Utilidad y justeza de la manifestación cívica

A mediados del mes de marzo, en una intervención durante el IV Coloquio Internacional Patria, el presidente Miguel Díaz-Canel declaró que, si los argentinos ―que por esos días se manifestaban debido a la difícil situación económica― salían a marchar contra las injusticias de su gobierno, «todos teníamos que salir».

Según lo difundido, este evento ―cuyo nombre intenta hacer un homenaje al periódico homónimo fundado por Martí―, se propone desarrollar una agenda democrática, un espacio que facilite la reflexión, el análisis crítico y la protesta. De modo que, el propio Coloquio especifica ciertos elementos necesarios para un desarrollo político beneficioso: la democracia, la crítica y la protesta. No hay que asustarse ni prejuiciarse, pues protesta no es exactamente sinónimo de violencia o desorden.

En principio estoy de acuerdo con lo planteado por el presidente, ya que, si ciudadanos de algún país salieran a las calles a expresar su descontento, defender sus derechos y establecer sus reclamos, sería apropiado que los habitantes de otros pueblos sean solidarios. A ello nos insta el legado martiano de «Patria es humanidad» y es un elemento consustancial de la coexistencia humana civilizada.

La pregunta que sin dudas salta a la mente, es: ¿hasta qué punto resulta lógico, e incluso ético, el hecho de que organizaciones estatales de Cuba promuevan y organicen un evento de tal naturaleza para apoyar los esfuerzos de otros pueblos en tal sentido, cuando en la Isla esas posibilidades están cerradas?

DOS PALABRAS SOBRE LA SOLIDARIDAD

La solidaridad es una cualidad que emana de nuestra condición humana. Somos seres para la convivencia y la interrelación, pues ningún individuo puede vivir por sí solo ni enfrentar y resolver las múltiples vicisitudes para su realización. Por eso necesitamos vincularnos y cooperar, es decir, ser solidarios. Esto refleja una actitud de comprensión, sensibilidad y adhesión ante las vicisitudes de nuestros semejantes, que nos induce a apoyarlos uniendo fuerza y voluntad. Tal actuación participativa, a la vez que hace más fácil la solución de problemas, dignifica y acrecienta la calidad humana y nos hace merecedores de un trato correspondiente en situaciones semejantes.

La solidaridad es un sentimiento compasivo y cooperativo hacia el otro. Pero no debe entenderse únicamente como la disposición a atender y aliviar a personas ajenas o distantes. Comienza con aquellos a nuestro alrededor y se extiende a todas partes donde exista un ser necesitado de ayuda y protección; desde nuestros familiares y vecinos hasta el último ciudadano del mundo, que quizás no conozcamos, pero cuya tribulación nos conmina a actuar humanamente.

No es fortuita la frase del personaje John Donne que hiciera famosa Ernest Hemingway en su novela ¿Por quién doblan las campanas?: «Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti».

Es en este punto donde disiento del presidente cubano. No es evidencia de una humanidad íntegra y universal el defender a ciudadanos foráneos y, a la vez, ser remisos, e incluso violentos, con los compatriotas cuyas opiniones no concuerden con las oficialmente establecidas.

Por lo general, se convoca a la solidaridad hacia otros pueblos en momentos en que estos enarbolan pedidos y críticas a tono con las posturas oficiales del estado cubano sobre temas socioeconómicos. No obstante, es sabido que en Cuba muchas personas que salen a las calles a expresar descontento con privaciones o medidas contrarias a sus aspiraciones, han sido reprimidas, e inclusive encarceladas.

No se es solidario únicamente con el asunto que mueve a la protesta. Se es solidario, y ahí está el valor humano de esta cualidad, con el derecho de la persona a expresar, de modo civil y sin represalias ulteriores, sus discrepancias.                      

DERECHO Y UTILIDAD DE LA MANIFESTACIÓN

La posibilidad de manifestarse públicamente respecto a asuntos con los que disentimos o metas que ansiamos lograr, forma parte de la vida social y cívica de los pueblos. La existencia es una construcción consciente y personal de cada sujeto, por tanto, cualquier determinación externa que limite o adultere su proyecto, tiene que posibilitar medios para su reformulación o anulación. Es por ello que la expresión de las personas, tanto en privado como en público, se considera una facultad humana y cívica.

