Después del relato único: claves para una narrativa transicional en Cuba
«La guerra es paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es fuerza». Con esta tríada desconcertante, que servía de lema al partido gobernante en la novela 1984, George Orwell reveló las esencias de muchos regímenes políticos: su obsesión por controlar la realidad y reescribir su significado. En ellos, el poder no se contenta únicamente con el dominio físico o institucional; se ejerce asimismo sobre el lenguaje, la memoria y la percepción colectiva. La propaganda, cimiento del orden que moldea el sentido común, define lo aceptable, borra el pasado y anticipa el futuro. Quien domina la narrativa no necesita ejercer violencia física, pues instala «su» verdad.
El régimen cubano ―que desde el inicio monopolizó los medios de comunicación y se aseguró de que la «narrativa oficial» fuera sembrada en la gente―, tras más de seis décadas de ejercicio del control, es ejemplo de un relato que ha funcionado como escudo, cárcel y catecismo. En paralelo, potenciadas por la irrupción de Internet, han emergido también diversas narrativas que se le oponen, tanto dentro de la Isla como en la diáspora, y que promueven visiones sobre cómo debería ser el futuro tras una transición.
No obstante, es común encontrar que la paleta de colores se reduce muchas veces a la reproducción de una lógica binaria del blanco y negro: por un lado «todo fue heroico» o, en contraste, «todo fue criminal». Es clave entonces abrir paso a un relato más maduro, donde los cubanos no estén obligados a elegir entre la nostalgia manipulada y el odio total. La nación necesita recuperar el sentido de un «nosotros» que trascienda los escombros de seis décadas de dictadura, y eso solo será posible si se construye una nueva narrativa, que denuncie el daño sufrido, pero proponga un horizonte renovado de justicia, democracia, reconciliación y reconstrucción compartida.
La narrativa oficial
El discurso del régimen se ha construido sobre pilares ideológicos bien definidos. En esencia, presenta al gobierno surgido en 1959 como guardián y defensor de la soberanía nacional y la justicia social, legitimado por una gesta histórica emancipadora, con un fuerte componente de antimperialismo selectivo enfocado contra Estados Unidos. En consecuencia, cualquier problema es atribuido al «recrudecimiento del bloqueo», y los constantes vaivenes de política interna son admitidos bajo fórmulas abstractas y eufemísticas: «rectificación de errores», «actualización del modelo», «ordenamiento», y, más recientemente, «ordenamiento del ordenamiento» o «corrección de distorsiones».
Ello sustenta una de las líneas narrativas centrales: por un lado, la «continuidad» persistente del enemigo histórico; por otro, la «continuidad» de un modelo de gobierno «del pueblo, con el pueblo y para el pueblo», que no habría cambiado en esencia, sino evolucionado o adaptado a los contextos.
En adición, tal narrativa encuentra una especie de sustento místico en la figura de Fidel Castro —«novio de todas las niñas que tienen el sueño recto», diría Carilda Oliver—, quien no encarna una trinidad, sino un cuadrado simbólico: Partido, Estado, Gobierno y Revolución. Se le representa como líder casi mesiánico, garante de la soberanía y la integridad nacional, pero también como padre proveedor y severo, encargado de mantener el orden. La frase «la Revolución no deja desamparado a nadie» resume el pacto social fundacional: mínimos de bienestar a cambio de obediencia absoluta.
«Yo soy Fidel» es una de las frase usadas como slogan por la propaganda cubana tras la muerte de Fidel Castro. (Foto: Reuters)
La crisis sistémica, agravada por el deterioro de la actual dirigencia —una generación de «cuadros» más leales que competentes—, ha desgastado hasta el absurdo tal narrativa. Las reformas fallidas de los últimos años, incluidos los drásticos recortes al gasto social iniciados bajo el mandato de Raúl Castro, y la ausencia de un aliado económico que compense las distorsiones estructurales y el impacto de las sanciones internacionales, han fracturado el pacto social y empujado a miles a la pobreza.
Con la muerte de Fidel Castro se perdió la figura «paternal», y con la profundización de la crisis y las reformas fue restringido el componente asistencialista. Solo resta entonces la vertiente represiva. El descontento se ha gestionado con un reajuste en la balanza: menos protección estatal; más represión al disenso y la crítica. Sin una estrategia para revertir la situación, el gobierno adopta la postura inquisitorial de quemar a los enemigos y prometer a sus fieles un paraíso que jamás llega.
