Nada personal
Este es mi tiempo de alambres y
Beyrut
de esa bomba callando
era verdad lo que Juanito dijo
la felicidad es una pistola caliente
un esplendor impensado una rosa
todos tenemos alguna estrella en la
puerta.
(Generación/Ramón Fernández Larrea)
***
Hace medio siglo que mi vida transcurre bajo un bombardeo escalonado, muy parecido al instante en que un jugador de voleibol salta para definir la altura de los bloqueadores contrarios y su compañero remata, bien duro, saltando por encima de él; a veces, son dos los que inician la jugada y un tercero quien la termina.
Un repaso serio y cronológico de esta estrategia explica la soberbia, incompetencia, e impericia política con que actuaron los censores del documental «La Habana de Fito», especialmente después de que quedaron con el trasero al aire; unos, porque demostraron la falta de ética con que han administrado los recursos del Estado; y otros, al exponer el vínculo de la Seguridad del Estado con cineastas de diferentes generaciones.
La carta que fue firmada por los Premios Nacionales de Cine, tenía el doble propósito de debilitar mi posición como artista y entregarme en bandeja de plata a un posible encausamiento. Cientos de chats, noticias, opiniones, análisis, exabruptos, entrevistas, conversaciones telefónicas, blogs, y la película de los colegas Miguel Coyula y Lynn Cruz, restriegan por el suelo la narrativa oficial que pretende tergiversar estos hechos. Y tengo la certeza de que todo ese abundante material es una buena oportunidad para filmar otro documental.
En la primera conversación con el viceministro Fernando Rojas, después de que censuraron el documental, recordé que en los días en que se preparaba el primer borrador de la Ley de cine, había conversado con algunos colegas que no me comprendieron ―ni tenían por qué―, cuando les aseguré que no confiaba en algunas de las gentes que llevaban la voz cantante en aquella primera Asamblea. Además, me llamó la atención el enfoque que le daba al problema un cineasta extranjero que impartía un taller en la Escuela de Cine de San Antonio, cuyo argumento encajaba ―como el pie de Cenicienta en la zapatilla de cristal―, con el de colegas con recursos y liderazgo para asesorar o desarrollar proyectos culturales.
Relacionando una cosa con otra, me di cuenta de que la decisión de censurar el documental también coincidía con mi solicitud para ingresar en un taller que impartiría un documentalista estadounidense. Les convenía ―todavía no tengo la menor idea de a quiénes―, aislarme para mentir.
La estancia en la escuela fue realmente agradable, además, ofrecía la oportunidad de que me alejara del centro de la polémica y observara con calma lo que estaba sucediendo. Le pedí a un amigo que me instalara un programa bajado de internet para grabar determinadas conversaciones, mismas que me sirvieron para defenderme y exponer mis argumentos delante de la Asamblea, frente a Inés María Chapman y, posteriormente, frente a la ley.
Susana Molina, directora de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, viajaba casi diariamente a La Habana para reunirse sabe Dios con quiénes, lo cual estaba claro entre nosotros; inclusive, cada conversación que tenía con Fito Páez se la resumía, como dos personas que saben de qué trata el asunto, pero ninguno quiere nombrarlo. Ocasionalmente aludía a personas o asuntos que sabía eran del interés, y pasados unos días alguien me los mencionaba. Presionaron de muchas maneras, algunas totalmente desproporcionadas pues podían dañar a mi familia.
En ese momento yo estaba concentrado en la post producción del documental con un estudiante de primer año de la escuela, pero justo el día antes de la fecha en que estaba convocada la Asamblea, me avisaron que la compañía telefónica trabajaba sobre los postes de la luz que rodeaban al cine Chaplin. Y eso lo cambió todo. Al mediodía en cuestión, almorcé con Susana Molina y dos ex alumnas, y les dije que tenían que parar, porque cada una de las personas que aparecen en ese documental, incluso en los créditos, tenían que ver conmigo o son parte ineludible de la memoria de muchas generaciones.