Así lo concibe la Declaración Universal de los Derechos Humanos ―de la que Cuba es firmante desde su surgimiento― la cual prescribe, en su artículo 18, la libertad de pensamiento y conciencia; y en el 19, refrenda la libertad de opinión y expresión, así como a no ser molestado por ejercitarlas. Esto aparece reflejado asimismo en el cuerpo de la actual Constitución cubana de 2019, cuyos artículos 54 y 56 acreditan explícitamente la libertad de pensamiento, conciencia y expresión, así como el derecho a reunión, manifestación y asociación, respectivamente.

En consecuencia, reprimir personas que emiten sus criterios, aun cuando estos no coincidan con la política oficial, o expresan su descontento públicamente y sin violencia; son actos ilegítimos y violan la Constitución, que es ley de obligatorio cumplimiento para todos y debería regular la vida social del país.               

A estas alturas alguien podría preguntarse: ¿es necesario o conveniente un acto de protesta pública? En todo caso ―pues toda protesta va encaminada a aquellos que asumen funciones administrativas―, la respuesta estará condicionada por la percepción que tengan quienes gobiernan sobre su función y su responsabilidad en que los ciudadanos avancen en asuntos que constituyen interés vital.

Si hay autocomplacencia, si se considera que los ciudadanos deben aceptar acríticamente las proyecciones y condiciones bajo las cuales organizan sus vidas; por supuesto que la protesta será vista como un acto nocivo al desempeño de los que dirigen. Pero si el gobierno es sensible al desempeño y logros de sus ciudadanos, y es consciente de que su gestión no ha resultado exitosa, entonces debe asumir la protesta como un necesario llamado de atención, y no como un delito.

Lo apropiado para el mejor desempeño de una sociedad es un estado de tranquilidad. Sin embargo, cuando existen dificultades que entorpecen ese sosiego, se hace imprescindible algún tipo de crítica cívica. Lo sensato es posibilitarla y cuidar que la misma se realice en un ambiente ordenado y respetuoso. Dar cabida a la protesta pacífica, no solo permite que los desacuerdos y disgustos se ventilen sin mayores consecuencias para la tranquilidad social, sino que evita que el descontento escale y promueva formas violentas de reacción.

La protesta es un termómetro útil para los gobiernos debidamente apercibidos de su propósito de servir al pueblo, pues les permite evaluar hasta dónde sus políticas son acertadas y, sobre todo, conocer, por voz de los propios actores y supuestos destinatarios de sus decisiones, cuáles no están teniendo un resultado favorable.

Un gobierno bien intencionado debe atenerse a su papel de servidor de los intereses del pueblo, que es lo que le ganará respeto y apoyo. Cuando esta previsión no se cumple, es lógico, y justo, que se produzca por los ciudadanos algún tipo de llamado a la atención y corrección de los problemas. Si el gobierno está enfocado en favorecer las aspiraciones del pueblo, no será remiso a sus quejas, más bien habilitará los medios propicios para verificarlas, analizarlas y establecer medidas más eficaces.

Una evidencia de la posibilidad y beneficio público de una protesta cívica, ha sido la llevada a efecto por los estudiantes de distintas universidades del país ante las medidas inadecuadas e inoportunas que implementara la empresa de comunicaciones ETECSA respecto a los precios de acceso a Internet.

Espontáneamente, con seriedad y respeto, pero con determinación y argumentos sobre el problema que enfrentaban y los resultados que pretendían lograr; los estudiantes mostraron, para orgullo de la nación y rescate de una histórica tradición de participación cívica, que es posible exponer, con profundos razonamientos y análisis, los asuntos que afectan nuestra vida cotidiana. Lo hicieron porque perciben las dificultades precisamente desde el ángulo de quienes las padecen y, de esta manera, llamar la atención de los decisores para que se emprendan acciones rectificadoras.

Este ejemplo, muy reciente, refrenda la posibilidad y conveniencia de que exista la prerrogativa de manifestarse civilizadamente ante situaciones que dañan a la sociedad.  

LAS MANIFESTACIONES SON INEVITABLES

Una actitud adecuada para reducir el impacto indeseado y los posibles perjuicios de una manifestación civil, es encauzar y atender conveniente y sistemáticamente el descontento y la inconformidad de la ciudadanía. Para ello resulta necesario el establecimiento de vías de acercamiento desprejuiciado y, por supuesto, bien intencionado, a los ciudadanos, que permitan crear un clima cívico que facilite el intercambio crítico, propositivo y solvente entre partes, así como la concepción de propuestas de solución y normalización eficaces.

En cualquier caso, ante una manifestación de descontento y reclamo, la peor actitud de quienes gobiernan es la represión. Incluso, si la misma no fuera pacífica, el gobierno, por su papel de servidor del pueblo, no debe consentir en medidas de contención más allá de las necesarias y moderadas para evitar la alteración de la tranquilidad general y los excesos. Lo que siempre debe prevenirse a toda costa es el empleo de procedimientos de fuerza extrema para disuadir una manifestación.

