La vía legal de la oposición cubana: camino inoperante bajo la dictadura

En la novela española La vida del Lazarillo de Tormes, un pasaje condensa buena parte de la trama y deja lecciones duraderas: el joven Lázaro confía en su amo ciego cuando este le indica que acerque el oído a la estatua del colosal berraco que corona el puente romano de Salamanca, y, al hacerlo, recibe un golpe brutal. Es un acto de violencia que marca el instante en que Lázaro despierta de su inocencia y empieza a comprender el mundo. Hizo lo que todos deberíamos: aprendió la lección para no volver a ser engañado.

Esa precisamente es la base del conocimiento. No en balde el eslogan de Google Academic parte de una frase de Isaac Newton: «Si he visto más, es poniéndome sobre los hombros de gigantes».

En las últimas décadas, una parte de la oposición cubana ha abogado por un enfoque legalista para promover cambios políticos en la Isla. Dicha estrategia busca aprovechar los mecanismos contemplados en las leyes con la esperanza de abrir espacios democráticos. Sin embargo, la evidencia acumulada mediante la práctica —como la estatua salmantina que golpeó a Lázaro— sugiere que confiar exclusivamente en ese camino es, a estas alturas, una propuesta trasnochada por ineficaz. El régimen hace la ley… y la manipula a su antojo.

Hace menos de una semana, sin previo aviso ni consulta, el Parlamento se sacó de la manga una modificación a la Constitución de 2019 que elimina el límite de edad de sesenta años como requisito para ser elegido presidente en un primer mandato. También hace apenas unos días se conmemoró el fallecimiento, en un sospechoso accidente de tránsito, del líder opositor Oswaldo Payá, impulsor del Proyecto Varela y uno de los primeros en demostrar ―al intentarlo―, la inviabilidad de reformas dentro del marco legal establecido por la Constitución de la República.

Proyecto Varela: petición de reforma al amparo de la Constitución de 1976

El caso paradigmático del Proyecto Varela tomó por base la letra del artículo 86 (g) de la Constitución de 1976, el cual establecía que la iniciativa de las leyes competía a los ciudadanos y fijaba como «requisito indispensable que ejerciten la iniciativa diez mil ciudadanos, por lo menos, que tengan condición de electores».

Payá aclaraba que su propuesta no era «un proyecto o modelo de sociedad», sino «el primer paso para crear nuevas y mejores condiciones de derecho». La misma se articulaba en torno a cuatro ejes: los derechos a la libre expresión y libre asociación, la amnistía para los presos políticos, el derecho de los cubanos a formar empresas y una nueva ley electoral.

El último punto respondía, entre otras experiencias, al hecho de que en 1997 el propio Payá, junto a otros diez miembros del Movimiento Cristiano de Liberación, intentó postularse como candidato a diputado a la Asamblea Nacional, siendo la primera vez desde 1959 que se presentaban aspirantes ajenos al aparato oficial. A pesar de contar con cientos de firmas de respaldo, las comisiones electorales rechazaron sus candidaturas.

El 10 mayo de 2002, fueron entregadas al Parlamento cubano 11 020 firmas y se presentó el Proyecto Varela como iniciativa legislativa. No obstante, la respuesta fue contundentemente negativa. Lejos de debatir la propuesta en la Asamblea Nacional, el gobierno de Fidel Castro orquestó su propia iniciativa para enmendar la Constitución.

Se organizó una recogida masiva y pública de firmas y, el 26 de junio, solo dos meses después de la presentación del Proyecto Varela, el Parlamento aprobó la cláusula de intangibilidad a partir de la adición de un párrafo en el artículo 3 del Capítulo I que declaraba irrevocables el carácter socialista y el sistema político y social contenido en la Constitución. De este modo, se cerraba la puerta a cambios políticos dentro del marco constitucional establecido en 1976.

En paralelo, se desató una ola represiva que terminó en arrestos y juicios sumarios con condenas de hasta 28 años de prisión. Finalmente, en 2012 ocurrió la muerte del propio Payá en extrañas circunstancias. En esencia, la propuesta hasta ahora más prominente de cambio legal desde dentro en Cuba, terminó con un endurecimiento constitucional del régimen y la persecución o eliminación de sus impulsores. 

Payá no era ingenuo, sino un pionero cuyo accionar envió una clara señal: aun cuando se actúe dentro de la ley vigente, el régimen puede reinterpretar o modificar esa legalidad a conveniencia para preservar su statu quo.

La marcha cívica del 15N bajo la Constitución de 2019

El cambio constitucional de 2019 —que mantuvo la cláusula de intangibilidad— blindó aún más el sistema, al complejizar la posibilidad de presentar iniciativas de reforma a la Carta Magna. Si la de 1976 establecía que eran necesarias diez mil firmas, la Constitución de 2019 multiplica por cinco esa cifra en su artículo 227 (f). Además, la aprobación del nuevo texto no se tradujo en una modificación de la praxis del poder en torno a las leyes.

