El desprecio como forma de gobierno

Mientras en Cuba la gente vive los últimos días del año entre la enfermedad y la oscuridad provocada por un sistema electroenergético agonizante, un diputado a la Asamblea Nacional ensaya, quizás sin advertirlo, una apología del capitalismo. Es decir, reconoce de manera tácita el fracaso de un proceso político que está a punto de cumplir sesenta y siete años y del cual forma parte en su condición de «legislador». En paralelo, y cuando miles de mesas permanecen vacías por la escasez crónica de alimentos, un «doctor» aparece en la televisión nacional para reprender los hábitos alimentarios ancestrales de los cubanos, calificándolos de excesivos y foráneos. Si esa no es una forma surrealista de cerrar el año, cuesta imaginar cuál podría serlo.

Hace pocos días ―en un ciclo personal de cine sobre la Segunda Guerra Mundial―, volví a ver El Hundimiento (2004), película que recrea los últimos días de Hitler y su círculo íntimo en el búnker de la Cancillería del Reich. Hay una escena que, vista a la luz de los acontecimientos, resulta especialmente reveladora: ante la muerte de civiles en las calles de Berlín por la ofensiva aliada, Joseph Goebbels confiesa no sentir compasión; para él, la población alemana eligió su destino al elevarlos al poder y, por tanto, debía pagar su parte.

En dicha escena no se aprecia dolor ni responsabilidad por el cataclismo causado, solo desprecio hacia un pueblo que ha fallado a la idea que el poder tenía de sí mismo. Más allá de su valor cinematográfico e histórico, el fragmento funciona como clave interpretativa. El desprecio por el pueblo no es una anomalía tardía de los regímenes en crisis ni un subproducto del fracaso, sino que con frecuencia se presenta como una condición transversal. En el caso cubano, ese desprecio es un punto de partida.

El castrismo se fundó sobre una premisa ambiciosa y peligrosa: el pueblo cubano —con sus hábitos, creencias, aspiraciones y límites— no era adecuado para el proyecto político que se pretendía construir, por ello era necesario transformarlo, corregirlo, sustituirlo. De ahí la tesis del «hombre nuevo», presentada como ideal ético al que aspirar, pero utilizada en la práctica como coartada para reprimir al hombre existente. Aquel acto inicial encierra una jerarquía insalvable, pues quien se atribuye la misión de crear un nuevo tipo de ciudadano se sitúa, inevitablemente, por encima de él.

Al proceder así, el poder dejó de concebirse como representación del soberano y comenzó a asumirse como tutor moral, como selector antropológico. «¿Cómo va a ser soberano de algo un pueblo tan limitado?», bien pudieron preguntarse los «camaradas» barbudos, reunidos alrededor de la piscina de alguna casa recién expropiada en Siboney. Desde ese momento el pueblo fue despojado de su condición de sujeto político y se tornó «barro moldeable».

Por desgracia, la cuestión no se limita al plano discursivo o filosófico, ¡ojalá fuera así! Ese desprecio fundacional se tradujo en una extensa cadena de experimentos ambiciosos, a la par de absurdos. En el terreno económico, el Cordón de La Habana, la Zafra de los Diez Millones o la desaparición de la ganadería a causa de cruzamientos fallidos concebidos desde despachos; ilustran bien esa lógica. En el plano social, las UMAPs como laboratorios de corrección moral, la implantación del Servicio Militar y las escuelas internas en el campo para «formar» jóvenes lejos de sus familias; respondieron al mismo impulso autoritario.

«Pioneros por el comunismo, ¡seremos como el Che!», gritaron desde finales de los años sesenta miles de niños que, con el tiempo, emigrarían a Estados Unidos por el Mariel, o en balsas durante los noventa, o a través de la «ruta de los volcanes» más recientemente. Son los mismos que protestaron contra el régimen durante el Maleconazo del 94, o los que salieron a las calles el 11 de julio de 2021 y en las jornadas que le siguieron, y también los cientos que hoy engrosan la lista de presos políticos.

