Revolución y gratitud
El pasado mes de marzo, cientos de ciudadanos de Río Cauto salieron a las calles a reclamar la liberación de una madre que fuera arrestada por protestar ante la persistente falta de alimentos y electricidad, algo que también exigieron los manifestantes. La precaria situación no solo afecta a las localidades rurales, sino a todo el país, aunque es cierto que, sobre todo en zonas más apartadas de las capitales provinciales, suele alcanzar mayor incidencia.
Con el fin de responder a esta situación, las autoridades del partido y el gobierno, amparadas por fuerte movilización policial, organizaron un acto de «reafirmación revolucionaria». Se sabe que tales actos se realizan bajo apremio de las organizaciones sindicales y políticas; jamás espontáneamente. En la puesta en escena, además de proferir las consabidas consignas de fidelidad y continuismo, fueron expuestas las razones que, según la perspectiva oficial, ocasionan estas penurias; como es costumbre, la responsabilidad recayó en el bloqueo norteamericano.
Para muchos fue un momento penoso, pues la funcionaria no intentó dialogar en paridad de oportunidades, ni escuchar criterios que permitieran proponer soluciones equilibradas y justas. Ella se presentó, básicamente, para criticar el reclamo y recordar a los pobladores cuánto debían a la revolución.
Quiero detenerme en ese último aspecto pues considero importante su análisis. Durante su exposición, la funcionaria partidista hizo especial énfasis en dos aspectos: uno, que ese poblado no era nada antes de 1959 y, dos, que todo lo que el pueblo tenía debía agradecerlo a la revolución. Esta es una práctica que se ha hecho habitual en dirigentes de distintos sectores: recordar a los cubanos que todo se lo debemos a la revolución y, consecuentemente, que hemos de, no solo sacrificarnos por ella, sino aceptar, como un mal necesario, las dificultades que se presentan cotidianamente. De acuerdo a esa perspectiva, debemos entender estas vicisitudes y realizar nuestros mayores empeños para retribuir cumplidamente lo recibido.
Por supuesto, la gratitud ante actos beneficiosos debe ser parte de una actitud de empatía, de elemental civismo, en las personas con todo aquello que mejore nuestras vidas. El problema está en la afirmación categórica y generalizada para todas las circunstancias. Al convertir el agradecimiento en un principio predeterminado, se incurre en un error. Entonces se imponen preguntas como: ¿qué es la revolución?, ¿quién y para qué la realiza?
¿Qué es la revolución?
En primer lugar, la revolución no es un fin en sí misma y, mucho menos, una estructura ajena y por encima de los individuos. La propia etimología de la palabra viene del latín «revolutio», o sea: «giro», «vuelta», «paso» de una forma a otra. La Real Academia Española (RAE), lo define como «Cambio violento» o «cambio rápido y profundo», lo cual es imprescindible para entender qué es y qué no es una revolución. De manera que esta se concibe como una transformación vertiginosa, realizada por fuerzas interesadas y activas que buscan cambiar radicalmente una situación estancada en determinado aspecto de la existencia para propiciar el progreso del mismo. Por ello se puede hablar de revolución en la ciencia, el arte o la sociedad. Lo inherente a ella es el cambio favorable, su manera impetuosa y el empleo de procedimientos enérgicos.
La revolución político-económica no surge de la nada, como un Big-Bang social, ni brota de los milagros producidos por algún iluminado, sino de la perentoria necesidad que impele a un grupo humano a emplear formas que pueden llegar a ser violentas pero que son indispensables para alcanzar las renovaciones a que se aspira para adelantar sus condiciones de existencia.
Como en toda empresa humana, siempre destacan individuos con suficiente talento, arrojo y determinación para guiar estos dramáticos procesos. Sin embargo, de ningún modo ellos son los dueños o autores absolutos de la revolución. Solo la conducen en representación del colectivo humano, pues las aspiraciones de este son, en definitiva, las que aportarán las energías, el sufrimiento y los mártires para realizarla.
En el caso de la revolución que triunfara en enero de 1959, se trató de un emprendimiento popular consciente y decidido, si bien encabezado por determinados grupos de acción ―como el Directorio Revolucionario y el Movimiento 26 de Julio―, así como por dirigentes políticos que entendieron las justas exigencias del pueblo. Pero la misma fue una realización colectiva, que implicó denodados empeños, apoyo y altos riesgos para miles de personas.
¿Quién la hace? ¿A quién agradecerla?
La revolución fue posible porque el pueblo, bajo circunstancias adversas y sin perspectivas, entendió que era necesario hacerla a cualquier precio y la llevó a cabo. Y no solo se involucró en su realización, sino que puso en ella su firmeza, su arrojo y sus caídos. Así mismo, cuando creyó preciso defender lo que consideraban logros propios, apoyó con sus empeños momentos decisivos que requerían su decisiva participación, como la insurrección popular contra Batista, la campaña de alfabetización, el combate de Playa Girón, las movilizaciones agrícolas, etc. De manera que la revolución no es algo que se le ha «regalado al pueblo», sino una situación construida por el propio esfuerzo del mismo, para nada distante ni externa a él.
Con el tiempo, cuando fruto de errores e incapacidades internas que tuvieron su centro en un modelo de exclusión política ―a los que se sumaron presiones externas―, la revolución dejo de prosperar y pasó a su etapa de estancamiento y declive, ha sido precisamente el pueblo, no solo el que sufrió rigores y privaciones de todo tipo, sino el que ha emprendido las acciones que se le indicaron para intentar sortear la situación.
Si lo que ha hecho la ciudadanía en estos años no alcanzó los resultados esperados, se debe, principalmente, a que las orientaciones que cumplieron no fueron las adecuadas. Recuérdese, como ejemplo clásico, cuánto esfuerzo y horas de labor y sacrificio desplegó el pueblo al llamado de hacer la zafra de los diez millones en 1970..
Así que, en todo momento, es forzoso tener presente que la revolución la realizó el pueblo pensando en que el objetivo era mejorar sus condiciones de vida; en consecuencia, es inadmisible que se viva mucho peor bajo ella. Luego, no es el pueblo el que debe agradecer a cualquier precio a una estructura política denominada demagógicamente «revolución», pues ha sido el pueblo el ejecutor de las transformaciones entendidas como revolucionarias, a la vez que ha sido el paciente sujeto de todas las vicisitudes y penurias.
Por el contrario, es el pueblo, todo el pueblo, sin importar diferencias de criterios, quien, por asumir las distintas tareas y las contingencias derivadas de ellas, merece toda la gratitud, el respeto y la voluntad de transformación de parte de dirigentes cuyas condiciones de existencia no son, ni remotamente, similares a las suyas.
***
Imagen principal: Sasha Durán / CXC