron baluartes del país: la educación tuvo una variación de -2,8% promedio anual en dicho período; la salud y asistencia social -2,9%; y ciencia e innovación tecnológica -2,6%.

Únicamente tuvieron un desempeño positivo las construcciones 1,3% (lo que sin dudas no se traduce en la ampliación de la cantidad de viviendas o incluso en el nivel de reparaciones, dados los continuos derrumbes de edificaciones y el mal estado constructivo de buena parte de las viviendas); hoteles y restaurantes 3,2%; transportes, almacenamiento y comunicaciones 7,6% (que por desconocer los datos en valor desagregados, puedo asumir que tal crecimiento corresponde fundamentalmente a las comunicaciones, pues los datos físicos de transporte reflejan el empeoramiento sistemático de esta importante actividad económica); cultura y deportes 1,2%; y los servicios empresariales, actividades inmobiliarias y de alquiler 1,1% (que, dicho sea de paso, recibió en ese período el 29,3% de todas las inversiones).

Datos ofrecidos en diversos trabajos de Pedro Monreal demuestran el descenso de la proporción de la remuneración de los trabajadores cubanos respecto al producto interior bruto, lo que ilustra lo que él muy bien denomina «sesgo anti-obrero» del desempeño económico.

Las cifras, unidas a la cotidianidad de la vida en la Isla, demuestran que la situación allí es considerablemente peor a la que tuvieron los países de Europa del Este cuando se produjeron sus transiciones respectivas hacia la democracia y la economía de mercado. Por su parte, China y Vietnam ―a pesar de su pobreza―, contaban con mejores reservas productivas propias, con las que pudieron emprender sus transformaciones económicas junto a las inversiones foráneas.

El gobierno cubano ha desperdiciado muchas oportunidades para la transformación de su economía y de sus instituciones, y ha erosionado la confianza de los inversionistas con sus prácticas rentistas. Si se ha sostenido en las orillas más conservadoras, no es por razones ideológicas, sino por una cuestión de poder. La dirigencia cubana, desde hace décadas, ha preferido que el país se despeñe por el barranco económico y social, antes que producir los cambios que conduzcan a un mejoramiento del bienestar económico y social, si con ello pueden perder parte del control absoluto que mantienen sobre la economía y la sociedad. Esto, obviamente, es cualquier cosa menos una política revolucionaria.

Por eso, ya no es tiempo de reformas exclusivamente económicas en Cuba. El gobierno actual carece de credibilidad; las instituciones políticas tampoco son creíbles, el inmovilismo del Partido Comunista lo inhabilita para ejercer la autoridad que la constitución le confiere ―en mi opinión inmerecida e incorrectamente― como «vanguardia organizada de la nación cubana» y «fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado». En primer lugar, porque no es ni una cosa ni la otra; en segundo lugar, porque esas definiciones contradicen la soberanía que la constitución le reconoce al pueblo del que «dimana todo el poder del Estado».

En Cuba se han perdido todas las oportunidades para las reformas económicas. El sistema es el problema, y si queremos que el país salga de su terrible colapso, no queda otra alternativa que transformar totalmente el sistema político, desde su actual carácter totalitario y represivo, a uno democrático, en el que prosperen las libertades, apegados a la ley y al Estado de derecho; y el sistema económico, desde su carácter de administración centralizada, bajo monopolios estatales, a uno regido por mercados regulados por un Estado democrático, que no permita el establecimiento de monopolios privados y en el que existan los mecanismos adecuados para combatir la corrupción de la que normalmente se alimenta la burocracia, sobre todo cuando puede evadir la rendición de cuentas.

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* Todos los cálculos son del autor con base a estadísticas de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI) de Cuba.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

Mauricio De Miranda Parrondo

Doctor en Economía Internacional y Desarrollo. Profesor Titular e Investigador de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali, Colombia.

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