Todo lo que pedía era ver a su hijo: la tortura a una madre y el abandono de las palabras
En un horno de carbón dispuesto al fondo de la pequeña casa de madera, la familia de Zoila Chávez Pérez preparaba el alimento de la enferma. De un tiempo a esta parte la anciana de 84 años rechazaba cualquier cosa, por lo que había que hacerle un caldo o fórmula basal con un poco de viandas y algo más que se consiguiera, a ver si así accedía a tomárselo. Por suerte, en las últimas dos semanas, desde que vídeos suyos suplicando por la liberación de su hijo se hicieron virales en las redes, la familia había recibido un poco de ayuda de voluntarios y amigos que por fin habían podido dar con ellos.
Antes de eso, las cosas estaban bastante feas. El pariente que cargaba el mayor peso de su cuidado (y cuyo nombre prefiere que no se haga público por temor a represalias) había tenido que vender el baño de su propia casa para conseguir el alimento para ellos, para Zoila y para José Gabriel, que desde hace seis meses está en la cárcel.
Cada viaje a la cárcel de La Pendiente, si sumamos el transporte desde el pequeño pueblo de Encrucijada y el saco para el preso, sale entre 17000 pesos y 20000 (unos 50 dólares), en un país donde el salario medio ronda los 15 dólares. Ese gasto debe hacerse dos veces al mes, que es cuando Gabriel tiene visita.
Después de los vídeos famosos, Zoila se fue apagando. «Es como si lo hubiera soltado todo allí —opinan quienes la rodean. Como si hubiera dicho todo lo que tenía por dentro, con lo último que le quedaba». Unos días después de su grabación, la anciana cayó en cama y cada vez pudo levantarse menos. Hasta el día en que la visité, donde ya no se levantaba para nada.
El 21 de abril tuvo una hemorragia y hubo que correr con ella hasta la cabecera de la provincia, Santa Clara, al Hospital Arnaldo Milián. Tenía la hemoglobina en 6. Es política en los hospitales de Cuba que el enfermo terminal vaya a morir a su casa, aunque necesite oxígeno o morfina y aunque los familiares no tengan las condiciones. Los médicos tratan de convencerte por todos los medios de que en el hospital estará más incómodo y te dicen que «nunca se sabe cuánto tiempo le queda», que la espera puede ser muy larga. Es así que a Zoila la trasfundieron y la devolvieron a la casa de madera, donde yació en una cama fowler oxidada que, gracias a Dios, los familiares consiguieron y se inyectaba duralgina para el dolor —que cuesta en la candonga 300 pesos el bulbo, casi todo un dólar— una vez al día.
La mayor parte del tiempo, la anciana se veía en un letargo adolorido. Sin embargo, cuando escuchaba el nombre de «Gabi», que es como la familia llama a José Gabriel, se revolvía con angustia en la cama, algo de lo más conmovedor que he visto en mi vida. «A veces me siento mal y voy agarrándome de las paredes, acostándome y a pedirle a Dios y a la Virgen que me ayude y me deje amanecer, porque lo único que quiero es, aunque sea un mes, estar con mi hijo antes de morirme» decía Zoila en el vídeo divulgado en marzo de 2025. También se preguntaba: «¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho para que me lo tengan encerrado?».
La primera semana de noviembre de 2024 había sido especialmente difícil para el pueblo de Encrucijada, situado a 25 kilómetros de Santa Clara. Esta pequeña localidad agrícola, como muchas otros enclaves del interior de Cuba, hoy ve incrementada su desdicha en proporción directa a la parquedad se su población. Temeroso de sublevaciones, el régimen prefiere el descontento de la periferia a la inquietud de grandes aglomeraciones de personas. Es así que, mientras se trataba de restablecer el fluido eléctrico perdido en todo el país debido a un fallo en el sistema central, aplicaba en lo posible la ley del más grande.
En ese momento, Encrucijada tenía un grupo electrógeno propio que le ayudaría a salir del problema antes que muchos otros lugares de la provincia. Sin embargo, esta capacidad fue desviada hacia Santa Clara como tantas otras veces, lo cual significó la última gota que desbordó la impaciencia de los pobladores.
