La compañera Castro y yo

Hoy recogí la certificación de notas de mis estudios universitarios. En honor a la verdad debo decir que no fui una estudiante muy esforzada. Aproveché, eso sí, mi estancia en Santiago de Cuba, entre 1991 y 1996, para leer vorazmente, hacer tres años de francés en la Alianza Francesa y, sobre todo, ver mucho cine. En mis notas hay varios cuatro, algunos no los recordaba ―tampoco, que conste, recuerdo muy bien esas asignaturas―, otros sí fueron muy merecidos. Hay uno, sin embargo, que me duele y me enorgullece: un cuatro, nada más y nada menos, que en Historia de Cuba II.

Les cuento: ese año decidieron que a Comunicación Social (mi carrera en la Universidad de Oriente) le impartiera Historia un equipo de profesores. El curso estaba organizado de una manera un poco rara. En el primer semestre estudiamos la etapa colonial, las gestas independentistas y un buen período de la República; en el segundo, parte de la República y la Revolución en el poder. Aún no logro entender por qué resumir en un semestre cuatro siglos, y en el otro, apenas unos cuarenta años.

En la primera parte tuvimos a Olga Portuondo y María Nelsa Trincado. Ambas nos movieron el piso. Olguita, siempre con su abanico, nos mostró que la vida en la colonia era mucho más que cualquier idea que al respecto hubiéramos tenido. María Nelsa llegaba, y sin un papel a la vista, encaramaba una pierna en el buró (se sentaba de medio lado) y empezaba a contarnos las guerras desde una perspectiva que nos dejaba boquiabiertos. Olguita, tras un seminario sobre Narciso López (de quien yo solo sabía que era el nombre de la logia a la que pertenecía mi papá en Esmeralda, donde, a la sazón, se «había puesto a dormir» para no afectar mis estudios, pero esa es otra historia), tras un seminario, les decía, hizo la consabida pregunta escrita. Sí, queridos, aún los seminarios se remataban con preguntas escritas. Bueno, Olguita nos pidió colocarnos en la piel de un periodista de la época y escribir una nota para un periódico de entonces: todo un desafío con mucho de juego. Obtuve cinco puntos y fui felicitada, tengo, incluso, guardado un folletico con el que ella premió los mejores trabajos.

En el segundo semestre mi suerte cambió: pasé de cisne a patito feo. Entró al aula con gesto adusto una señora ya mayor y de apellido Castro. (Juro por lo más sagrado que sí, que su segundo apellido era Castro. El primero era aún más electrizante, pero prefiero omitirlo). Bueno, lo que antes era telúrica sacudida tornose bostezo eterno. Decidí someterme a examen de suficiencia. Era por boletas, me parece verlas, y me correspondió abordar los primeros tiempos de la Revolución en el poder. Al terminar y darme la nota, un cuatro, me preguntó qué haría, si quedarme con esa puntuación o cursar la asignatura. Con la soberbia de los veinte años, le dije que la cursaría, pues podía aspirar a un cinco.

Historia tocaba a primera hora; y yo, que me acostaba tarde, pasaba tremendo trabajo para levantarme a las seis y pico, desayunar una tisana o, en los días de suerte, cerelac, e ir a chocar con la seriedad de la profesora Castro, incluido su pelo, ya blanco o muy claro. Y para remate siempre terminaba discutiendo o diciendo algo que a ella no le gustaba.

Nosotros éramos muy inquietos, y con otros profesores habíamos hablado de todo. La Unión Soviética se hacía trizas, el campo socialista estaba dejando de existir. Había un mapa, lo recuerdo clarito, en el aula de Mecanografía; un mapa reciente, que ya a esas alturas estaba desactualizado. Europa se reconfiguró frente a nuestros asombrados ojos. La compañera Castro, sin embargo, parecía no haberse enterado. Tampoco era consciente de las contradicciones en Cuba, del surgimiento de grupos con poder económico, de las desigualdades sociales... Para ella, la historia de la revolución cubana era una espiral ascendente, la realización de la utopía en la tierra, y si hubiera sido católica, el paraíso…

En fin, que me quedaba durmiendo, pedía que me justificaran con mi alergia o mi sinusitis (que no era del todo falso) y bajaba los no sé cuántos escalones de la Loma de Quintero a las ocho y pico, lista para entrar a segunda hora. Todo eso hasta un día, en que mis compañeros me transmitieron un mensaje sobrecogedor: mis ausencias eran tantas que debía acogerme al cuatro o ir a mundial. Y allá fui, con mi cabeza todavía erguida, a decir que sí, que aceptaba el cuatro.

Ese cuatro, ya les digo, me duele y al mismo tiempo me enorgullece. Un cinco hubiera significado repetir lugares comunes, traicionar mis puntos de vista, renunciar a mis dudas… Y aburrirme soberanamente en el aula. Ella quería certezas, y yo estaba llena de preguntas.

De la enseñanza de la historia se ha hablado hasta la saciedad. A muchos nos preocupa, pero no a todos por las mismas razones. Temo que ciertos seminarios que reciben los profesores de la materia devengan, a la larga (o a la corta) atajos para seguir haciendo lo que la compañera Castro. Cuando desde el poder se habla de perfeccionar la enseñanza de la historia, lo que se espera es dinámicas que potencien la docilidad del alumnado, sin cuestionamientos ni preguntas incómodas. La historia como ideología o como parte del trabajo ideológico; borrar la memoria, sobre todo del período republicano, o reducirlo a algunas etiquetas. La enseñanza de la historia como adoctrinamiento.

No hace mucho pregunté a estudiantes de nivel preuniversitario cuándo había nacido la República de Cuba, y me dijeron, con seguridad absoluta, que en 1959. Otros no sabían de quién es la escultura que preside el Parque Agramonte. Es que ni siquiera desarrollan el pensamiento lógico: saben cómo se llama el parque, pero no de quién es la escultura ecuestre en él enclavada. Así andan las cosas.

Ya en los años cuarenta, Mañach se quejaba de que cada 28 de enero los niños fueran sacados a pescar una insolación, y se preguntaba si realmente eso rendiría algún fruto. Yo, cada vez que los veo, también me lo pregunto. Y cada vez que me topo con un alumno, aunque aplicado, que de pronto empieza a faltar a ciertos turnos, recuerdo mi caso y el de la compañera Castro. Ese peligro, el de convertirse en alguien muy parecido a la profesora Castro, se cierne sobre quienes ejercemos la docencia, y de él hay que huir como el Diablo del agua bendita.

La compañera Castro, sin embargo, se ha multiplicado. Los profesores están agotados, nadie se preocupa por ellos, lidian con una cotidianidad apabullante… Poco tiempo nos queda, es la verdad, para pensar en juegos o en recursos que despierten la creatividad, la nuestra y la de quienes a veces sufren en el aula nuestras frustraciones. Los profesores que mantienen vivo el amor por el magisterio y hacen de su vocación un sacerdocio, merecen toda la admiración del mundo.

Toda la admiración del mundo, sin embargo, no es suficiente. Con admiración no se vive, la admiración de otros no paga la comida en la mesa propia… Los profesores envejecemos mal, y cansados, muy cansados…

Pero es asunto para otro texto, un texto que desde hace tiempo he prometido a CubaXCuba y que ya va siendo hora de hacer.

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Imagen principal: Ernesto Mastrascusa / EFE.

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María Antonia Borroto

Coordinadora del sitio web El Camagüey (elcamaguey.org) Doctora en Ciencias de la Comunicación.

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