No obstante, lo más notable de la desconfianza estructural hacia la sociedad ―mezclada, pues ingenuos no somos, con un deseo patológico de concentración de poder―, fue la progresiva demolición de cualquier estructura democrática y la abolición de la propiedad privada. Ello se hizo en favor de un Estado que se arrogó la superioridad moral y técnica de administrar lo que, en teoría, era propiedad común, pero que se consideró demasiado importante como para dejarla en manos de los ciudadanos.

Durante décadas, ese desprecio vino envuelto en el lenguaje de la épica y la pedagogía; por ello se hablaba de sacrificio, creación de conciencia, y formación. Actualmente, en los días de la descomposición del régimen, el desprecio adopta formas más burdas y cínicas, y se revela sin disfraces. Ahí están el «doctor» que culpa por sus hábitos alimentarios a una población hambreada —que no es el primero ni, presumiblemente, será el último—, o la ministra que habló de los pobres como si fueran una anomalía moral. Ante la ausencia de épica y de proyecto redentor, solo queda la mirada por encima del hombro.

Estas son las manifestaciones más descarnadas de esa lógica; sin embargo, el desprecio del poder en Cuba hacia un pueblo al que considera inferior, y cuya contracara es la autopercepción de superioridad, también adopta formas más sutiles. Dos resultan esclarecedoras. La primera es la externalización sistemática de la culpa: el «bloqueo» como explicación universal de la crisis económica, o El Toque convertido en chivo expiatorio de la depreciación de la moneda. La segunda es el reproche plañidero hacia la sociedad: el pueblo come mal, no trabaja lo suficiente, se queja por nimiedades y no comprende el sacrificio que realiza el gobierno por él. En ambos casos el poder se absuelve degradando a los gobernados y, en esa operación, más allá de la propaganda y la irresponsabilidad política, aflora un profundo desprecio.

Denunciar ese desprecio, válido es que se diga, no pretende idealizar al pueblo. Ninguna sociedad está exenta de problemas culturales, económicos o cívicos. Pero una cosa es la crítica que se enfoca en mejorar, y otra, muy distinta, la descalificación visceral desde una posición de superioridad. El castrismo, y su versión degradada en el poscastrismo, promovió una inconformidad arrogante, vertical y elitista respecto al pueblo.

El régimen cubano no fracasó a pesar de despreciar al pueblo, sino precisamente porque lo hizo. Cuando la política parte de la negación del sujeto que pretende gobernar, termina inevitablemente en imposición, violencia y ruina. Esa es la raíz del autoritarismo. También es la razón por la que ningún régimen con tales características logra eternizarse; aunque alguno consiga prolongarse más que otro.

En ello radica una de las lecciones más importantes de este proceso político-social degenerativo que en unos días celebrará aniversario. Cuando Cuba logre romper el ciclo de empobrecimiento material, exclusión política y degradación moral, será imprescindible que la ciudadanía desconfíe de los discursos políticos que comienzan declarando inadecuada a la sociedad que pretenden gobernar, pues toda transformación auténtica parte del reconocimiento, no del desprecio.

Hay un serio peligro en creer que solo una élite iluminada sabe lo qué significa «ser mejor» y está legitimada para llevarlo a la práctica. En ese punto, la política pierde el respeto por la gente, se arroga la misión de corregirla y se convierte en ingeniería social autoritaria. Todo lo demás lo hemos probado y el resultado está a la vista.

Bien decía José Martí que «los pueblos no están hechos de los hombres como debieran ser, sino de los hombres como son». En Cuba, cualquier cambio importante deberá comenzar por cambiar primero al poder que ha hecho del desprecio una forma de gobierno. Quizás 2026 sea el año en que eso suceda.

***

Imagen principal: Victoria Blanco / CXC.

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José Manuel González Rubines

Investigador, periodista, y profesor. Máster en Democracia y Buen Gobierno por la Universidad de Salamanca.

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