Aumento de la violencia en Cuba: el costo civilizatorio de la crisis
Contrario a lo que suele pensarse, el primer rastro de civilización humana no es un útil de piedra ni una vasija de cerámica; tampoco el muro de Theopetra (ca. 23.000 años) ni las estructuras de Göbekli Tepe (más de 11.000). Como argumentó la antropóloga Margaret Mead, la prueba inaugural de civilización es un fémur que logró sanarse tras una fractura, lo que implica que una persona cuidó de otra el tiempo suficiente para que se restableciera. En esa escena, simple en apariencia, están los fundamentos civilizatorios básicos: solidaridad, convivencia y cooperación. En su ausencia, aflora el reverso: la violencia.
Monitoreo reportes de delitos en Cuba desde hace tres años. Ante la falta de estadísticas oficiales, he empleado una metodología de recopilación de reportes en medios y redes, seguida de verificación y sistematización. Es, por diseño, una medición de delitos reportados, no de delitos ocurridos, por lo que constituye apenas una ventana parcial al fenómeno. Con todo, es el termómetro más consistente disponible. Los informes resultantes, publicados por el think tank Cuba Siglo 21, describen una tendencia alarmante: entre enero y junio de 2025 se verificaron 1.319 incidentes, casi cinco veces más que en igual período de 2023 y más que en todo 2024.
Para ir más allá de las cifras, y comprender por qué la violencia se expande aceleradamente, asumamos la perspectiva del sociólogo noruego Johan Galtung, que propone el triángulo de las violencias, cuyos vértices son «la estructural», «la cultural» y «la directa». Dicho enfoque permite ubicar los hechos visibles sobre el trasfondo de sus causas profundas y de las narrativas que los legitiman. A partir de ahí, puede constatarse con precisión cómo la crisis material y las lógicas simbólicas que normalizan la coerción terminan amplificando la violencia directa en el espacio público. También podría arrojar luz sobre cómo resolver el fenómeno en cuestión.
Violencia estructural: deterioro que empuja al crimen
Primeramente, ¿qué se entiende por violencia estructural? En el marco teórico de Galtung, la violencia estructural ocurre cuando las estructuras sociales, económicas y políticas impiden la satisfacción de necesidades básicas, generan desigualdades y perpetúan la injusticia social. Se manifiesta en pobreza, discriminación, falta de acceso a la salud y educación, y en un poder desigual que causa vulnerabilidad y miseria. Es, por tanto, el sustrato que sostiene y reproduce otras violencias.
En Cuba, la base de la violencia estructural radica en un sistema incapaz de garantizar bienestar mínimo y que, por diseño, produce desigualdad masiva. Según el recién informe El estado de los derechos sociales en Cuba, ocho de cada diez hogares se mantienen «en los márgenes de la supervivencia» (55% con dificultades incluso para comprar lo esencial y 27% con ingresos apenas para sobrevivir). A ello se suma que el 74% de los hogares declara ingresos mensuales inferiores a 23.000 CUP (poco más de 47 euros o 53 USD, según la tasa de cambio de El Toque); el 89% cae en el rango de pobreza extrema.
Entre los mayores de setenta años, el 58% reporta ingresos del hogar inferiores a 4.500 CUP, y el 14% continúa trabajando tras jubilarse para poder subsistir. Por otro lado, el desempleo de larga duración alcanza al 72% de quienes no tienen empleo, y al 81% entre los jóvenes desempleados. En paralelo, la inflación ocupa el tercer lugar de preocupaciones nacionales. Todo ello dibuja una estructura de precios crecientes y salarios/pensiones devaluados, que empujan a estrategias de supervivencia y economías informales.
En tal contexto, la inseguridad alimentaria es severa: siete de cada diez personas reconocen haber dejado de desayunar, almorzar o comer por falta de dinero o alimentos. En salud, solo el 3% logró adquirir medicamentos en farmacias del sistema estatal, y un 25% no pudo obtenerlos por costo o escasez (12% y 13%, respectivamente). La precarización nutricional y sanitaria es igualmente violencia estructural pura.
Asimismo, los apagones se han convertido en el problema más grave que afecta a la ciudadanía (así lo declara el 72% de la muestra en el estudio mencionado). La inestabilidad eléctrica desordena la vida urbana, devalúa el trabajo, interrumpe servicios básicos (agua, refrigeración, comunicaciones) y multiplica los delitos de ocasión bajo el cobijo de la oscuridad.
El deterioro físico del hábitat es también masivo. En vivienda, el 15% declara inmuebles en peligro de derrumbe y el 56% dice que necesitan rehabilitación. A esto se añade un ambiente insano, causado por la acumulación de basuras. Ese paisaje de abandono, configura condiciones materiales que degradan las normas de convivencia.
Cuando la supervivencia absorbe el presupuesto y el tiempo (82% viviendo al día), los espacios de recreo y socialización se vuelven un lujo. A lo que se suma que la oferta pública se contrae por apagones y falta de mantenimiento, y el costo del transporte y de servicios privados los vuelve inaccesibles.