Las narrativas opuestas
Frente al quiebre del monopolio narrativo del régimen, la oposición cubana —diversa y dispersa— intenta articular sus propios discursos sobre el cambio político. Aunque comparten el objetivo de una Cuba democrática, existen diferentes enfoques y maneras de entender la «democracia» y la transición. Intentaré sintetizarlas en dos grandes grupos, llenos de matices a lo interno:
Enfoque moderado o gradualista: Aboga por una transición negociada, que evite la violencia, la profundización del colapso y el caos. Sus portavoces plantean que la salida óptima es a través de un pacto nacional que incluya a sectores del régimen no comprometidos con crímenes graves. Promueven el diálogo con supervisión internacional, la concertación y cambios legales graduales que abran el sistema. Tal enfoque busca generar confianza incluso en sectores del oficialismo y las Fuerzas Armadas no vinculados con violaciones a los derechos humanos. Es una postura pragmática, dada la situación nacional, en que una ciudadanía indefensa y en la precariedad, se enfrenta a un régimen que usa la violencia trasgrediendo todo tipo de límites.
Enfoque radical o de ruptura: Sostiene que el régimen no cederá jamás voluntariamente, por lo que la transición debe ser forzada mediante el uso de la violencia si es preciso. Este sector rechaza diálogos con la dictadura y ve la solución en la presión máxima: endurecimiento de sanciones internacionales, aislamiento diplomático, y apoyo a una implosión interna. En casos extremos, algunos han llegado a respaldar abiertamente la idea de una intervención militar foránea para derrocar al gobierno. Esta postura carece de apoyo organizado dentro de Cuba y suele ser aprovechada por el régimen para desacreditar al conjunto de la oposición. La mayoría de líderes opositores pacíficos, incluso en el exilio, ha tomado distancia de cualquier salida violenta o impuesta desde el extranjero.
En realidad, la línea divisoria no siempre es nítida, existen matices intermedios. La mayor parte de opositores y activistas cívicos cubanos comparten elementos de ambas narrativas. Por ejemplo, desean cambios pacíficos antes que violentos, pero desconfían de la hipotética negociación con un gobierno que criminaliza la disidencia e incumple sus compromisos. Las condiciones autoritarias en Cuba han dificultado la articulación de un discurso opositor único y efectivo, basado en acuerdos mínimos.
Según los teóricos de las transiciones —Juan Linz, Leonardo Morlino, Guillermo O’Donnell, por solo mencionar tres—, las experiencias más exitosas suelen darse cuando los moderados de la oposición logran pactar con reformistas dentro del régimen, de forma que se aíslan los extremos de ambos bandos. Aplicado a Cuba, esto sugiere que una narrativa de cambio triunfante deberá incentivar alianzas amplias, invitar a sectores cansados dentro de la élite gobernante a sumarse a una transformación, a la vez que convence a la ciudadanía de que es posible cambiar sin caer en el caos. En otras palabras, ni la fantasía del relámpago violento ni el inmovilismo del miedo deberían dominar el relato, sino una visión creíble de transición segura, inclusiva y guiada por valores democráticos.
Lecciones de otras transiciones
Para orientar la narrativa de un cambio en Cuba, resultaría útil comparar con experiencias internacionales donde también se debió equilibrar justicia, reconciliación y estabilidad al transitar desde regímenes autoritarios. No obstante, es importante dejar claro esto: no existe transición perfecta, todas han tenido debilidades y fortalezas.
España (1975-1978): La narrativa que prevaleció en la transición española, tomada frecuentemente como modélica, fue la de la «reconciliación nacional», basada en el perdón y en cierto olvido del pasado en pro de la democracia. Bajo la idea de «unidad de todos los españoles», se acordó no reabrir las heridas de la contienda fratricida. En la práctica, los detractores del procesos aseguran que esto significó que los verdugos del franquismo quedaron impunes, y las víctimas relegadas en aras de la reconciliación. La amnistía general de 1977 implicó un pacto de olvido tácito: el pasado traumático fue apartado con la esperanza de sanar divisiones.
Esta estrategia de «borrón y cuenta nueva» facilitó una transición sin violencia y cimentó una democracia estable. Sin embargo, tuvo costos: décadas después, España enfrenta deudas de memoria histórica. La lección es que la reconciliación mediante el olvido puede dar paz inmediata, pero deja pendientes morales que resurgen. Para Cuba, el ejemplo español sugiere que un llamado a la unión y la moderación puede evitar revanchas y garantizar estabilidad en el corto plazo, aunque habría que manejar cuidadosamente el tema de la memoria y la justicia para no perpetuar agravios.
