Fundación, fracturas y lecciones de una República imperfecta
En la historiografía post-59, ha sido usual referirse al 20 de mayo de 1902 como la «fiesta de los vencidos», a partir de una frase atribuida al Generalísimo Máximo Gómez. Aquellas palabras, pronunciadas al arribar a la Quinta de los Molinos, encierran la capacidad de concordia y reconciliación con que llegó el veterano mambí a la capital.
Demeritar la fecha que conmemora el inicio de la República, con sus luces y sombras, es una afrenta a las generaciones de mambises, pensadores y cubanos todos que vieron, tras treinta años de lucha, ondear la bandera patria sobre el Morro.
La transición política desde el estado de «territorio de ultramar» ―con la figura de un Capitán General―, hasta el de República tutelada (1902-1934), tiene nodos complejos e indudables errores políticos que marcaron ―como asegura Rafael Martínez Ortiz en su libro Los primeros años de la Independencia―, el desarrollo político y social del país en las siguientes décadas.
No olvidemos, por ejemplo, cuando la Asamblea del Cerro depuso al Generalísimo Gómez por su candidez política y su ausencia de espíritu de venganza hacia los españoles que permanecían en la Isla. Se llegó al extremo de que el general José Lacret declarase: «si hoy se necesita quien fusile al general Gómez, aquí está un general».
El análisis crítico de los debates no debe invisibilizar el esfuerzo cívico e intelectual de personas que, meses antes, habían sostenido sus ideas pólvora mediante. Fueron, y deberían serlo dado el contexto actual, un ejemplo de compromiso y fundación para el país, aun desde la distancia que significan muchas de sus posturas políticas y personales.
Los procesos de cambio y transformación acarrean siempre desgarros propios. Esa ruptura, a veces, se produce orgánicamente, pero por lo general sucede a través de revoluciones. Al violentar los tiempos de transición, terminan entonces degenerando la concepción democrática del proceso.
En el caso cubano se pasó ―tras varios siglos de rígida línea política―, a la alternancia de varias corrientes políticas gobernantes en un lapso relativamente breve, decenio 1890-1899, (reformismo, con Salamanca, Polavieja, Martínez Campos; integrismo con Weyler; autonomismo y ocupación/anexionismo). Cada proyecto tuvo contradicciones propias, que generaron inconformidades y críticas en las columnas sobre las que se fundaría la República.
Medio de transporte en la Calzada del Cerro.
Siguiendo la tesis de O’Donnell-Schmitter, que establece tres etapas para las transiciones políticas: «liberalización, transición y consolidación democrática» (LTC), es posible analizar el tránsito del estado colonial al autonomismo, y a la posterior República independiente ―pasando por la ocupación militar estadounidense―, sin apenas sucesos de revanchismo y derramamientos de sangre.
A diferencia del período comprendido entre 1898-1902, el resto de las transiciones políticas en la Isla han estado marcadas por la violencia y la venganza hacia las personas —y sus bienes— vinculadas al régimen depuesto. Este enfoque, además, sirve de base para contextualizar aquella situación, pero también brinda sostén teórico para clarificar las circunstancias actuales de Cuba.
Liberalización-transición-consolidación
Aunque los estudios históricos cubanos con mayor alcance editorial muestran la evidencia del drama de la guerra por la independencia política, no siempre reflejan la carga social y familiar que acarreó. Es necesario añadir la idea de que simultánea a la gesta mambisa, se desarrolló una guerra civil en el seno criollo. Esta confrontación/conflicto generacional que estuvo gestándose durante el decenio de 1890-1899 se extenderá, aunque ya como una lucha de jerarquía que trasciende al formalismo político, hasta la guerrita de agosto de 1906.
Rafael Martínez Ortiz sostiene que es posible extender la línea de violencia política de los antiguos jefes mambises, más allá de estos sucesos de agosto. Los conflictos se suceden en catarata con posterioridad: confrontación Asbert vs de la Riva, Moleón vs Sánchez Figueras, masacre a los Independientes de Color (1912), levantamiento de La Chambelona… Evidencias de que aquella República naciente estaba lejos de resolver las dinámicas del poder en la Isla, e incluso, había exacerbado las diferencias entre las distintas corrientes involucradas en la contienda contra el poder peninsular.
Dicha espiral de violencia política regirá hasta la caída del dictador Gerardo Machado, en cuyo desenlace estuvieron envueltos los jóvenes del DEU nacidos bajo amparo republicano. Precisamente uno de ellos, Carlos Prío Socarrás, será el gran vencedor de lo que podría considerarse el último hecho democrático del republicanismo cubano: las elecciones presidenciales del 1ro. de junio de 1948.
El primer presidente, don Tomás Estrada Palma, había profetizado desde el inicio, en uno de sus discursos, que teníamos República, pero se necesitaban ciudadanos. El honrado pero laxo gestor, no desconocía el hecho de que fundar una nación no significaba que el conflicto generacional se diluyese bajo el triunfo independentista. En el actual 2025, como entonces, es necesaria la previsión política bajo unos términos mínimos de entendimiento nacional.
Calles interiores de La Habana.
Si al inicio de la República, y luego de treinta años de confrontación, la situación económica y estructural del país estaba agotada, más de un siglo después el desgaste nacional reviste mayor dramatismo.
En las dos últimas décadas del siglo XIX, que José Martí denominó «Tregua Fecunda», el poder peninsular había realizado aperturas en sus políticas hacia la Isla con la finalidad de mantener el control colonial a cambio de concesiones limitadas. Figuras como Pi y Margall o Rafael María de Labra, debaten en las Cortes españolas sobre la necesidad de aprobar una autonomía plena ―al estilo británico―, ante la previsión de un ciclo de posibles guerras.