Llevaban cinco días con casi cero horas de corriente. La poca carne que tenían guardada en el los refrigeradores se pudría. Tampoco había gas por tuberías y las bombonas estaban a precios prohibitivos. De manera que el carbón o la leña se habían convertido en la única opción de cocina. Casi todos los patios de las casas del pueblo humeaban al ritmo de la leña seca y el furor de sus habitantes: ¿hasta cuándo iba a ser la falta de respeto?
A eso de las 3 de la tarde se sintió el conocido sonar de un caldero vació. Últimamente, la gente del pueblo había empezado a comunicarse en ese lenguaje. Alguien desesperado por el hambre o la falta de electricidad, dejaba testimonio de su cansancio buscando un ritmo convulso en la cazuela, un ritmo monótono y tenaz, como la rabia. Entonces, al cabo de un rato, los habitantes del pueblo veían cómo pasaba por el lugar rebelde una patrulla de la policía muy despacio y todos se sentían de nuevo vigilados.
Aquel 7 de noviembre, sin embargo, a partir de las 3 de la tarde ya no hubo temor a las patrullas de la policía ni a las listas de desafectos: primero una familia rompió la protección de lo privado y salió a la calle con su sonido; en seguida se le sumó otra; y así, muchos demandantes fueron a la sede del gobierno municipal con el golpear constante de su desgracia.
Al cabo de un rato apareció por primera vez la Secretaria de Partido del municipio. En ese momento les prometió que solo esperaban por el arreglo de una avería para que la luz eléctrica se recompusiera, con lo cual los inconformes regresaron a sus casas. No obstante, al caer la noche y verificar que sería la oscuridad de nuevo, la gente volvió a salir con su ritmo indignado, esta vez en dirección a la sede del Partido Comunista.
Esa tarde José Gabriel conversaba, como de costumbre, en casa de sus parientes, situada un poco más al norte del centro del pueblo, cuando sintieron el ruido de la gente. En aquellos días el escritor también cuidaba la casa de un amigo que quedaba del otro lado del Partido, por lo que para llegar a ella tenía que atravesar la protesta obligatoriamente. «No cojas por ahí», le había advertido el primo como con una premonición. Consejo inútil porque, aún sin necesidad, José Gabriel, como muchos de nosotros, se hubiera acercado de cualquier manera adonde estaba la gente que quería expresarse llanamente. Desde hacía muchos años había dejado de ser profesor de nivel medio para sumarse a la causa de la libertad de Cuba, usando sus palabras, las cuales habían terminado impresas en varios libros y expandidas por varios periódicos de la oposición. De ninguna manera era un tipo violento sino que honraba la tradición pacifista y abierta que la disidencia cubana había encontrado desde mediado de los años 70’s. Es así que, aún sin caldero, y con una madre enferma a la que a duras penas podía alimentar propiamente, salió de la casa de su primo él también rumbo al centro del pueblo.
Hay dos tipos de protestas últimamente en la isla: las que se disuelven a bastonazos, cacerías y detenciones de ciudadanos, y aquellas en las que el Poder decide dialogar con la gente indignada. No se sabe bien qué define que una protesta sea de un tipo o de otra. Quizás el humor de los poderosos ese día, quizás su disponibilidad logística para conversar con la gente... Lo cierto es que siempre hay presos. En las del segundo tipo de protesta suele haber menos que en las del primero. Pero siempre agarran a algunos de escarmiento, para que el pueblo recuerde que esta vez dialogaron, pero que puede ser peor si ellos quisieran. Los elegidos para la lección pública suelen ser aquellos que han gritado más de la cuenta, o aquellos que han herido la sensibilidad del Poder desde mucho antes (escribiendo lo que pocos se atreven a escribir), pero también personas que no hicieron nada destacado, porque el terror, a diferencia del miedo, requiere de la falta de motivos para surtir efecto.
El cacerolazo del 7 de noviembre en Encrucijada perteneció a la segunda variedad de protestas. «Fue una protesta apolítica —nos dice el propio Barrenechea en un mensaje que nos ha llegado desde la cárcel—, solo reclamaba la restitución del servicio de energía eléctrica a mi pueblo, tras días a oscuras». En los vídeos se escucha algún pedido aislado de «libertad», algún canto como «el pueblo unido jamás será vencido», pero básicamente lo que se pedía era que les devolvieran el fluido eléctrico.