Propaganda durante la campaña para la aprobación de la Constitución española. (Foto: Mapa de la Memoria Democrática)
Chile (1988): La narrativa de la transición combinó esperanza, verdad y gradualidad. La dictadura de Pinochet concluyó tras el plebiscito de 1988. La pieza Chile, la alegría ya viene fue el genial eslogan optimista del «No». Posteriormente, el presidente Patricio Aylwin impulsó la «Justicia en la medida de lo posible», y el Informe Rettig (1991) reconoció a las víctimas de violaciones de derechos humanos. A diferencia de España, en Chile sí se sacó a la luz la verdad del horror; sin embargo, inicialmente se mantuvo la amnistía que garantizaba impunidad a los militares por crímenes anteriores a 1978, con lo que se buscaba que las Fuerzas Armadas aceptaran la transición.
La narrativa oficial de los nuevos gobiernos fue de reconciliación sin ruptura total: se propició el reencuentro, pero no se desmontó de inmediato todo el legado autoritario (de hecho, Pinochet se mantuvo como comandante del ejército hasta 1998 y senador vitalicio hasta 2002). Este delicado equilibrio permitió consolidar la democracia chilena, aunque dejó la sensación de un proceso incompleto. Al respecto, el intelectual Jorge Edwards señalaba: «la transición no ha terminado y la reconciliación no ha comenzado». La experiencia chilena muestra que una narrativa de futuro compartido con justicia gradual puede funcionar. Es decir, reconciliarse no implica impunidad perpetua, pero sí puede requerir tiempo y pasos sucesivos para que la verdad y la justicia se abran paso sin desestabilizar la sociedad.
Europa del Este (post-1989): Las transiciones en Europa Central y Oriental tras la caída del comunismo ofrecieron narrativas variadas. En Alemania Oriental, Checoslovaquia, Polonia, Hungría, etc., hubo un fuerte componente de «retorno a Europa» y a los valores de la libertad, que unificó a la ciudadanía. Muchas de estas transiciones fueron negociadas pacíficamente (la Revolución de Terciopelo en Checoslovaquia, la Mesa Redonda polaca) y asumieron la ruptura con el totalitarismo pero sin revancha sanguinaria.
Un instrumento clave fue la depuración de cargos públicos a quienes habían sido parte de los aparatos represivos, sin necesidad de encarcelar masivamente. Esta estrategia ayudó a limpiar instituciones y satisfacer en parte el reclamo moral, al tiempo que evitaba juicios interminables (aunque algunos perpetradores sí fueron procesados). Hubo excepciones: en Rumanía, por ejemplo, la transición fue violenta (ejecución de los Ceaușescu), pero la mayoría de países optó por transiciones pacíficas y rápidas, que los integraron luego a la UE como garantía de no retorno al autoritarismo. Para Cuba, la enseñanza es que resulta posible desmontar una dictadura siempre y cuando se delimite quiénes violaron derechos gravemente. Esto envía un mensaje potente: se acaba una era, pero no habrá cacería generalizada, solo justicia con los responsables principales.
Hacia una narrativa de transición para Cuba
¿Qué narrativa estratégica podría proponerse para una eventual transición, que facilite la reconstrucción nacional y la reconciliación entre cubanos? A continuación, se esbozan elementos clave basados en las lecciones históricas y en nuestra realidad:
Unidad nacional inclusiva: Enfatizar que Cuba es de todos los cubanos, sin excluir a nadie por su ideología pasada o lugar de residencia, es un punto tan polémico como vital. Esto implica derribar la dicotomía impuesta por el régimen entre «revolucionarios» y «traidores». El discurso de transición ha de invitar a participar en la reconstrucción tanto a cubanos de la Isla como a la diáspora, lo que sanaría la brecha que el propio régimen fomentó con décadas de propaganda contra el exilio. Ejemplos concretos serían llamados al regreso de los emigrados, garantías de respeto a la propiedad de residentes y retornados, y gestos simbólicos de reencuentro. La idea es: «somos una sola nación y juntos vamos a levantarla».
Pluralismo, respeto a la diversidad y fin de la exclusión política: Para contrarrestar el mito de la unidad monolítica, la narrativa transicional debe celebrar la diversidad política y el debate como lo que son, algo positivo. Resaltar la pluralidad, la deliberación, y la igualdad política, no como fuente de división, sino como riqueza. Esto rompe con la noción de que solo el partido único garantiza la salvaguarda de la patria. El mensaje puede ser: «una Cuba soberana y próspera solo es posible con participación de múltiples voces». Nadie tiene el monopolio del patriotismo.