Lo demuestra lo sucedido tras las protestas del 11 de julio de 2021, cuando la plataforma Archipiélago convocó a la «Marcha Cívica por el Cambio», que se realizaría el 15 de noviembre de 2021. Los organizadores optaron por la vía legal y al amparo del artículo 56 de la joven Carta Magna, que reconocía el derecho a manifestarse, presentaron cartas a las autoridades locales notificando la marcha y solicitando autorización. La intención era protestar pacíficamente en demanda de la liberación de los presos políticos, el fin de la violencia institucional y el respeto a los derechos de los cubanos.

La respuesta oficial declaró «ilegal» la manifestación. La Fiscalía advirtió públicamente a los activistas de Archipiélago que, si salían a marchar el 15N, «caería sobre ellos todo el peso de la ley». A la vez, el gobierno emprendió una campaña de intimidación preventiva: difamación en los medios bajo control del Partido Comunista, actos de repudio contra opositores en sus barrios, detenciones arbitrarias de activistas, amenazas de expulsión laboral y un incremento de la vigilancia policial. Ante este escenario de hostigamiento, Yunior García, figura central de la plataforma Archipiélago, anunció que renunciarían a la marcha multitudinaria para evitar violencia contra los participantes, y que personalmente haría una protesta en solitario.

El 14 de noviembre, en vísperas de la marcha, la vivienda de Yunior García amaneció sitiada por agentes de la Seguridad del Estado vestidos de civil y turbas progubernamentales que bloquearon el acceso a su edificio para impedirle salir. De manera coordinada, activistas, periodistas independientes y miembros de Archipiélago en todo el país fueron igualmente retenidos en sus domicilios y el gobierno organizó contra-movilizaciones —ferias, conciertos y concentraciones en los mismos lugares y horarios previstos para la protesta. La marcha pacífica no pudo realizarse y, poco después, la mayoría de sus promotores debió exiliarse.

Como el propio Yunior García resumió, el gobierno dejó claro que ni siquiera el gesto más cívico y legal —caminar con una flor por una avenida— sería tolerado. Este episodio confirmó que incluso con el nuevo marco constitucional, en Cuba la legalidad existe mientras no ponga en riesgo el control político absoluto.

¿Estrategia exclusiva o complemento válido?

La apelación al uso exclusivo de la vía legal para generar cambios resulta una utopía, porque choca con la realidad política inamovible: el partido gobernante subordina el orden legal a la defensa de su poder. Esto ha quedado en evidencia una y otra vez, y no es una anomalía sino la norma en sistemas autoritarios contemporáneos.

No obstante, reconocer su inoperancia como estrategia única no implica descartar el valor simbólico o político de tales iniciativas. El Proyecto Varela y la marcha del 15N desenmascararon la naturaleza represiva del régimen, así como su falta de escrúpulos legales. Su legado es importante en el plano moral. Dicho esto, como herramientas para lograr reformas concretas dentro del sistema, las iniciativas legales han fallado. 

Las dictaduras pueden simular apertura legalista de forma cosmética (nuevas constituciones, elecciones controladas, etc.), pero llegado el momento no dudarán en violar o reescribir sus propias reglas. Veamos dos evidencias: el acuerdo 9151 del Consejo de Ministros, aprobado en agosto de 2021, desconoce lo establecido en la Constitución de 2019 en materia de derechos ciudadanos. Por su parte, el cronograma legislativo ha prorrogado, constante e injustificadamente, la aprobación de las leyes complementarias que habilitarían tales derechos, a pesar de que un mandato de la misma Constitución obligaba al Parlamento a hacerlo en los dieciocho meses posteriores a su entrada en vigor y ya han pasado 75.

La vía legal, entonces, es en realidad un complemento de lo que debería ser la estrategia central para lograr cambios democráticos: la presión ciudadana a partir de movimientos que puedan sostener demandas ante el Estado.

Mencionaré dos ejemplos que lo ilustran. La amnistía de 1955, que liberó a los asaltantes a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, y a otros presos políticos —cuyos actos, por cierto, fueron considerablemente más graves que los de todos los presos políticos actuales— fue posible gracias a la tremenda presión ejercida sobre el régimen de Batista. En otro contexto, la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 en Estados Unidos, se logró tras un proceso de acciones no violentas sostenido por años.

Mientras la élite gobernante no perciba una amenaza real a su continuidad, se mantendrá desoyendo cualquier propuesta de cambio, y castigando a sus promotores. Por tanto, la estrategia debe inscribirse en una visión más amplia de lucha democrática que combine múltiples frentes de acción. Reconocer lo obvio, así como aprender del pasado y de otras experiencias, es imprescindible para replantear el camino hacia un cambio efectivo en Cuba.

***

Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

José Manuel González Rubines

Investigador, periodista, y profesor. Máster en Democracia y Buen Gobierno por la Universidad de Salamanca.

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