Susana me preguntó si asistiría a la reunión del día siguiente, y le mentí al asegurarle que bajo ningún pretexto lo haría. Por supuesto, era lo que deseaban escuchar, no obstante, para asegurarse, enviaron a comunicarse conmigo a diferentes personas. Buscando total discreción, debí engañar también a dos o tres amigos, que me preguntaron por su cuenta y de buena fe, y a los que me apena hasta hoy haber desinformado. Esa noche, antes de dormir, Susana volvió a indagar si asistiría a la reunión.
Lo que me afectaba seriamente de todo esto era el quiebre interior y la culpa que sentía, al engañar a personas que me conocían de toda la vida. Era algo que consumía muchísimas horas de tranquilidad en las que debía concentrarme en mejorar detalles del documental.
Conseguí un teléfono prestado, llamé a Z, un viejo amigo de la familia, y le conté mi punto de vista sobre lo que estaba sucediendo. Después de escucharme, puso su habitual cara de jugador de póquer, y me contó la fábula de los dos amigos que se cruzan con un oso enorme en las inmediaciones del bosque y uno corre a esconderse sobre la copa de un árbol, desde donde observa cómo la fiera se acerca al amigo, lo olfatea tranquilamente, y le susurra unas palabras, antes de internarse en el bosque. Cuando el peligro ha pasado, baja y pregunta a su amigo lo qué le había susurrado el oso. A lo que este respondió: «Que bajo ninguna circunstancia abandonara a un amigo».
En ese momento me fue imposible comprobarlo, pero estuve un par de semanas pensándolo, día y noche, revisando antiguos textos publicados en redes sociales u otros espacios, opiniones que se me escaparon, detalles que me posibilitaran comprender, no tanto lo que estaba ocurriendo, que estaba clarísimo, sino lo que podía suceder. Me di cuenta de que Z tenía razón, y sentí miedo de equivocarme juzgando a las personas.
Entre los materiales desempolvados, disfruté muchísimo el ciclo de conferencias «La política cultural del período revolucionario: Memoria y reflexión», organizado por el Centro Teórico-Cultural Criterios, que dirigía el crítico y teórico Desiderio Navarro. Tales conferencias se refieren a asuntos tan sensibles, de especial delicadeza, en los que la ausencia de información funciona mejor que la censura, debido a que los censores no precisan dominar el tema para desempeñar su razón de ser, que es proteger la narrativa oficial que emana del líder y, si fuera necesario, asumir la responsabilidad.
Entre todas, la conferencia que más me gustó fue la del escritor y guionista cinematográfico Arturo Arango «Con tantos palos que te dio la vida», leída el 15 de mayo de 2007 en el Instituto Superior de Arte (La Habana), delante de un auditorio integrado mayormente por jóvenes. Ella se refiere a momentos que me son familiares, y con los cuales podía interactuar mejor. Dice Arango casi al final:
«Me refiero, como ya muchos de ustedes estarán suponiendo, a los sucesos acontecidos en la librería el Pensamiento, de Matanzas, el 8 de diciembre de 1988, a partir de una lectura de los entonces jóvenes poetas Teresa Melo y León Estrada, lectura organizada, además, por jóvenes escritores matanceros o asentados en aquella ciudad.
Una conspiración en la que estaban implicadas personas del Ministerio del Interior, de la Dirección Provincial de Cultura y de la UNEAC, provocó que lo que debía ser una lectura de poesía terminara en una golpiza, de la que fue víctima también Carilda Oliver Labra, y varios de aquellos jóvenes apaleados pasaron la noche en un vivac. La radical e inmediata acción del Ministerio de Cultura y la UNEAC, y la sabiduría política desplegada por Armando Hart y Abel Prieto, hicieron posible que, para continuar con un lenguaje afín a aquel acto, el tiro saliera por la culata. De las demandas solicitadas por un numeroso grupo de escritores, sólo se incumplió la relativa a hacer públicas las medidas tomadas contra los conspiradores.