Cuando José Gabriel llegó a dónde se había reunido la gente, todos sonaban su calderos vacíos y algunos filmaban con sus celulares. Era de noche. Había familias completas allí, frente a la sede del Partido. Durante el trayecto, el escritor se había dedicado junto a un amigo a la tarea de evitar que se tiraran piedras o se cometieran actos vandálicos. En uno de los vídeos se ve parte de la cabeza de José Gabriel y se le escucha decir frente a unos militares que se han acercado «No se dejen provocar que aquí hay niños», pidiendo a la gente que se mantuviera tranquila, acaso frente a la amenaza exterior que significaban los recién llegados.
Más tarde el escritor intervendría también para aplacar el bullicio y propiciar el diálogo: «¡Déjenlos a ver qué van a decir, caballero —se oye en el vídeo— cállense un poco!», con lo cual la gente poco a poco se fue calmando, hasta que el oficial al mando por fin pudo recuperar las palabras, con las que pidió, en primer lugar, que no lo filmaran y ahí termina el video.
Al parecer este episodio de los militares ocurrió antes de aparecer por segunda vez la secretaria del Partido. Según la crónica publicada en CubaxCuba, escrita por un participante en esa protesta, «la primera secretaria volvió a hacer acto de presencia, pero no la dejaron hablar». En otra grabación difundida posteriormente (porque cortaron las comunicaciones) se ve cuando ella tiene la mala idea de dar inicio a su segundo discurso de la siguiente manera: «Pueden seguir cantando y pueden seguir tocando calderos, lo que yo les tengo que decir es que así no se va a resolver nada». Entonces la gente recordó que no se había resuelto nada la primera vez, cuando les prometió la corriente eléctrica, y volvió a la agraviada bulla y a quedarse en el lugar donde estaban hasta que, al cabo de una hora, cuando mágicamente llegó la luz y todo el mundo volvió a su casa «con risas y con la satisfacción del que consigue algo luchando».
Al día siguiente, José Gabriel Barrenechea, junto a otros ocho participantes, entre ellos el valiente Alejandro Morales, fue aprendido por orden la policía política.
Primero quisieron culparlo de sedición. Luego entendieron que era demasiado, incluso para sus propias exageraciones, y rebajaron el cargo al de «Desórdenes públicos», que prevé sanciones de hasta ocho años de privación de libertad. José Gabriel lleva seis meses encerrado en calidad de «prisión preventiva», sin que ninguna acusación formal se haya hecho. Ya pasaron los 90 días que la ley establece para ese tipo de medida carcelaria. De manera que la fiscalía debía haber presentado cargos o de lo contrario, dejado en libertad al reo. Su debido proceso está siendo violado (pero se sabe que las autoridades son las primeras en violar las leyes que ellos mismos inventan y aprueban). Al principio supimos que el escritor se había declarado en huelga de hambre; luego la comunicación con el exterior se interrumpió. Hasta que vimos los vídeos de la madre.
Zoila ha muerto sin cumplir su deseo. Todos los recursos presentados por la abogada de Barrenechea fueron denegados. Quien tuvo corazón, fue conmovido con el dolor de esta anciana, enferma de cáncer, que solo pedía ver a su hijo inocente antes de morir. Este episodio lo registrará la historia como ejemplo de la depravación ética alcanzada por quienes oprimen al pueblo de Cuba.
Depravados, porque la tortura a una madre moribunda así lo clasifica; también porque esta vergüenza pública ocurrió ante los ojos de todos los cubanos sin que existiera el menor intento de arreglo discursivo de la parte opresora, de justificación o engaño. Ocurrió como si nada estuviera pasando. Un abandono de los significados que solo prueba el extremo decadente al que han llegado. Ya no les interesa ni conquistar las palabras. Más bien: una vez que las secuestran a sangre y fuego, no saben qué hacer con ellas. Paradójicamente, en esa lucha atroz que llevan, han llegado al lugar de lo impronunciable.
A otro hijo de Encrucijada, hace 70 años, por asaltar la segunda fortaleza del país, le arrancaron los ojos en su día y se los mostraron a la hermana. En la actualidad, un hombre que solo dijo lo prohibido es apresado y a su madre se le deja morir suplicando cada hora por verlo. La distancia entre ambas acciones y sus consecuencias es constatable; pero la calaña es idéntica: el mismo corazón que hizo una cosa, dadas las circunstancias, haría la otra.
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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.