Cuba, justicia sin revancha: una transición entre ruinas y esperanzas

Hay momentos en la historia de un país —raros, tensos, irreversibles— en los que no se trata de mirar atrás para castigar, sino para poder seguir caminando sin tropezar eternamente con las mismas piedras. Cuba se acerca nuevamente a otro de ellos, luego de aquel 1898. Y lo hará con una mochila llena de duelos no cerrados, silencios impuestos y heridas mal suturadas.

Desde 1959, la Isla ha vivido bajo un régimen autoritario que dejó su huella en cada casa, en cada conversación que no se tuvo, en cada pariente que se fue o que nunca volvió. Prisiones por pensar distinto, censura por escribir con honestidad, fusilamientos sin apelación, exilios a la fuerza y cadáveres flotando en mares y selvas. La transición democrática, cuando llegue, ojalá sea pronto, no será un paseo: será una cirugía a corazón abierto y sin anestesia.

Las alternativas a tal transición pudieran ser de venganzas desatadas, revanchismos ciegos, guerras fratricidas. Y nadie —al menos nadie con un mínimo de sensatez— quiere eso para Cuba. De modo que la pregunta clave no es si habrá justicia, sino cómo construir una justicia que no perpetúe el daño. ¿Cómo sanar sin sepultar la memoria? ¿Cómo mirar al otro sin rencor, pero con verdad?

La respuesta, según algunas voces dentro y fuera de la Isla, está en la justicia transicional: un modelo que nació en Sudáfrica, Argentina o Colombia y que no ha sido fácil o acabada, pero sí un mapa para salir del túnel sin perderse en el camino.

Ni perdón barato, ni castigo puro

Lo primero que hay que entender es que esto no va de venganza ni de olvido. La justicia transicional no es una amnistía disfrazada, pero tampoco una guillotina moral. Es un sistema complejo, imperfecto pero valioso, que combina verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. En Cuba, esto significaría nombrar, por fin, lo innombrable: los abusos contra disidentes, artistas, religiosos, periodistas, ciudadanos comunes. Nombrarlos, contarlos y —sobre todo— reconocerlos.

Y aquí viene un punto que puede parecer obvio, pero no lo es: todo debe empezar con el reconocimiento oficial del daño causado. No con excusas históricas, ni con discursos vacíos, sino con una admisión clara, sin rodeos, de que el Estado persiguió, silenció y destruyó vidas. Sin ese gesto —político, simbólico y profundamente humano—, cualquier intento institucional será percibido como simulacro.

Después vendrán las leyes, los tribunales especiales, la reforma constitucional. Un andamiaje nuevo, alineado con los tratados internacionales que hoy Cuba ni siquiera reconoce. Pero, al mismo tiempo, habrá que desenterrar la verdad. Incluso si duele. O especialmente si duele.

Justicia, pero también economía… y memoria

Sería ingenuo pensar que con una Comisión de la verdad y unos cuantos juicios todo se resolverá. La transición cubana deberá afrontar una crisis económica sistémica, una escasez no solo de alimentos o divisas, sino también de confianza, institucionalidad y horizonte. Si no se resuelven esos déficits, los mejores esfuerzos de justicia podrían hundirse bajo el peso de nuevas frustraciones.

Por eso, la justicia transicional en Cuba no puede estar sola: debe formar parte de un proyecto más amplio de reconstrucción nacional. Uno que sepa que no basta con prometer, sino con implementar. Que comprenda que una reparación simbólica sin pan es apenas un gesto vacío, y que sin justicia, el desarrollo será siempre sospechoso. Y aquí precisamente viene el papel de la diáspora y la comunidad internacional.

Colombia: lecciones desde otro abismo

El caso colombiano, desde mi punto de vista, ofrece una brújula. Allí, tras un conflicto armado devastador, se creó un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición. ¿Fue perfecto? No. ¿Fue útil? Mucho. La JEP (Jurisdicción Especial para la Paz) intentó equilibrar castigo y reconciliación: prisión para quien no colabore, reparaciones y trabajo comunitario para quien reconozca sus actos y ayude a sanar. No gustó a todos, pero permitió avanzar sin volverse a disparar.

Cuba enfrentará un dilema similar: ¿cómo pedir cuentas sin reactivar el odio? ¿Cómo lidiar con perpetradores que aún viven entre las víctimas? Aquí, la clave estará en no sacrificar la verdad en nombre de la paz, pero tampoco la paz en nombre de la justicia absoluta. Porque si algo enseña la experiencia latinoamericana, es que la perfección puede ser enemiga de la transición.

Una justicia imperfecta… pero necesaria

La justicia transicional no busca castigar por castigar. Su valor está en lo que prioriza: el rostro de la víctima, no la sombra del verdugo. Se apoya en tres formas de justicia —retributiva, restaurativa y transicional—, y propone no solo sentencias, sino narrativas comunes, verdades compartidas y pactos de memoria.