La represión resulta invariablemente un mecanismo generador de reacciones nefastas para la convivencia social. En primer lugar, ofrece una imagen de ineptitud e intolerancia en los gobernantes para solucionar crisis de modo inteligente e incruento. También, vuelve a unos ciudadanos enemigos de otros, lo que engendra un ambiente propicio para enfrentamientos indeseados. Esto lleva a la conformación de un clima de crispación y miedo, que paraliza la búsqueda de alternativas de solución benévolas y consensuadas.

Asimismo, se lacera física y moralmente a un número considerable de personas, lo que impide la tranquilidad ciudadana. Además, las personas lastimadas o limitadas mediante el empleo de la fuerza, así como su círculo de familiares y amigos, desarrollan una actitud de rencor y un ánimo de vindicación que complica cualquier posibilidad de entendimiento o negociación.

Es obvio que ningún gobierno concibe entre sus objetivos la organización de manifestaciones para que le hagan impugnaciones o reclamaciones pues, de hacerlo, estaría reconociendo sus insuficiencias. Sin embargo, no debe prohibirlas, pues no solo limitaría la libertad de expresión de los ciudadanos, sino que dejaría de conocer de primera mano el estado de opinión sobre su gestión, lo que impediría cualquier reparación. Consecuentemente, el rechazo a escuchar reclamos cultiva un ambiente de discordia.

No obstante, el mejor antídoto para evitar acciones públicas de insatisfacción y reclamo es, en primer lugar, el desempeño honesto, sistemático y eficiente del gobierno para proporcionar las mayores posibilidades de realización material y espiritual a sus ciudadanos, según sus propias aspiraciones y no según un proyecto ajeno y desconectado de los anhelos de las personas.

En segundo lugar, resulta imprescindible mantener un canal permanente de intercambio con la población lo más inclusivo posible, que permita que los ciudadanos sean los principales promotores de proyectos de realización económico-social, así como sus verdaderos gestores y guardianes. Las personas asumen más gustosa y responsablemente aquellas acciones en cuya determinación han participado, y con las cuales, por tanto, se sienten comprometidas.

Todo programa de gobierno debe surgir, no de la mente de un líder político, por bien intencionado que sea, pues le es imposible considerar todos los matices y posibilidades existentes entre aquellos a quienes dirige. Antes bien, tal programa debe resultar del análisis desprejuiciado y bien intencionado de las aspiraciones de los ciudadanos, y debe considerar las condiciones reales de vida en que estos se desarrollan, así como las posibilidades y limitaciones que ellas imponen.

No siempre los propósitos logran materializarse en beneficios palpables, pues no se trata únicamente de buena voluntad. Sin embargo, si en la estructura social existen mecanismos de intercambio amplio, permanente y franco, y de participación activa de la ciudadanía en la toma de decisiones, diseño de proyectos y procesos de ejecución; si los medios de información cumplen positivamente su función de informar veraz y críticamente, sin sesgos interesados, y si se estimula una real libertad de expresión, las vicisitudes se irán solventando puntualmente del modo en que mejor beneficie a la mayoría.

Esto evitará que las dificultades se agudicen, multipliquen y persistan, vulnerando el modo de vida de las personas. De tal forma, se creará un clima benéfico de proyección, colaboración y resolución en asuntos que competen la existencia cotidiana y el desarrollo perspectivo, lo que haría prácticamente innecesaria cualquier forma de reclamación abiertamente frontal.

No obstante, si la ejecutoria del gobierno no ha sido responsable y, además de eso, no se han considerado formas sistemáticas de ventilar objeciones y demandas, es lógico que se acumulen tensiones que lleven a los ciudadanos a expresar públicamente su descontento. En tal caso, es justo permitir las manifestaciones pacíficas ―cuidando que las mismas se hagan ordenada y tranquilamente― y atender a los reclamos para emprender acciones inmediatas tendientes a solucionar los problemas. No es inteligente ni correcto acudir a acciones represivas que enconan la situación, tensan los ánimos y complican aún más el escenario nacional.  

En su texto «La Conferencia Monetaria de las repúblicas de América», decía José Martí: «Gobernar no es más que prever»; es, por tanto, solventar del mejor y más oportuno modo las dificultades, añadiría este servidor.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

Manuel García Verdecia

Poeta, narrador, traductor, editor y crítico cubano. Máster en Historia y Cultura Cubana.

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