José Martí, apóstol de nuestra futuridad

Es comprensible que un hombre de la vastedad humana e intelectual de José Martí haya devenido fuente de inspiración para muchos emprendimientos cívicos. No es fortuito que se le llamara «Apóstol». Sin embargo, al analizar nuestra historia reciente, comprobamos que abundan más las citas que la actitud verdaderamente martiana. La eternización de un partido único y de una ideología de Estado, con prevalencia incluso sobre la Constitución, la exclusión de todo pensamiento discrepante y la criminalización de toda manifestación opuesta a lo admitido por el poder; contradicen la amplitud humanista y democrática de nuestro Apóstol.

Martí era un ser tan original, tan apertrechado de esa noción básica de la sabiduría del «conócete a ti mismo» ―cuyo corolario actuante es «sé tú mismo»―, que no podía atenerse a ninguna escuela, método o sistema que no fuera su propia condición de autenticidad. Al profundizar en los juicios y conceptos expuestos en su obra, me convenzo más de que fue un dialéctico en el más exacto y desideologizado sentido. O sea, alguien que supo integrar aspectos a primera vista contrapuestos y hasta contradictorios, pero que, como la vida misma, se presuponen y complementan.

Espiritualismo y materialismo, ideas y acción, tradición y modernidad, nación y humanidad, se integraban en su ser. Era un ecuménico que, a partir de su realidad inmediata, supo integrar los más vastos y distantes saberes y conceptos, para formar una armoniosa forma de ser y pensar. Tal vez la mejor manera de clasificar su cosmovisión es considerarla «armónica». Recordemos el verso donde dijera que «todo es música y razón». En la relación entre la música que conecta, anima, da fluidez y armoniza; y la razón que equilibra y abre luces de entendimiento y alimentación a los afectos, puede quizás percibirse su manera de concebir la existencia. Por eso creo que su pensamiento avizora la futuridad necesaria para la pervivencia de la condición humana, que distingue y redime a los individuos.

La cita en que sustentaré mi análisis ―una entre muchas― está tomada del ensayo «El Poema del Niágara». Se trata de su prólogo al referido texto poético del venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, aparecido en Nueva York en 1882 y publicado en la Revista de Cuba en 1883. Como la mayoría de los escritos martianos, trasciende lo meramente circunstancial para convertirse en documento cardinal que permite concebir el modo en que lo espiritual, debidamente entendido y ejercitado, conduce al perfeccionamiento y definitiva emancipación de ser humano.

Ya por entonces ―como muchos de nosotros ahora―, se quejaba Martí de una época en que el grosero afán de poseer se enseñoreaba por sobre el imprescindible desempeño de ser: «¡Ruines tiempos, en que no priva más arte que el de llenar bien los graneros de la casa, y sentarse en silla de oro, y vivir todo dorado…!».

Desde entonces el asunto se ha complicado. La tecnología ha permitido reproducir, más y mejor, miles de artilugios para que el hombre emplee su tiempo y confunda el vehículo con el destino. Los medios, tras los que se mueven los ávidos hilos del poder, han hecho lo suyo para convencernos de la necesidad de pertrecharnos de tales objetos. De modo que, desgraciadamente, en días actuales se ha exacerbado y privilegiado sobremanera ese arte de llenar graneros, armarios, estantes, rincones y hasta el propio cuerpo, por convocatoria del consumismo y la seducción que ejerce su imagen dorada sobre las hambrientas y esquilmadas multitudes desheredadas por la atávica pobreza material y espiritual.  

El propio Martí habla de cómo los individuos se vuelven «más recios de cumplir los deberes diarios» en los momentos de desarrollar un nuevo estado social, pues están «agitados del susto que produce la probabilidad o la vecindad de la miseria». Esto resulta perceptible en las circunstancias actuales de Cuba, en que penurias, escaseces, carestías, han lacerado profundamente la calidad del tejido social, lo que se expresa en falta de urbanidad, corrupción, agresividad, prostitución, egoísmo, drogadicción, desidia, falta de empatía, etc.

