La verticalidad: una mirada a la educación cubana de los 70
Si cierro los ojos y pienso en los años 70 en Cuba, lo primero que me viene a la mente es el olor a petróleo de la guagua Girón XI, cuando regresábamos cada domingo a la Lenin. Esa década fue, para mí y para tantos otros, el gran experimento de la pedagogía socialista cubana.
Recuerdo perfectamente que se presenciaba un cambio de paisaje, con aquellas escuelas en medio de la nada. Comenzaba la era de las ESBEC (Escuelas Secundarias Básicas en el Campo) y de los IPUEC (Institutos Preuniversitarios en el Campo). También de «La Lenin», la Escuela Vocacional V.I. Lenin, que para muchos fue un universo paralelo. Todo formaba parte de un diseño mayor, un proyecto que no solo buscaba formarnos académicamente, sino que era, sin disimulo, una herramienta de poder.
Si los 60 habían sido el inicio de la transformación, los 70 serían su puesta en escena. Fue cuando nos mostraron, sin filtros, qué esperaban de nosotros como estudiantes, qué esperaban de nuestros maestros y, en definitiva, qué esperaban de la sociedad entera.
Aquellas escuelas nuevas, lejos de casa, se convirtieron en nuestros primeros centros de trabajo. Media jornada estudiando, sí, pero la otra parte era con las manos en la tierra o ensamblando algo en una pequeña fábrica. Aunque, por encima de todo, el objetivo era moldear nuestras conciencias. Se habla de cifras enormes: casi 1.400 ESBEC, 350 IPUEC, y unas pocas Vocacionales como la mía. Internados masivos, lejos del bullicio y, a veces, de la mirada crítica de las ciudades. Fuimos cientos de miles.
La meta era clara, aunque no siempre la entendiéramos del todo entonces: forjar al «hombre nuevo». Nos hablaban de Martí, de su sueño de un ser humano libre y pleno; sin embargo, en la práctica, en el día a día del aula y del albergue, la sombra que nos cubría era la de Antón Makarenko, el pedagogo soviético. Su método era distinto: el colectivo por encima del individuo, la disciplina férrea aplastando la espontaneidad, el deber antes que el deseo. Martí, con su delicadeza y su amor por la libertad individual, parecía desvanecerse. Como dijo una vez un profe de IPUEC: «Se hablaba de Martí, pero se enseñaba con Makarenko». Y vaya si lo sentimos.
Fue el último empujón de la «ofensiva revolucionaria» de los 60. Enviar a los hijos de la clase media urbana revolucionaria (o que aparentaba serlo) al campo, tenía una lógica aplastante desde el poder. Nos alejaban de nuestras familias, de ese runrún urbano a veces ambiguo, a veces abiertamente crítico. Querían cortarnos las raíces, moldearnos desde cero con «valores» nuevos. Era una especie de «reseteo», un intento de borrar cualquier rastro de esa «herencia cultural burguesa» que tanto asociaban a la ciudad.
La década arrancó fuerte, con aquel Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura en 1971. Allí se dijo sin tapujos que la educación era un frente de combate ideológico: «La cultura es parte del sistema de defensa del país», resonó. Casi a la par inició el «quinquenio gris», que no variaría de tono, pues esa sensación de opresión cultural nunca se superaría por completo. Fue una época de censura, de control sobre artistas, intelectuales, profesores... y sobre nosotros, los estudiantes. Pensar diferente no era un lujo, era directamente un peligro.
Luego vinieron los hitos que consolidaron el modelo: la revisión de la historia con el «nuevo» Primer Congreso del Partido Comunista en 1975 (que olvidaba convenientemente el de 1939), y la Constitución de 1976, un calco del modelo soviético que ya se aplicaba en Europa del Este.
Fidel Castro y Leonid I. Breznev en la inauguración oficial de la escuela en 1974. (Foto: El Nuevo Herald)
Era la consagración oficial: la URSS no solo era el aliado económico, era el faro ideológico y educativo. Se cerró el círculo. Un sistema educativo hermético, uniforme. Y los que no encajábamos, los que teníamos demasiadas preguntas o poca fe, éramos marginados. La «parametrización», esa palabra terrible, definió al futuro profesional basándose en su «integración» ideológica; fue la herramienta para excluirnos de la que muchos escapamos.
El modelo de escuela en el campo cumplió su doble función: nos inculcó disciplina (o al menos, obediencia), y ayudó a cubrir los agujeros de una economía siempre renqueante con nuestro trabajo «voluntario». Pero el costo personal fue inmenso: agotamiento físico, un desarraigo emocional difícil de explicar, y una educación donde dudar era casi una traición.