Reconciliación y no revancha: Debe garantizarse un lugar en el futuro para quienes no hayan cometido crímenes ni violaciones a los derechos humanos, especialmente a funcionarios, militares y militantes de base que decidan apoyar el cambio, o al menos no oponerse. Este componente busca generar confianza en los sectores que hoy temen a un cambio del sistema. Un compromiso público podría ser una Ley de Reconciliación Nacional, que incluya amnistías condicionadas para agentes del régimen que cooperen con la democratización, junto a garantías de que nadie será perseguido por sus creencias pasadas. El énfasis estará en «mirar hacia adelante» en lugar de ajustar cuentas. No obstante, reconciliación no equivale a olvido: habrá justicia, enfocada en la verdad, la reparación y la no repetición, más que en el castigo indiscriminado. Se busca la paz social sin renunciar a la verdad sobre los abusos cometidos.
Memoria veraz y narrativa compartida del pasado: Para poder reconciliarse, Cuba deberá recontar su historia de manera inclusiva y honesta. La nueva narrativa podría proponer una Comisión de la Verdad que esclarezca violaciones de derechos humanos (prisioneros políticos, fusilamientos, exilios forzados, etc.) y reconozca el dolor de todas las familias cubanas —tanto víctimas de la dictadura de Batista como del castrismo. Esto ayudaría a construir una memoria nacional equilibrada. Iniciativas similares en otros países (las comisiones en Chile, Sudáfrica, etc.) enseñan que sacar la verdad a la luz, aunque doloroso, sienta las bases de una reconciliación genuina a largo plazo. La narrativa transicional debe, por tanto, incentivar el diálogo sobre el pasado sin tabúes. Importante será apoyarse en símbolos nacionales compartidos (por ejemplo, José Martí, cuyo ideario de amor patrio ha sido invocado tanto por cubanos de derecha como de izquierda).
Reconstrucción económica y bienestar como objetivo común: Cualquier propuesta debe ilusionar a la población con mejoras tangibles en sus vidas, en un vínculo del discurso político con las necesidades cotidianas. Después de años de crisis económica, migración masiva y deterioro de servicios básicos, es imperativo un programa de reconstrucción nacional: recuperación de la producción agropecuaria, modernización de infraestructuras, apertura a inversiones y turismo responsable, fortalecimiento de educación y salud sin politización, etc. Este componente material del relato es clave para ganar apoyo amplio, incluyendo a aquellos que quizás no se movilizan por ideales democráticos abstractos, pero sí por la esperanza de una vida mejor. «Que la Cuba próxima sea una Cuba próspera», puede ser la idea que lo vertebre.
Apoyo internacional y garantías externas: Por último, la narrativa debe reconocer el papel de la comunidad internacional como aliada de la transición, no como tutora. Es decir, contrarrestar el temor a la pérdida de soberanía con la muestra de que una Cuba democrática será dueña de su destino, pero en cooperación con el mundo libre. Países e instituciones cercanas estarán dispuestas a mediar y respaldar un pacto de reconciliación (por ejemplo, la Iglesia Católica, la Unión Europea, Naciones Unidas y países latinoamericanos y de otras áreas). Esto añade credibilidad y la certeza de que la integración a instancias internacionales benefició a otras naciones. La perspectiva de acceder a mercados globales e instituciones financieras y de cooperación, puede ser un incentivo poderoso para abrazar el cambio.
La narrativa de una transición orientada a la reconstrucción y la reconciliación en Cuba, deberá tejer cuidadosamente todos estos hilos: unidad, pluralismo democrático, reconciliación sin impunidad, memoria equilibrada y promesa de prosperidad. Se trata de ofrecer un relato alternativo, esperanzador pero creíble, que rompa el hechizo del miedo sembrado por la dictadura y ofrezca a cada cubano un lugar en el porvenir. Debe convencer, tanto al opositor acérrimo como al ciudadano aún leal al gobierno, pero cansado de la crisis, e incluso, a elementos pragmáticos dentro del régimen.
No será fácil, implicará desmontar décadas de propaganda y superar profundas desconfianzas. Pero experiencias históricas enseñan que un cambio de sistema necesita también un cambio de historia. El pueblo cubano requiere un nuevo imaginario, donde el futuro compartido prime sobre las divisiones del pasado. Ese relato de vida, unión y renovación, respaldado por acciones coherentes, puede ser la piedra angular para lograr una Cuba democrática, reconstruida material y moralmente, en la que la reconciliación cierre el largo capítulo de enfrentamiento entre hermanos y abra uno nuevo de libertad y desarrollo.
***
Imagen principal: Sasha Durán / CXC.