Los cubanos ante la encrucijada global

La maldita circunstancia del agua por todas partes

Desde el 1ro de enero de 1959, Cuba quedó atrapada en una ambigüedad política que refleja un profundo desfase histórico. Tras el triunfo de la Revolución, el país adoptó una visión ideológica rígida, que ignoró la evolución del pensamiento político y jurídico internacional en la posguerra. Mientras el mundo se reconfiguraba para construir un orden global basado en instituciones supranacionales y en la defensa de los derechos humanos, el nuevo régimen cubano se alineó con el bloque socialista y adoptó una narrativa de confrontación con los valores occidentales. Así, en lugar de avanzar hacia un sistema jurídico coherente y adaptado a los principios universales de dignidad humana, Cuba desarrolló un modelo legal ecléctico, una economía centralizada caótica y un discurso político anclado en un pasado sin renovación.

La Guerra Fría consolidó una división que se reflejó en dos grandes visiones de las relaciones internacionales: el idealismo liberal, que promovía los principios de la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y la realpolitik, centrada en la fuerza y el interés nacional.

Esta tensión estructural encarnó en la propia arquitectura de las Naciones Unidas: por un lado, la Asamblea General simbolizaba la aspiración a un derecho internacional fundado en la igualdad de los Estados; por otro, el Consejo de Seguridad concentraba el poder en manos de cinco potencias con derecho a veto, reflejando una jerarquía forjada tras la Segunda Guerra Mundial. Mientras muchos países intentaban equilibrar ambas visiones, Cuba se mantuvo firmemente inserta en la lógica de bloques, renunciando a la posibilidad de un pensamiento político más matizado o abierto al pluralismo internacional.

Con el paso del tiempo, el sistema internacional ha enfrentado cambios profundos: el surgimiento de nuevas potencias y conflictos, como la guerra en Ucrania, han debilitado la legitimidad del Consejo de Seguridad, especialmente por el uso del veto por parte de Rusia. En este contexto, es evidente la incapacidad de Cuba para reformular su visión del mundo y su lugar en él. Su política exterior sigue atada a alianzas con regímenes parias, y su narrativa interna continúa exaltando una visión del poder y la soberanía desconectada de los desafíos actuales.

Si bien el idealismo aspira a relaciones internacionales regidas por principios jurídicos universales, la realidad demuestra que el poder persiste como factor decisivo. Cuba, en lugar de cuestionar esa contradicción, ha optado por reafirmarla desde una posición marginal.

Las nuevas narrativas

En el siglo XXI, las perspectivas tradicionales de las relaciones internacionales —realismo y liberalismo— han mutado y adquirido nuevas expresiones dentro de un panorama geopolítico transformado. Hoy, estas teorías no solo representan marcos analíticos, sino que también estructuran bloques políticos e ideológicos globales.

Los partidarios del enfoque realpolitik tienden a alinearse con la defensa de un orden multipolar, en el que el poder se distribuye entre varias potencias soberanas que actúan en función de sus intereses nacionales, como plantean John Mearsheimer (2001) en The Tragedy of Great Power Politics y Stephen Walt en sus trabajos sobre realismo ofensivo y defensivo. Estos autores ven la multipolaridad como una manera de contener el hegemonismo y preservar la autonomía estatal frente a la imposición de normas externas.

Por otro lado, los defensores del liberalismo —también denominado «idealismo» en algunos marcos teóricos clásicos—, se agrupan en torno al proyecto del globalismo. Este enfoque promueve una gobernanza supranacional, la interdependencia económica, la expansión de los derechos humanos y el fortalecimiento de instituciones internacionales como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio. Autores como Joseph Nye (1990, 2004) con su concepto de soft power, y Anne-Marie Slaughter (2004) en A New World Order, proponen una arquitectura internacional basada en redes de cooperación institucional que trasciendan la soberanía estatal clásica y promueven un orden liberal basado en normas compartidas.

La polarización contemporánea entre multipolarismo y globalismo, aunque no necesariamente exclusiva, refleja una fractura más profunda en la visión del orden mundial. Mientras el globalismo liberal busca la universalización de valores como la democracia, los derechos humanos y el libre comercio; el multipolarismo realista cuestiona la universalidad de esos valores y defiende el pluralismo político y cultural, muchas veces con una visión de soberanía resistente a la intervención.