Como tantas veces, hubo agravio público y satisfacciones privadas. Sin embargo, el 23 marzo de 1989 se realizó un encuentro inusual entre el entonces ministro del Interior, general de división José Abrantes, y un grupo de intelectuales. La fecha escogida por el Ministro se relacionaba con el aniversario de la fundación de los Órganos de la Seguridad del Estado. En clara alusión a los vergonzosos sucesos de Matanzas, allí Abrantes dijo que ese organismo no podía “ver nunca a la cultura como un área de conflicto ni como una fuente de dificultades, sino como la gran fuerza transformadora que puede y debe ayudarnos a ganar esta batalla por la justicia continental y mundial, y por el mejoramiento humano, a nivel nacional”. Y, en palabras donde aparecen reminiscencias de El socialismo y el hombre en Cuba: “No queremos una cultura oficialista ni domesticada ni pasiva ni formalista, porque esa sería una cultura muerta, e incapaz de aportar algo a la solución de los problemas”, al tiempo que reconocía que no se trataba de “un camino fácil ni libre de obstáculos”. Aseguraba también que los intelectuales cubanos podrían contar con “la confianza, la comprensión y el respaldo del Ministerio del Interior”, y convocaba, desde la cartera bajo su mando, a un diálogo no sólo con “los que puedan opinar más cercanos a nosotros” sino también con aquellos “que tengan ideas distintas o que vean los problemas con otros matices o enfoques”.
El discurso de Abrantes confirmaba que se iba afianzando en otros ámbitos la política de respeto y dignidad para los escritores y artistas que comenzó, lentamente y en medio de incontables oposiciones, con la creación del Ministerio de Cultura, y puso fin a una prolongada etapa de desconfianzas y de recelos».
Recuerdo ese encuentro de marzo del 89 al que se refiere Arturo Arango. Aunque inicialmente no estuve invitado, el presidente de la AHS no podía asistir y me pidió que lo sustituyera. Presenté la invitación en la garita de entrada y, dado que el número de serie impreso en el sobre no coincidía con el de mi carnet de identidad, demoré un poco más que el resto en entrar a la salita del teatro.
En el escenario sobresalían, rodeados por una veintena de oficiales vestidos de verde oliva oscuro: Carlos Aldana, secretario Ideológico del Comité Central del PCC; Armando Hart, ministro de Cultura; Alfredo Guevara y Miguel Barnet. Al resto, nos ubicaron en la platea. Mientras transcurría el discurso, pensaba en quién de los cuatro le habría hilvanado esas ideas a Abrantes.
En cuanto terminó de leer, pasamos a una recepción. Allí me mantuve casi todo el tiempo alejado de la parte seria, conversando con Bebo Mirabal, un amigo de Abrantes, vinculado familiarmente con el cine, que sacaba los tragos y los canapés, discretamente del pantry. De repente, el filólogo Raúl Fidel Capote le dijo a Armando Hart que los jóvenes esperábamos de él un discurso similar al que el ministro del Interior acababa de pronunciar. Esto ocurrió delante de Carlos Aldana, con el que Hart mantenía profundas diferencias, pero en ese instante los dos sabían que posiblemente ese discurso lo había revisado Fidel Castro. Abrantes aprovechó la incómoda situación para pedirle al entonces jefe de la Policía cubana, un general, que se disculpara por los golpes propinados a los poetas en Matanzas. Y esa fue la puesta en escena que todos los presentes vimos.
Cuando llegué a mi casa, lo conté todo delante de algunas visitas que, inmediatamente, reaccionaron según el contexto. El director de teatro Adolfo de Luis lo percibió como un espaldarazo de Fidel a Hart en medio del forcejeo con Aldana; y el periodista y escritor Jaime Saruzky lo relacionó más con la influencia en nuestra vida de la Perestroika y la Glasnost. En cambio, Z lo percibió de un modo diferente: «Algo muy jodido está sucediendo en este país, dijo, porque Pepe ―se refería a Abrantes― está para hacer todo lo contrario de lo que dijo».
Tenía razón. Apenas ochenta y un días después, la Causa no. 1 originó un tsunami que arrasó con la quinta, los mangos, y los semidioses, entre ellos, el propio Abrantes.
