El verdugo en el espejo

Es curiosa la forma en que funciona la memoria: como en el juego de Tetris, una pieza que cae en el sitio adecuado, despierta recuerdos cuya existencia se desconocía. En mi caso, una de esas piezas ha sido el acto realizado en Málaga contra la presentadora del programa Con Filo, en el que la aludida recibió ofensas de lo más variopintas, aunque sin dudas la más sonora fue una, repetida con entusiasmo de vendedor ambulante, que aludía al olor de sus partes íntimas.

El video del episodio me retrotrajo a una escena de mis cuatro o cinco años, cuando era costumbre que cada tarde recorriera mi pueblo natal junto a decenas de niños en un coche de caballos. El día en cuestión, coreábamos una consigna de moda: «Clinton, tarrú, la culpa la tienes tú». Ninguno sabía quién era Clinton, ni qué significaba ser «tarrú», ni de qué tenía la culpa; tampoco recuerdo cómo llegó aquella frase a nuestras bocas infantiles.

Ahora sé que el contexto era el escándalo Lewinsky, que explotó en 1998, y que la frase había salido de una de las pocas industrias productivas creadas por el socialismo cubano: la de consignas y ofensas políticas. Pero, ¿cuál es la relación entre un niño que en 1998 llamó cornudo al presidente de Estados Unidos —lo cual era, además, tamaña imprecisión— y una representante del régimen a quien en 2025 un grupo de exiliados en España gritó mal oliente?

De acuerdo al último Anuario Demográfico de Cuba, publicado en 2023 por la Oficina Nacional de Estadísticas e Información, el 92.58% de los cubanos actuales tenía como máximo ocho años cuando triunfó la Revolución. Lo que por generaciones aprendimos —resultado de un sistema autoritario que ha moldeado los reflejos afectivos, morales y políticos— como «respuesta revolucionaria», hoy regresa cargado de dolor y resentimiento en la forma de un «repudio justo».

En este punto aclaro: juzgo la forma de realizarlo, no el repudio en sí, puesto que de sobra lo merece quien manipula, miente y se burla de los cubanos y su miseria, usando para ello medios dizque públicos y amparada por el régimen que nos oprime. Sin embargo, la vulgarización del discurso evidencia generalmente la muerte momentánea de lo político y constituye una declaración de impotencia ante la falta de mejores recursos.

Y si digo «generalmente» es porque no todo lo considerado «vulgar» carece de contenido político: por ejemplo, la frase «Díaz-Canel, singao» en la práctica ha adquirido el carácter de consigna —más allá de los rechazos que despertó en un inicio en determinados sectores—, pues tal calificativo expresa de forma directa el rechazo popular al presidente. No es el caso del insulto lanzado en Málaga, que adolece de significado más allá de la burla más básica. 

Al analizar esta y otras prácticas de figuras o grupos de la oposición cubana —que no es un bloque único, sino un heterogéneo conjunto de individuos y organizaciones— es posible asumir una conclusión antigua de la politología: en entornos totalitarios de larga duración es frecuente que la oposición desarrolle una relación simbiótica con el régimen y, en consecuencia, replique, a veces sin percatarse, sus mecanismos de funcionamiento político, discursivo y psicológico. 

Identificar tales elementos puede ser un buen primer paso, dado que sin diagnóstico no hay cura. La raíz de este mal parte, a mi juicio, de una realidad: la oposición se define por negación del régimen, más que por la construcción propia de un horizonte alternativo. Si la identidad de un grupo se basa en la oposición a un contrario, entonces la existencia del grupo dependerá necesariamente de ese contrario y estará condicionada por su evolución, formas y discursos. Es una mimesis involuntaria, donde el oprimido termina pareciéndose a su opresor en los medios, aunque no en los fines. 

«Me convertí en aquello que juré destruir», nos recuerda Obi-Wan Kenobi, de Star Wars. En el contexto cubano, tal reproducción de esquemas se manifiesta en al menos tres niveles: el lenguaje, la lógica de acción y la proyección política.

