Cuba no es país para discapacitados

Siempre me preguntaban si requiero algún medicamento específico para la Atrofia muscular espinal que padezco. Hasta la fecha, no existen tratamientos que hayan rebasado la fase experimental y solo logran detener el avance de la enfermedad. Pero no todos son neurólogos. Es casi imposible que conozcan mucho sobre un grupo de enfermedades cuya prevalencia tiene una media mundial de una cada 12 mil personas.

El sentido común dictamina que somos sujetos de la institución sanitaria para ser rehabilitados, curados y dejados a punto de integración en la norma social. Ello implica una fe desproporcionada en el progreso. Se asume que la ciencia médica es una entelequia todopoderosa capaz de realizar milagros y, de la misma manera, se asume un espíritu de heroísmo intrínseco en cada persona con discapacidad.

La obligación de la autonomía corporal

No todo es curable. Pero las enfermedades concomitantes pueden ―y deben― ser tratadas. Mi patología potencia los problemas respiratorios. Desde que tengo veinticinco, contraigo bronquitis todos los años; la disnea (dificultad para respirar) la acompaña. El ritual de ir al médico para obtener diagnóstico, una prescripción de antibióticos y aerosol, terminaron con la pandemia de COVID. Era demasiado riesgoso. Para cuando la situación epidemiológica cedió, no pude retomarlo. Dependía de mis amigos para hacerlo. Independientemente del mal estado de la calle ―y de todo el esfuerzo que requería moverme―, ni siquiera había garantías de obtener la atención que necesitaba.

En los últimos tiempos en Cuba, estuve a una llamada de distancia de un profesional médico dispuesto a consultarme. No era lo ideal. Un examen físico puede detectar síntomas que pasan desapercibidos hasta para el que los padece. A veces ni siquiera requería un diagnóstico profesional. Había pasado por la situación antes y sabía qué tratamientos me funcionarían, y también estaba la posibilidad de buscar en internet. Conseguir los medicamentos no era imposible. Tenía acceso a las redes de donaciones y, si acaso no podía obtenerlo mediante esa vía, me quedaba la opción de comprarlo en el mercado negro. La oferta es abarcadora en este último, va desde material médico hasta medicación psiquiátrica, pasando por antibióticos y toda la gama de tratamientos primarios.

Entre la pobreza y la discapacidad

Si eres una persona con discapacidad, lo más probable es que tus opciones de trabajo están severamente limitadas en Cuba. La infraestructura urbana es hostil. No se trata siquiera de las barreras arquitectónicas que, lejos de ser erradicadas, se multiplican en diseños de rampas con ángulos infranqueables. Mover una silla de ruedas por una calle cubana es como avanzar por un arrecife. Respecto a las aceras, cuando no son de difícil acceso, no llegan a ser transitables a lo largo de una cuadra entera. Lo que ya de por sí resulta problemático en circunstancias ideales, se puede tornar casi imposible.

El transporte público no es una opción. Va de escaso a inexistente. Pero, incluso cuando era estable y abundante, resultaba poco amigable para alguien con discapacidad. Montar uno, usando una silla de ruedas o cualquier dispositivo de apoyo a la locomoción, depende de la asistencia de terceros (sean acompañantes u otros usuarios). Eso, en el caso de que tenga espacio para acceder. Pudiera no tenerlo por estar colmada de público, o porque las vías para hacerlo no permiten pasar un objeto voluminoso. Quedaría la opción de los servicios privados; aunque casi ninguno tiene las condiciones mínimas para transportar a una persona con necesidades especiales sin poner en riesgo su integridad física. Además, los precios son prohibitivos.

Dado que la economía y la política se nuclean a partir de los centros urbanos, las personas discapacitadas quedan fuera de las líneas de ascenso social y, con ello, del acceso a servicios; incluso de los que provee el Estado de manera universal. Ya sea porque no están enterados de su existencia o porque desconocen los mecanismos de acceso, no logran activar cosas básicas como la Seguridad social. No me queda claro cuáles son las prestaciones de esta; es decir, durante más de treinta y cinco años fui miembro de la Asociación Cubana de Limitados Físico Motores (ACLIFIM) y todavía desconozco cuál es su función. Hay dinero del Estado en ella, sus funcionarios perciben salarios y sus miembros pagan una cotización.

Asistencialismo, rehabilitación e inserción

El 28 de abril de 2025 se publicó la Gaceta Oficial Ordinaria no. 41. En ella se comunica la regulación de «el servicio de cuidados para familias de hijos en situación de discapacidad severa». También deja bien delimitada la elegibilidad para ese empleo y pone énfasis en la discapacidad irreversible y severa ―hasta el punto de que impida el acceso al sistema educativo o a «una alternativa institucional»― de la persona sujeta a cuidados.