Dentro de esta línea aperturista, se permite incluso que en 1890, Maceo visite La Habana gracias al permiso del general Salamanca ―fallecido durante la estancia del ilustre santiaguero. El país que conoce el general mambí se encuentra en un período de ligera renovación, pero cuyo progreso oscilante depende en gran medida del mando de cada Capitán General.
Surgían en aquel momento revistas y periódicos veladamente independentistas. El autonomismo tenía contradicciones en su seno. La cultura nacional emergía con figuras propias y una voz distante de las líneas peninsulares; sin embargo, dicho movimiento emancipador, si bien presente en las grandes ciudades, no dejaba de ser lento y discontinuo. Surge al amparo del propio poder colonial y choca permanentemente con los límites que este exigía.
El país, por tanto, no será el mismo durante los gobiernos de Polavieja (1890-1892), Martínez Campos (1895-1896) y Weyler (1896-1897). Cada uno impuso su propia línea de gobierno a bandazo, no siempre coincidente con la imperante en la Península. Ello provocaba, a su vez, una inestabilidad e incomodidad persistentes entre las clases económicas, intelectuales y sociales de la isla.
Celebración multitudinaria en las inmediaciones de Carlos III e Infanta, La Habana.
Por ello, mientras en las altas jerarquías militares y políticas se producen cambios de enfoque respecto al «problema nacional», los estratos populares de origen criollo y peninsular poseían una mirada más cercana y coincidente hacia ese poder.
En otro artículo, estos escribidores han señalado las coincidencias entre las demandas de las clases peninsulares y cubanas: «Las reivindicaciones de los cubanos eran extensibles a la situación de muchos españoles en la Península: bajos sueldos, una infraestructura atrasada, problemas sanitarios y sociales que asfixiaban a las clases bajas de la sociedad».
Ante la ineficacia de las tímidas aperturas políticas y de otros programas sociales ―como el peregrino repoblamiento rural de Cuba con labriegos peninsulares―, para 1893 era evidente que el país entraba en una nueva fase indetenible: la transición política, la cual se verá acelerada por el carácter independentista de una nueva generación, encabezada por José Martí. Mientras los políticos peninsulares creían controlar las reivindicaciones de los veteranos de la Guerra de los Diez Años, las palabras proféticas dichas por el general Polavieja en 1894: «en Cuba no se ha dejado de conspirar», evidenciaban la situación real de la Isla.
Repoblamiento rural de Cuba con labriegos peninsulares.
En su polémico libro La cubanidad negativa del Apóstol Martí, Arturo de Carricarte ejemplifica el desconocimiento por parte de las clases populares, aún en 1934, del ideario martiano. La esencia de la guerra independentista de 1895 fue contra el poder español, no contra los españoles. Sin embargo, en gran medida, los polemistas intelectuales de Martí ―como Sanguily, Varona, Raimundo Cabrera o Rafael Montoro―, la mayoría figuras del autonomismo, terminaron por asumir las ideas independentistas martianas y abanderan ese proceso de transición basados en el espíritu de concordia y cordialidad, alejados de la violencia revanchista.
Durante aquel período, no debe olvidarse la presencia de criollos enrolados en el Cuerpo de Voluntarios ―los Rayadillos popularizados por las películas de Elpidio Valdés―, y que constituyeron el enemigo más peligroso para los insurrectos. A diferencia de otros procesos independentistas, en el caso cubano la imbricación entre las fuerzas en conflicto era indisoluble, enlazando directamente con la propia esencia que se reivindicaba. Muchos de aquellos miembros del Cuerpo de Voluntarios provenían de organizaciones como los Bomberos, los clubes sociales o la propia Policía y, al finalizar la guerra, fueron confirmados en sus antiguos puestos.
«Patria es humanidad»
La idea martiana de fundar una sociedad «con todos y para el bien de todos», se apagó el 20 de mayo de 1902. La República imperfecta, visceral, demostró qué éramos entonces y qué debemos ser ahora. Naufragó entre los intereses personales de hombres de negocios y antiguos generales, reacios al juego plural de voces, sin exclusión por motivos políticos, que demandaba la nación.
Aun así, el crecimiento indetenible del país, apoyado sobre el ímpetu y unidad de las clases populares y de la emigración, demostró la capacidad del pueblo cubano de sobreponerse a los estragos de una cruenta guerra de independencia/civil. Entre la abolición definitiva de la esclavitud y la fundación de la República, habían transcurrido apenas dieciséis años. El gran triunfo democrático de la nación no llegaría hasta la Constitución de 1940, de tan escaso recorrido legal.
La «refundación de la nación», que emergió tras 1959 como resultado de un violento proceso armado y un posterior Estado con rasgos totalitarios, reescribió y controló el conocimiento de la historia republicana. Convertirnos en otros para que no hiciéramos lo mismo, ha sido durante décadas uno de los pilares de su poder.
Población reconcentrada recibiendo ayuda.
La transición efectuada en enero del 59 no tenía por qué haber sido violenta. Los juicios sumarísimos, los fusilamientos sin garantías legales, los presos políticos, la apropiación de bienes… no pretendían más que hacernos partícipes del miedo y la asunción del dogma de la Revolución como verdad salvadora de la república martiana.
Si no hubo entre 1898 y 1902 una transición violenta ―luego de tres años de breve, pero intensa guerra independentista/civil―, en medio de un país arruinado, insalubre, sin medios económicos, a merced de la migaja extranjera; no tiene por qué haberla en una Cuba actual. Las verdaderas ideas martianas no son las que ampararon a los excesos de 1959, sino las que los impidieron en 1898.
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*Este texto ha sido escrito por Ernesto Miguel Cañellas Hernández y Aries Madian Cañellas Cabrera.
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Imágenes pertenecientes al archivo de Charles E. Doty.