Este conflicto conceptual no solo informa las relaciones entre Estados, sino también los discursos ideológicos internos de muchos países, entre ellos Cuba, cuya política exterior permanece oscilando entre una resistencia retórica al globalismo y una aspiración frustrada a insertarse en un mundo multipolar sin perder su centralismo ideológico.

La narrativa de un mundo multipolar fue de las principales líneas esgrimidas por políticos y partidos de izquierda ante el colapso de la Unión Soviética. En Latinoamérica, nada menos que el Grupo de Puebla fue de las principales voces defensoras de «un nuevo orden mundial». De este grupo emergieron varios líderes latinoamericanos, como Hugo Chávez y Lula Da Silva. El primero de ellos era muy abierto sobre estos términos: «(…) el mundo del Siglo XXI que ya se vislumbra en el horizonte no será bipolar, ni unipolar, gracias a Dios, será multipolar».

No obstante, a nivel mundial existe un bloque mucho más importante que apela a la visión multipolar del mundo: el BRICS+. Naturalmente, Vladimir Putin es y ha sido una de las principales figuras en la defensa de este nuevo orden mundial. Mientras el principal motor económico del BRICS+ es China, desde el punto de vista militar el conflicto Ucrania-Rusia se puede interpretar como un frente bélico entre los dos bloques: Ucrania, apoyada por el bloque de la Unión Europea y la OTAN, y Rusia, por los aliados del BRICS. Aunque no es del todo el caso, y no hay una alineación abierta y favorable hacia el esfuerzo bélico ruso, los columnistas y medios de izquierda contrarios al globalismo interpretarían una victoria Rusa en Ucrania como una victoria sobre Occidente.

Al respecto, aunque debería ser obvia la posición del régimen de La Habana en tal sentido, cabe recordar que el compendio de documentos y doctrinas del Partido Comunista de Cuba que sustentan la denominada «Ideología de la Revolución Cubana», están basadas en una fuerte posición antagónica al Globalismo. Primeramente ubicado dentro del bloque Comunista, el ideario fidelista entendía a los Derechos Humanos y las Instituciones internacionales como meros mecanismos para intervenir en los asuntos internos de los estados y mantener oprimidos a los gobiernos en favor de una minoría de grandes potencias.

Tras la caída el Bloque Comunista de Europa del Este, el régimen de La Habana rápidamente se alineó con el grupo de Puebla y con la Rusia de Vladimir Putin, adoptando la doctrina del mundo multipolar y no ya la del comunismo clásico. Ello se puede seguir con cuidado a través de las investigaciones del Observatorio de Libertad Académica (OLA).

El reciente giro en la política exterior norteamericana ha puesto al mundo patas arriba. La administración de Donald Trump, en voz de su secretario de Estado, el sr. Marco Rubio, ha afirmado que se arroga la visión multipolar del mundo. El América First es la nueva doctrina que implica limitar los compromisos internacionales asumidos desde la Segunda Guerra Mundial por Estados Unidos en lo económico y lo político. El senador Rubio llegó a declarar ante la prensa ―siguiendo la posición MAGA―, que «la globalización es un arma que se usa en contra de Estados Unidos».

Si tales afirmaciones son o no verdaderas o matizables, es un tema para otra discusión; lo interesante es que las declaraciones de la nueva administración norteamericana rápidamente se volvieron hechos: desconexión de la economía mundial a través de una guerra de aranceles; manifiesto apoyo al relato político del Kremlin y respaldo abierto a Vladimir Putin; apoyo a los partidos y fuerzas euro-escépticas y/o pro Putinistas en la Unión Europea; corte de presupuesto a agencias internacionales; violación flagrante de los estándares de la OMC; salida de la OMS y del asiento en el CDH de la ONU, y amagos de abandonar la OTAN. Incluso, la presidencia de Estados Unidos se ha planteado directamente la intervención militar en países y territorios de sus aliados.

En esta visión «realista» de las relaciones internacionales, donde el mundo se divide en zonas de influencia, Trump entiende como una zona natural de influencia rusa a países como Ucrania; y aunque no ha expresado con claridad su visión sobre Taiwán, el America First y la visión multipolar indicarían que la presidencia estaría manejando que la situación en dicho territorio no es de prioridad para los Estados Unidos. Se podría interpretar incluso que algo semejante pudiera ocurrir con Cuba, que pertenece al área de influencia rusa. De hecho, Vladimir Putin está tomando acciones cada vez más intensas en su proyecto de neo-colonizar la Isla, mientras que la respuesta de la Casa Blanca al respecto es, cuanto más, tibia o ambigua.  