La autonomía no se asoma por el texto. Bajo esa lógica, una persona en situación de maltrato o negligencia puede ser fuente de legitimidad social y recursos para su propio maltratador. El mecanismo únicamente verifica que el caso cumpla los requisitos para la contratación. En la práctica, es un subsidio. También es la manera que encuentra el Estado de recortar gastos en el sistema de salud.

La minoría invisibilizada

Lo que queda es trabajar de manera local. Aquellos trabajos que dependen de capacidades físicas (sensoriales o locomotoras), están descartados. Nadie contrataría a un vendedor sordo, ciego o en silla de ruedas. Eso deja fuera la mayoría de los empleos con buena remuneración.

Curiosamente, y antes de la ampliación del sector, el trabajo por cuenta propia era uno de los sectores donde más se insertaban tales personas. La política no oficial del Estado era entregarles licencias. No es que hubiera muchos con el capital para empezar su propio negocio. En realidad, servían de testaferros a los inversores. La persona con discapacidad obtenía una fuente de ingresos a cambio de prestar su nombre. Los acuerdos variaban. A veces no era más que un empleado con salario ligeramente mayor que el de sus compañeros del mismo emprendimiento. Otras, era tratado como un socio minoritario. Es muy probable que esa práctica se redujera o transformara en consonancia con el contexto actual. No existe acceso a datos que ofrezcan un panorama preciso del tema.

También es cierto que el sector informal en Cuba se ha reinventado en torno a las tecnologías. El teletrabajo se ha vuelto un sector creciente. Aunque supone el uso de capacidades intelectuales y sensoriales, requiere pocas capacidades motoras. Lo que sí necesita es una base material que ni se produce en Cuba ni es económicamente accesible a cualquiera.

Desde el 1ro de septiembre de este año, las pensiones que oscilaban entre mil 528 y dos mil 472 pesos, fueron aumentadas hasta alcanzar entre los tres y cuatro mil. Eso, al cambio actual, es menos de diez dólares. Un smartphone cuesta ―mínimo― ochenta dólares, y una Laptop ciento noventa y nueve. No voy a hablar de la inestabilidad de los servicios. La inversión en internet ―que tampoco mantiene los estándares para hacer un teletrabajo estable― puede tragarse gran parte de los ingresos percibidos.

No necesariamente el teletrabajo es la única posibilidad de inserción. Los oficios pueden realizarse de manera local. Incluso, algunos pueden efectuarse en la propia vivienda, que se adaptaría como taller. Vuelve a surgir el problema de los antecedentes socioeconómicos. Un taller requiere de una inversión inicial, y la formación en el oficio puede llevar años. Nuevamente, depende de las capacidades de la persona. Pero también implica que exista una red de apoyo en función de que ese alguien se pueda formar. A veces resulta más fácil mantener a la persona que fomentar su autonomía. El detalle es que eso está sujeto a la voluntad de los tutores y ―por difícil que sea reconocerlo― termina siendo una relación en esencia abusiva. Las reglas y límites son fijados por el que paga.

Lo que va quedando son trabajos precarios. El «tipo de la silla de ruedas», «el ciego» y «el viejito» se ven obligados a vender jabas o cualquier forma similar de sustento. El mercado negro es otra opción. Por supuesto, limitada por los recursos de la persona, su red de conocidos y su alcance social. Tampoco es un espacio excesivamente próspero. Hay mucha competencia y sucede fuera del marco de la legalidad. Puede terminar en multas o, en algunos casos extremos, en prisión. Para ser reconocido como trabajo ―y ser sujeto a los beneficios de una jubilación― necesita una licencia que se llevaría hasta un veinte por ciento de ingresos que no son altos. De tal modo, el ciclo de precariedad se extiende hasta la muerte.

En los últimos tiempos, en las calles de toda la Isla, se ha visto un aumento exponencial en el número de deambulantes y mendigos. No es de extrañar. Las personas con discapacidad son las víctimas más notorias de los colapsos sociales. El caso cubano evidencia la crisis del modelo asistencialista. Este funciona mientras la economía mantiene estabilidad y se puede esconder la basura bajo el tapete. La política de institucionalización ha potenciado la exclusión. Es evidente la ausencia de una acción afirmativa y de una integración social. Cuba no es país para discapacitados.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

Boris Milián Díaz

Activista, escritor y creador del blog Apuntes al (otro) margen.

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