En lugar de una caza de culpables ―y los hay por acción y por omisión― de nunca acabar, podría haber en Cuba una comisión de la verdad, una unidad de búsqueda de desaparecidos y un mecanismo judicial equilibrado. Un sistema que no olvide, pero que tampoco estalle para quedarse en el pasado. Porque si algo ha faltado en Cuba no es justicia «dura», sino justicia con sentido humano, con mirada larga, con compasión por los que fueron dañados y también por los que se quedaron atrapados en un sistema que no escogieron.

El futuro de Cuba no necesita una guillotina: necesita una conciencia. Una que mire hacia atrás con valor, y hacia adelante con sensatez. La justicia transicional no es un castillo de sueños, pero puede ser el puente que evite la repetición del infierno.

Para tener claridad veamos las tres formas de ejercer la justicia.

El Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición comprende tres entidades principales según la experiencia colombiana.

Desafíos (muy humanos) de una transición en Cuba

Imaginemos, por un momento, que el régimen autoritario en Cuba finalmente colapsa. No con una explosión, sino con ese tipo de derrumbe lento, como un edificio corroído por dentro, que un día simplemente deja de sostenerse. Lo que vendría después no sería un amanecer radiante, sino un terreno baldío, lleno de escombros legales, morales y sociales. Y en medio de ese paisaje, la idea de implementar una justicia transicional no sería solo necesaria: sería inevitable. Tan inevitable como dolorosa.

Porque no se trata solo de castigar a los culpables o compensar a las víctimas —aunque también—, sino de algo mucho más difícil: reconstruir las condiciones mínimas para que los cubanos puedan volver a convivir sin miedo. Sin delatarse. Sin callarse. Y para eso hay que tocar hueso: lidiar con décadas de represión sistemática, con una cultura de la impunidad tan normalizada que muchos ya no la ven; como cuando uno se acostumbra al zumbido del ventilador hasta que se apaga y el silencio aturde.

Uno de los primeros pasos, claro, sería reformar de raíz ese aparato represivo que durante años ha disfrazado su obediencia ciega de «justicia». Porque cuando los jueces no juzgan, sino que obedecen, lo que hay no es un sistema judicial, sino una oficina de sellos del poder. Devolverles dignidad a las instituciones significa cambiar no solo estructuras, sino personas, ideas y hasta los gestos con los que se entra a un tribunal. Requiere una nueva ética, no basada en el miedo al superior, sino en el respeto al derecho del otro.

Y con eso viene el otro monstruo: la impunidad. Ese hábito cultural —casi reflejo condicionado— de asumir que nadie rendirá cuentas. Generaciones han crecido viendo cómo los verdugos se jubilan en paz y las víctimas son silenciadas. Para desmontar eso se necesita algo más que reformas legales: se necesita verdad. No venganza, pero sí memoria, responsabilidad y procesos justos. Que quien abusó del poder tenga que mirar a los ojos a quienes se lo arrebataron. Y que lo haga sin uniforme ni inmunidad.

Por supuesto, hablar de justicia sin libertad de expresión es como intentar correr con una pierna atada. Durante décadas, la palabra ha sido territorio minado. Pensar diferente ha sido tratado como un delito, no como un derecho. Y eso no se revierte solo con decretos: hay que reconstruir el valor de la palabra como espacio público, donde se pueda disentir sin convertirse en enemigo. Habrá que enseñar —y aprender— que hablar no es traicionar, y que callar, muchas veces, sí lo fue.

Otra herida profunda: las cárceles. No basta con cerrar las celdas del horror; hay que transformarlas. Porque si las paredes siguen oliendo a tortura, ningún preso creerá que el Estado cambió de rostro. La infraestructura penitenciaria no es solo cemento: es un símbolo. Su reforma debe ser, también, una forma de pedir perdón.

Y claro, habrá que enfrentar el tema de los responsables directos. Sin una depuración real —no cosmética—, la transición será una palabra hueca. Es imposible construir un nuevo orden si las viejas manos siguen tocando los controles. La legitimidad del futuro pasa, necesariamente, por una ruptura real con el pasado represivo.

Pero no basta con voluntad. El miedo sigue ahí. Profundo, internalizado. Muchos no se atreven a hablar porque saben lo que cuesta hablar. Y los registros —esas huellas que la historia necesita para hacerse justicia— son escasos, dispersos o inexistentes. Romper el silencio implicará mucho más que micrófonos: habrá que garantizar seguridad, acompañamiento y respeto. Habrá que crear espacios donde la memoria no sea una amenaza, sino un derecho.

Y, por si fuera poco, la cuestión de las propiedades confiscadas es un campo sumamente complejo. Las expectativas serán altísimas, pero la capacidad de respuesta será limitada. Por eso, será crucial diseñar mecanismos creativos, simbólicos. Que las víctimas no se sientan olvidadas, pero que tampoco se generen nuevas desigualdades o promesas imposibles.

En suma, pensar en justicia transicional para Cuba es aceptar que se requiere lucidez, firmeza y, sobre todo, una profunda vocación de reconciliación. No de olvido, sino de reconocimiento. Porque si algo se ha perdido en Cuba —además de derechos— es la dignidad compartida. Y únicamente recuperándola será posible empezar de nuevo.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC. 

Pedro Pablo Aguilera

Filósofo, Especialista en Historia de la Filosofía.

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