El diccionario del régimen está lleno de vocablos peyorativos para nombrar a quienes ha considerado sus enemigos a lo largo de sesenta y seis años: «apátridas», «elvispreslianos», «mercenarios», «escoria», «gusanos»… Esas y otras palabras son el soporte de una parte de su proyección narrativa —la negativa, puesto que la positiva es la referida a los logros y demás «bondades»—, y constituyen categorías pensadas para encerrar a grupos de acuerdo al binarismo de lo que está «dentro» y «fuera»: «nosotros, el pueblo» y «ellos, los traidores».

La asunción de ese acerbo negativo por parte de la oposición, sin que se posea en contraste una sólida narrativa positiva, no solo iguala en lo axiológico las formas del opresor, sino que, como opción política, reduce su proyección a una postura defensiva carente de estrategia y capacidad de construcción. El insulto, cuanto más estridente menos constructivo y más polarizador. Podrá crear personajes «relevantes» y reels con alcance, pero no será efectivo a largo plazo.

El segundo nivel identificado es la lógica de acción. Nacida de la mano de un régimen que convirtió el reparto de electrodomésticos en auténticos shows políticos, ha sido asumido en similar sentido por una parte de la oposición, que opta por la teatralización del conflicto. La épica de la confrontación simbólica reemplaza a la estrategia; se construye como escenografía para convencer al mundo. Hay más interés en «plantarse» que en actuar, con la esperanza de que la visibilidad reemplace a la eficacia de la acción directa y la organización.

Las protestas masivas en Bielorrusia tras las elecciones fraudulentas de 2020, estaban llenas de imágenes poderosas, pero la estética no logró articularse con una estructura organizativa. «Éramos como gatitos ciegos caminando por las calles sin una buena coordinación», reconoció Franak Viačorka, opositor bielorruso. ¿Podría aplicarse tal razonamiento al estallido del 11J y a las subsiguientes protestas acaecidas en Cuba?

Unido al segundo nivel, el tercero da cuenta de la proyección política: la dependencia del escenario internacional. Del mismo modo que es una obsesión para el régimen, lo es para parte de la oposición. Y sí, las conexiones internacionales son vitales; pero si importante es tener presencia en Washington, Buenos Aires o Bruselas, imprescindible es tenerla en Pinar del Río, Villa Clara o Guantánamo. De lo contrario, el resultado es una política dislocada, carente de anclaje popular. Y sin base social, ninguna oposición puede ser transformadora.

La oposición iraquí en el exilio durante los años de Saddam Hussein, fue eficaz persuadiendo a actores internacionales, pero irrelevante para los iraquíes, que no los reconocieron como sus representantes. En consecuencia, el vacío lo llenaron milicias extremistas, no demócratas.

¿Existe cura para esos males? Sí, ni siquiera debemos inventarla. Primero, hay que recuperar la ética y eficiencia del lenguaje político. El insulto desahoga, mas no construye. Necesitamos una narrativa que exprese con claridad qué país queremos, no solo a quiénes nos oponemos. Segundo, es imprescindible construir estrategias de acción dentro del país, incluso en condiciones adversas. No se trata de ir gustosos al martirio, sino de saber organizar el descontento general y proyectarlo hacia el cambio. En tercer lugar, es perentorio romper con la lógica defensiva: no solo reaccionar ante el régimen, sino actuar desde una visión propia. Proponer una forma de hacer política distinta, humana, democrática, respetuosa de la pluralidad, menos dependiente del enemigo.

¿Hay ejemplos exitosos? Sí, Polonia en los años 80 es uno. El sindicato Solidarność logró combinar efectividad del lenguaje, organización de base y estrategia internacional. El movimiento liderado por Lech Wałęsa derrotó al régimen con acción, constancia, estructura y, sobre todo, con pueblo. 

La simbiosis de la oposición con el régimen cubano no se traduce, ni remotamente, en una equivalencia moral entre ambos. Por eso la primera necesita proyectarse no solo como «lo que no es el castrismo», sino como la semilla de una Cuba democrática. Ello implica, entre otras cosas, construir una estética propia del respeto, cultivar prácticas organizativas que no reproduzcan el verticalismo del régimen, y asumir que sin base social no hay proyecto posible. El filósofo Friedrich Nietzsche advirtió: «si miras fijamente al abismo, el abismo te devuelve la mirada». Para los cubanos, es tiempo de mirar hacia delante.

***

Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

José Manuel González Rubines

Investigador, periodista, y profesor. Máster en Democracia y Buen Gobierno por la Universidad de Salamanca.

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