En el hermoso y sustancial prólogo, el Apóstol expone, de modo esencial y pleno de futuridad, las razones porque la humanidad no acaba de alcanzar su realización plena:

«So pretexto de completar el ser humano, lo interrumpen. No bien nace, ya están en pie, junto a su cuna con grandes y fuertes vendas preparadas en las manos, las filosofías, las religiones, las pasiones de los padres, los sistemas políticos. Y lo atan; y lo enfajan; y el hombre es ya, por toda su vida en la tierra, un caballo embridado. Así es la tierra ahora una vasta morada de enmascarados. Se viene a la vida como cera, y el azar nos vacía en moldes prehechos. Las convenciones creadas deforman la existencia verdadera, y la verdadera vida viene a ser como corriente silenciosa que se desliza invisible bajo la vida aparente, no sentida a las veces por el mismo en quien hace su obra cauta (…). Asegurar el albedrío humano; dejar a los espíritus su seductora forma propia; no deslucir con la imposición de ajenos prejuicios las naturalezas vírgenes; ponerlas en aptitud de tomar por sí lo útil, sin ofuscarlas, ni impelerlas por una vía marcada. ¡He ahí el único modo de poblar la tierra de la generación vigorosa y creadora que le falta! Las redenciones han venido siendo teóricas y formales: es necesario que sean efectivas y esenciales. Ni la originalidad literaria cabe, ni la libertad política subsiste mientras no se asegure la libertad espiritual. El primer trabajo del hombre es reconquistarse. Urge devolver los hombres a sí mismos; urge sacarlos del mal gobierno de la convención que sofoca o envenena sus sentimientos, acelera el despertar de sus sentidos, y recarga su inteligencia con un caudal pernicioso, ajeno, frío y falso. Solo lo genuino es fructífero. Solo lo directo es poderoso. Lo que otro nos lega es como manjar recalentado. Toca a cada hombre reconstruir la vida: a poco que mire en sí, la reconstruye. Asesino alevoso, ingrato a Dios y enemigo de los hombres, es el que, so pretexto de dirigir a las generaciones nuevas, les enseña un cúmulo aislado y absoluto de doctrinas, y les predica al oído, antes que la dulce plática de amor, el evangelio bárbaro del odio. ¡Reo es de traición a la naturaleza el que impide, en una vía u otra, y en cualquiera vía, el libre uso, la aplicación directa y el espontáneo empleo de las facultades magníficas del hombre!».

Martí nos habla de cómo accionan sobre los individuos, por los distintos medios que tiene la sociedad, influencias que, lejos de desarrollar la libre búsqueda del saber para ser, los atiborran de conceptos y credos para forjarlos según moldes preestablecidos. Obviamente, es consciente de que hay un tesoro de saber y hacer útil que la humanidad ha acumulado. Sin embargo, se refiere a la imposición mecánica de ciertos conocimientos, transmitidos como productos, no como elementos en transformación; como culmen, no como proceso.

Esto, en lugar de ayudar al hombre a ser él mismo, a tono con tu tiempo e intereses, lo coarta y le hace repetir errores precedentes, así como girar en el círculo vicioso de la fatalidad sin salida. En nuestra situación, ello resulta palpable en la llamada «formación político-ideológica», que no apresta al individuo para su realización política personal, sino para que responda a los intereses de la política oficial, o sea, lo «enfajan» en una concepción considerada universal, única e infalible, ajena al desarrollo de un pensamiento creativo y transformador.

Todos los sistemas ―filosóficos, religiosos, políticos―, cuando son entendidos, no como instancias de estímulo a la indagación, transformación y búsqueda de nuevas vías, sino como realidad constituida e inmutable que debe aceptarse sin reparos, solo logran momificar al sujeto ―enfajarlo, según Martí― en un conocimiento yerto y anquilosante de sus potencialidades de superación.