El 4 de agosto del 89, como inicio de la desaparición de toda esta época, se prohíbe la circulación de las revistas soviéticas Spútnik y Novedades de Moscú. En una conversación con Hart en la casa de visita del Partido, en Ciego de Ávila, a propósito de esta prohibición, el ex ministro de Cultura nos advirtió a un grupo de jóvenes intelectuales que en nuestro país las decisiones políticas «estaban por encima de la razón».
En una carta que envié al crítico Rufo Caballero el 30 de enero del 2008, a propósito de su texto «El Teleplay es la ciencia de la frivolidad», escribí:
«Sabes lo que me gustaría y pienso que sería beneficioso para la formación de Los Inquietos, que pudieran leer en cualquiera de las revistas especializadas, digo, por ejemplo, en Temas, algunos análisis históricos, sociológicos, filosóficos, sobre el método de formación y selección de los cuadros, antes y durante la Revolución. Porque una vez me contó Edwin Fernández que el día que presentó el retiro, un funcionario de la televisión lo llamó para preguntarle por qué se retiraba. Edwin, que era un hombre de profunda tristeza en su carácter y enjundioso sentido del humor, le respondió que había soñado que la revolución no estaba, que a Mestre le había sido devuelto CMQ, y que la persona con la cual debía entrevistarse no era otro que ese mismo funcionario».
Hace años que tengo conciencia del final de la generación histórica, convencido de que la Revolución cumplió su ciclo, y que la mayor responsabilidad del fracaso recaerá, indudablemente, sobre ellos. No es ético gobernar durante tantos años para que el altruismo del pueblo termine convertido en el hambre de muchos y el enriquecimiento de pocos. La tacita de oro que tanta sangre costó, está en peor estado que el 31 de diciembre de 1958, y la realidad sugiere que el gobierno continúa prefiriendo denunciar un culpable antes que resolver el problema.
Hoy sé que el motivo que inspiró el Coloquio fue la urgencia por impedir que el pasado conquistara nueva fama, pero en mi criterio, el modo en que se narran determinados hechos impide que los jóvenes se acerquen a estos temas desde su propia perspectiva generacional, por lo que considero mi deber como intelectual, contarles que la libertad de expresión no es un permiso para filmar, publicar, exhibir, representar o impartir una conferencia. Mi interés ―e intensión― con estas remembranzas, continúa siendo que los jóvenes reciban la mayor cantidad de información que los conduzca a completar los vacíos derivados de la narrativa oficial.
El próximo año se celebrará en Cuba el centenario del nacimiento de Fidel Castro, se dice y se lee con facilidad. Seguramente, se publicarán ensayos, biografías, tesis doctorales, investigaciones profundas, y se exhibirán documentales, películas, y series para la televisión, a la vez que avanzamos hacia un escenario de violentos enfrentamientos para el que no estamos ni remotamente preparados, teniendo en cuenta que la Seguridad del Estado no despareció después de las UMAP, ni cuando terminó el Quinquenio Gris, ni durante la fundación del Ministerio de Cultura, ni después de la caída del Muro de Berlín, ni con la prohibición de Pancho Céspedes, ni con el maltrato a Pablo Milanés, ni con el sabotaje al extraordinario festival de música que distinguía, nada más que respirando, Leo Brouwer, ni con la denuncia de sus atropellos.
La Seguridad del Estado empezará a desaparecer cuando los artistas y los intelectuales defendamos nuestro derecho a ser ciudadanos; no solamente a expresarnos con entera libertad.
----- Original Message -----
From: Desiderio Navarro
To: criteria
Sent: Thursday, May 17, 2007 9:17 PM
Subject: El Centro Teórico-Cultural Criterios le envía los textos de las más recientes conferencias de su Ciclo "La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión"
A partir de mañana los textos de ambas conferencias también estarán disponibles en files PDF en el sitio web de Criterios, www.criterios.es, para su libre descarga, tal como ya lo están los textos de las conferencias anteriores.
Heras León El Quinquenio Gris.pdf 77.5kB
Arango Con tantos palos.pdf 128.1kB