El vínculo con la violencia directa se comprende bien a partir de la conocida «Teoría de las ventanas rotas»: el desorden físico y social generalizado —oscuridad, basura, edificios ruinosos, colas infinitas, transporte y servicios casi inexistentes— señala la ausencia de control y desalienta el cumplimiento de normas, lo que eleva la oportunidad para delitos. Un entorno de abandono y autoridades centradas en la represión más que en servicios y protección ciudadana, produce normalización del desorden y aumento de la violencia directa.
Violencia cultural: andamiaje simbólico que legitima el daño
En la teoría de Galtung, la violencia cultural designa aquellos elementos del universo simbólico —ideologías, lenguajes, rituales, emblemas— que hacen parecer «natural» o «justa» la violencia directa y la estructural; es decir, que las legitiman y amortiguan su rechazo moral. No golpea por sí sola, pero autoriza a que otros golpeen, o a que las estructuras dañen sin que lo percibamos como violencia.
En Cuba, el discurso oficial dominante se ha organizado durante décadas en torno a una gramática binaria (a favor/en contra, pueblo/enemigo, revolucionarios/gusanos), y a la idea de asedio permanente. Ese molde aparece temprano y de forma canónica en las Palabras a los Intelectuales de 1961: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho». Desde entonces, la semántica del enemigo y del enfrentamiento ha sido un recurso estable de legitimación.
La Constitución de 2019 consagra, además, una doctrina de defensa basada en la «Guerra de todo el pueblo» y en el «enfrentamiento permanente» a riesgos y amenazas. En el discurso y la prensa oficiales, nociones como «guerra mediática» o «guerra multiforme», aparecen con regularidad. Todo ello refuerza una percepción de estado de conflicto permanente, que naturaliza la lógica del «o tú o yo», ante la amenaza perenne de destrucción, solo evitable mediante la violencia.
El relato del enemigo devalúa la solidaridad autónoma, pues todo es susceptible de quedar bajo la sospecha de «agenciamiento externo» con la consecuencia de una desconfianza aprendida, que erosiona los códigos de cooperación y el control social informal. La represión sostenida de la crítica y la estigmatización de actores cívicos, ha facilitado que el conflicto se interprete como supervivencia frente al otro más que como problema común a resolver. Ese desplazamiento del «nosotros cooperativo» al «nosotros sitiados», es un mecanismo clásico de violencia cultural.
Cuando el marco cultural fija el horizonte en la confrontación y el Estado falla en proveer seguridad y bienes básicos, los umbrales de contención se desploman. En Haití, informes de la ONU y la prensa internacional describen el control extensivo de la capital por bandas, y una crisis humanitaria que deshace normas básicas de convivencia. Por su parte, en México y Colombia, la disputa territorial de organizaciones criminales y grupos armados en regiones específicas, produce ecos de esa misma des-civilización, lo que se manifiesta en reglas privadas, miedo, justicia por mano propia. No establezco equivalencias mecánicas o apocalípticas con Cuba, sino advertencias sobre lo que ocurre cuando el discurso de guerra y el cierre cívico normalizan la excepcionalidad y la crispación.
Regresión civilizatoria y condiciones de salida
El incremento de la violencia directa en Cuba es la señal visible de una regresión civilizatoria. Cuando las bases materiales de convivencia se hunden (violencia estructural) y la narrativa legitima la lógica del enemigo (violencia cultural), la calle se vuelve el escenario de una disputa de supervivencia. En términos del triángulo de Galtung, lo que observamos no es una suma de hechos aislados, sino la culminación de un sistema que daña, justifica el daño y además lo ejecuta.
Frente a esta deriva, no bastan ajustes policiales ni campañas episódicas. La salida requiere cambios sistémicos profundos, encaminados a desmontar la arquitectura totalitaria que concentra el poder, criminaliza la disidencia y clausura la sociedad civil; asimismo, reconstruir la normalidad de la convivencia, fomentar el bienestar y abrir espacios para que la cooperación social vuelva a ser posible. Sin ese giro, cualquier mejora será frágil y reversible.
Lo he dicho en otras ocasiones y conviene subrayarlo: democracia y Estado de Derecho no equivalen solamente a «votar cada cierto tiempo»; también implican una actuación política eficaz, que trace estrategias económicas encaminadas a fomentar el bienestar, respetar la propiedad, reducir desigualdades, etc. Sobre esa base, las políticas jurídicas y educacionales pueden ser efectivas.
Si la violencia directa es el síntoma, la reconstrucción simultánea de instituciones, derechos y narrativas es el tratamiento. Sin cambio político de régimen, y sin políticas sostenidas que devuelvan dignidad, bienestar y sentido de comunidad, Cuba seguirá desplazándose desde la escena del fémur sanado hacia su negación; hacia una sociedad donde la supervivencia desaloja a la convivencia.
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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.