Es contundente esta aseveración, pues generalmente, unas instituciones suelen imputar a otras de las limitaciones de las personas. O sea, la familia culpa al sistema educativo y este a la familia, o ambos al medio social y al sistema político, etc.; o el sistema político a una potencia externa (como ha sucedido con los Estados Unidos), sin detenerse a considerar lo que cada una afluye de paralizante. El hombre deviene así «un caballo embridado», que no puede correr y devorarse la pradera, manera básica de probarse, sentir, conocer y ser por sí mismo.

Martí ve a los hombres como una recua de «enmascarados», cuya voluntad verdadera se oculta bajo la apariencia de conceptos, gestos y actos implantados por la desidia, la conveniencia o el temor a lo desconocido. De tal modo, resulta imposible que la humanidad logre realizarse, llegue a ser consciente, creativa y espiritualmente digna y libre. En esas condiciones, el ser humano viene a ser como los soldaditos de plomo, que se fabrican por miles en un molde imperfecto y único pero eficiente en su multiplicación. Ninguno salta la norma.

Es lo que buscan la escuela, los medios de comunicación, las instituciones sociales y políticas. ¿Qué se desea lograr? La mera reproducción cuantitativa de actores de una sola pieza para un propósito ya previsto por un grupo de poder sin el consenso de la propia criatura. Esto no es formar humanidad sino generar nuevos portadores de una visión única.

Convención vs autenticidad

Toda convención es un acuerdo, pero no una condición inmutable. El tiempo y las necesidades de la vida imponen adecuarlas o sustituirlas, según las circunstancias, por otras maneras de entender y organizar la existencia. Cuando lo convenido prevalece sobre lo necesario, la letra escrita sobre la voz de la realidad, lo admitido por lo vital; la vida real suele escurrirse buscando espacios de salida, y corre por debajo de esa falsa existencia con su impetuosidad, pues nada hay más tenaz y preciso que vivir.

Martí incluso llega a considerar la posibilidad de que el hechizado por las convenciones no alcance a advertir esa corriente promisoria y verdadera. Una y otra vez, como río desbordado, es la vida la que rompe todo cauce impuesto. Es así que el país que somos se desdobla para su vida cotidiana en, al menos, dos países; uno formal, externo, ajustado a las convenciones, y otro vital, espontáneo, que emprende los modos más impensables para subsistir a toda costa, según una economía, una política, una ética de la preservación de la vida. Es la respuesta a la frecuente pregunta de ¿cómo puede la gente soportar tanto? Inventándose sus propios modos de sobrevivir.

Pero tal desdoblamiento no indica autenticidad. El hombre debe ser libre, y el único modo de lograrlo es mediante el ejercicio de su libertad para pensar y actuar. Los seres humanos son como semillas, quienes desean su goce vivífico solo deben irrigar, limpiar, custodiar y hacerles espacio, «sin ofuscarlas, ni impelerlas por una vía marcada», lo que significa, no empujarlos por el camino trillado y supuestamente seguro y único, sino ofrecerle los medios para que por sí mismos abran sus propias sendas, ya que lo nuevo debe hallar su nueva vía y destino.

En la existencia inagotable e infinita, los caminos están por abrir y son incontables. Lo que nace debe buscar lo conveniente a sí mismo por benéfico y esperanzador. No se le debe constreñir con preceptos, hábitos, dogmas, suspicacias, temores y previsiones tenidos por buenos, sino permitiendo el libre «albedrío». Martí es un liberador en todos los aspectos de la existencia humana.

Es palpable que los intentos realizados históricamente por alcanzar la justicia, dignidad y libertad para el individuo, han operado solamente a nivel de discursos, documentos, instituciones representativas, pero no en lo hondo del cambio real. Entonces Martí preconiza un principio que me parece realmente básico y perspectivo: no puede lograrse ninguna libertad sin conseguir primero la efectiva libertad del espíritu.