Ante esta encrucijada

Tanto los cubanos pro-castristas como los anticastristas padecen de un mismo nivel de desorientación geopolítica, heredado de épocas pasadas. Es posible que se trate de un rezago cultural derivado de haber vivido durante décadas bajo una versión caribeña de la cortina de hierro. Aunque hoy existen mayores posibilidades de acceso a la información, los criterios políticos continúan formándose, en muchos casos, por instinto o afiliación emocional.

Un ejemplo de esta confusión se refleja en el imaginario colectivo cubano, donde Vladímir Putin y su partido Единая Россия (Rusia Unida), son percibidos como parte del espectro ideológico de la izquierda, cuando en realidad representan una de las expresiones más radicales de la ultraderecha contemporánea, lo cual se evidencia en su defensa del conservadurismo extremo: el papel central de la religión en el Estado, la censura y persecución de personas sexo-divergentes, el elitismo racial, la xenofobia y la exaltación del nacionalismo etnocéntrico.

Debido a semejante confusión, es comprensible que en el nuevo escenario geopolítico se adopten posturas, como mínimo, erráticas. Ante las declaraciones y políticas de la nueva administración estadounidense, no pocos activistas, divulgadores, medios de prensa y organizaciones disidentes han asumido un discurso abiertamente antiglobalista. Ello implica un rechazo al sistema de Naciones Unidas, escepticismo hacia los derechos humanos y desprecio hacia las instituciones y democracias europeas. Como resultado, quienes promueven esta línea ideológica dentro del anticastrismo terminan marginando o despreciando el respaldo de países occidentales consolidados, en favor de regímenes autoritarios como los de Rusia o China.

Algunos incluso justifican esta postura alegando una supuesta «excepcionalidad cubanoamericana», en la que se puede, simultáneamente, controlar el globalismo y apoyar a regímenes no democráticos. Curiosamente, muchos de estos mismos actores exigen sanciones más severas o intervenciones humanitarias contra el régimen cubano, olvidando que el derecho internacional y la diplomacia se rigen por principios universales, no por intereses circunstanciales.

En el ámbito del Derecho Internacional Público rige el principio ubi eadem legis ratio, ibi eadem legis dispositio —«donde existe una misma razón jurídica, debe aplicarse la misma disposición»—; en diplomacia, opera el principio quod ad unum pertinet, ad omnes pertinet —«lo que afecta a uno, afecta a todos». En consecuencia, no existen excepcionalidades en las relaciones internacionales: si un Estado reconoce un hecho jurídico, debe hacerlo de forma coherente en todos los casos.

Por ejemplo, Serbia no reconoce la secesión de Kosovo en 2008 por considerarla contraria al principio de integridad territorial, razón por la cual tampoco puede, aunque sea aliada de Rusia, apoyar la anexión de territorios ucranianos. Del mismo modo, China no puede reconocer secesiones extranjeras sin contradecir su propia posición sobre Taiwán.

La incoherencia en política exterior implica pérdida de credibilidad; y, sin ella, ningún actor político puede ser considerado un aliado confiable. En ese sentido, el régimen de La Habana se ha abstenido en votaciones sobre la invasión rusa a Ucrania, pero ha estrechado lazos con Moscú y ha avalado de facto su «operación militar especial», al mismo tiempo que reclama el principio de integridad territorial frente a la ocupación de la Base Naval de Guantánamo.

Tal contradicción revela la inconsistencia fundamental del discurso cubano. La oposición que aspire a reconocimiento internacional debe comprender que, sin claridad estratégica, sin coherencia jurídica ni alineación con los valores democráticos, continuará siendo ignorada o instrumentalizada. Seguir ciegamente los cambios de postura de la Casa Blanca no garantiza el éxito. En el mejor de los casos, Cuba contaría con Estados Unidos como aliado nominal, pero perdería el respaldo real de los bloques —multipolar o globalista— que podrían contribuir a su democratización. En el peor, volvería a quedar sola, sin credibilidad ante ninguno.

Por tanto, los cubanos que defienden el multipolarismo están —consciente o inconscientemente— alineándose con el discurso del régimen de La Habana y alejándose de los bloques que promueven la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos como principios rectores del orden internacional. Para el antiglobalismo, esos principios no tienen valor: solo importan las relaciones de poder. Están, sin saberlo, pidiendo peras al olmo.

***

Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

Siguiente
Siguiente

Todo lo que pedía era ver a su hijo: la tortura a una madre y el abandono de las palabras