Mientras tanto, en las ciudades, algunas secundarias y preuniversitarios urbanos respiraban un aire ligeramente distinto. Había control, por supuesto, pero quizás menos directo y constante. «En La Habana había más música, más libros que circulaban a escondidas, más preguntas en voz baja. En el campo todo era consigna y control», me contaba hace poco Alejandro, que estudió en un pre de ciudad. La ideología lo permeaba todo igual, pero la ciudad, con sus rincones y sus murmullos, ofrecía pequeñas grietas por donde se colaba la duda: un libro prohibido, un debate nocturno, un profesor que aún recordaba los 60 con mezcla de nostalgia y crítica.
Y luego estaba la Lenin, inaugurada en 1974 y hoy tristemente en ruinas. Ella fue la joya de la corona. Para los que estuvimos allí, fue una experiencia contradictoria. Éramos, en teoría, la élite científica y política del futuro. Teníamos recursos que parecían de otro planeta comparados con el resto del país: tres piscinas olímpicas (¡tres!), canchas por todas partes, un tabloncillo de madera africana donde a veces Fidel Castro jugaba baloncesto en sus visitas frecuentes, cines, museo, ¡hasta estudiábamos computación en los 70! Teníamos fábricas dentro de la escuela.
Académicamente, el filtro era brutal. Necesitabas notas altísimas (un mínimo de 85 puntos) y, por supuesto, pasar el filtro político. Los laboratorios de Física, Química, Biología, eran casi individuales. Las condiciones eran maravillosas. Fue una vitrina para mostrar al mundo y una burbuja para aislarnos.
Escuela Vocacional Lenin en 2021. (Foto: Cubadebate)
En la Lenin nos enseñaron a pensar, sí, nuestros profesores eran excelentes en muchos casos; pero nos enseñaban a pensar dentro de unos límites muy claros. No obstante, algunos empezamos a romperlos, como dice mi colega Jorge Ferrer, otro egresado de la Lenin, hoy exiliado como tantos.
Muchos de los que pasamos por esas aulas entre los años 74 y 77, iniciamos allí, casi sin darnos cuenta, un proceso de crítica interna. La excelencia académica chocaba con la rigidez ideológica. La Lenin fue un semillero de talento, sin dudas, pero, asimismo, de un profundo desencanto.
Existía una competencia, claro, con otros centros urbanos fuertes, como los institutos Guitar o Bonilla. La élite no era un bloque único. Había diferencias, matices, accesos distintos. Pero la Lenin fue el símbolo máximo de ese modelo que buscaba la perfección aparente.
Mirando hacia atrás, siento que los 70 fueron la década de máxima coherencia de ese modelo autoritario-revolucionario. Todo parecía encajar: el discurso oficial, la escuela, el Partido, la economía planificada. Pero esa coherencia se pagó carísima: ahogó el pensamiento crítico, aplastó la diversidad, negó la libertad de que eligiéramos nuestro propio camino. Fue una década donde el Gran Hermano no era una figura literaria, sino una presencia real en nuestros dormitorios, en las anotaciones de los profesores, en esos expedientes ideológicos que nos seguían a todas partes.
Frente a la caótica y a veces ingenua apertura de los 60, los 70 fueron el apogeo del control. El momento más ordenado, más vigilante, más completo del sistema. Pero fue precisamente ahí, en sus entrañas, donde empezaron a germinar las preguntas, las dudas, las fisuras que, con el tiempo, lo harían tambalear.
La escuela, como herramienta de poder y cohesión, vivió su momento más ambicioso y, para mí, más temible. En esa década se tejió la narrativa de un país uniforme y obediente; paradójicamente, también fue allí donde empezamos a desarrollar una conciencia crítica, donde aprendimos, a golpes y susurros, a cuestionar.
Recuerdo que, hacia finales de la década, empezaron a surgir pequeñas resistencias, casi invisibles. Cuestionamientos sutiles, una sensación creciente de que algo no cuadraba, especialmente entre los jóvenes universitarios, artistas, intelectuales... Muchos ―como mi inolvidable grupo E-14 de la Lenin―, formados bajo esa misma educación ideologizada, empezamos a ver las contradicciones entre el discurso y la realidad. El «teatro de las máscaras», fingir para sobrevivir, se convirtió en nuestro día a día.
Y entonces llegó abril de 1980, el Mariel. Fue como si la olla a presión, que acumuló tensiones durante toda la década, finalmente explotara. Sería la respuesta desesperada de una parte de la población, muchos de ellos jóvenes educados en ese mismo sistema, que sentían que el futuro dentro de Cuba era un callejón sin salida. La élite se negó a cualquier apertura, a cualquier debate real, y la frustración se desbordó.
Fue una protesta silenciosa y luego abierta contra un sistema que prometió libertad y justicia, pero que ofreció control, vigilancia y castigo si nos salíamos del guion establecido. La educación, esa máquina de homogeneizar, no logró borrar del todo nuestra capacidad de pensar diferente. Al contrario, sin quererlo, sembró las semillas de un malestar que aún perdura.