No utiliza el término en sentido religioso o idealista, sino como lo sustantivo humano, todo lo que su potestad sensible, intelectual y volitiva le permita alcanzar. Para el Apóstol: «El primer trabajo del hombre es reconquistarse», lo que implica dejar de ser una marioneta de las circunstancias y lo establecido, para recobrar su humanidad, es decir, su espíritu inconforme, creativo, transformador y electivo.

«Solo lo genuino es fructífero. Solo lo directo es poderoso», nos alerta. Nadie puede ser según otro. No puede operar lo que es conveniente para un tiempo y un lugar, en otro tiempo y otro espacio; ni lo efectivo para uno resulta serlo para otro. Cada quien debe responder a su unicidad y concordantemente a su proyecto de vida. ¿Qué otra cosa es la vida sino realizar lo que íntimamente deseamos y potencialmente podemos alcanzar? Ser genuino es vivir de acuerdo a lo que nos urge y alienta.

De modo que, si ser es ser genuino, el que entorpezca esta posibilidad, incurre en delito de lesa humanidad. Apasionado, señala Martí: «Asesino alevoso, ingrato a Dios y enemigo de los hombres, es el que, so pretexto de dirigir a las generaciones nuevas, les enseña un cúmulo aislado y absoluto de doctrinas, y les predica al oído, antes que la dulce plática de amor, el evangelio bárbaro del odio». Bien conoce la humanidad de estos criminales que, con palabras enmeladas, hacen creer que laboran por el beneficio humano ―en ellos se cumple lo que dijera Samuel Johnson «La patria es el último refugio del canalla»― y, antes bien, solo se dedican a lucrar por ansias de bienestar material o por satisfacción de sus ambiciones de poder.

Y lo peor, tal y como señala el Maestro, es que, además de mutilar las facultades individuales de cada persona según su albedrío, les impregnan el «evangelio bárbaro del odio». Ese evangelio es el que ha provocado que cubanos que conviven en similares circunstancias, se presten a ofender, golpear, lacerar y excluir a otros, solo porque estos piensan, opinan y desean algo diferente de lo que a ellos entusiasma.

Martí es un convencido de que el amor es la única fuerza aglutinante que posibilita el consenso y la armonía. Nadie puede pretender que todos los seres humanos piensen y actúen del mismo modo. Dos personas no se ponen de acuerdo en aspectos tan banales como el diseño de una ropa o la comida a elegir. ¿Cómo pretender, entonces, que millones de seres estén de acuerdo en todo y, consecuentemente, se comporten de modo semejante? Es por eso que se necesita la buena energía del amor, para no convertir al diferente en enemigo; para que cada uno ceda en parte y en parte gane, por el acuerdo que consiguen la sensatez y la sensibilidad armonizadoras.

Esto lo concebía Martí dada su perspectiva armónica de la vida y las relaciones humanas. Por ello no se cansó de refrendar en versos y aforismos su convicción. Ahí están sus frases paradigmáticas, que aportan a todo aquel que tenga vocación humanista y edificante: «Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy,/ artes soy entre las artes y en los montes, monte soy». «Patria es humanidad». Y esta que él llamaba «fórmula del amor triunfante: “Con todos y para el bien de todos”.»

Ese debería ser el escalón al que llegar cuando la alta política del espíritu amoroso triunfe: a una condición donde no haya distingos por diferencias de clase, razas, culturas, ideas o credos; sino el diálogo maravilloso de la razón que ama, comprende y tolera. Cuando logremos este afán armonizador, alcanzará nuestra patria su edad de esplendor y continuo florecimiento.

Es por todo lo aprehendido y expresado por José Martí que este, más que el Apóstol de nuestra liberación anticolonial, deviene el de nuestra futuridad promisoria.

***

Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

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Manuel García Verdecia

Poeta, narrador, traductor, editor y crítico cubano. Máster en Historia y Cultura Cubana.

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