«El caso Gil». La defenestración que salió mal
La defenestración no es nueva en la política interna cubana; de hecho, es la regla. La caída es constitutiva del sistema. La defenestración rara vez se relaciona con el desempeño de los cuadros, y tampoco responde, en sentido estricto, a problemas de lealtad.
El núcleo duro del castrismo practicó la defenestración incluso antes de consolidar el sistema totalitario. Desde los primeros años posteriores al triunfo de la Revolución, la verdadera medida del poder no residía en instituciones, sino en quién designaba y quién destituía. Durante el largo mandato de Fidel Castro, entre 1959 y 2006, se configuró una estructura política cada vez más centralizada y totalmente dependiente de su mando personal. La única voz decisoria era la suya; los demás no eran más que ejecutores de su voluntad. Cualquier intento de introducir variaciones en el guion aprobado por el líder, era descartado.
En este sentido, casos como Huber Matos en 1959, los hechos confusos que rodearon la desaparición de Camilo Cienfuegos ese mismo año, o la marginación silenciosa de Ernesto Guevara después de 1965, revelan la consolidación de la visión unipersonal del poder de Fidel Castro. Pero más reveladoras aún son las defenestraciones de quienes eran fieles al comunismo y al propio sistema, como se manifestó de forma temprana en el proceso revolucionario la purga de la llamada «microfracción» (1967-1968), cuando Aníbal Escalante y los llamados «pesepistas» (antiguos miembros del Partido Socialista Popular), fueron procesados y acusados de mantener comunicaciones indebidas con la URSS. Son estas purgas las que permiten comprender la lógica interna del poder y la función instrumental asignada a los cuadros ascendidos.
Desde el inicio de la Revolución se mantiene una premisa: fuera de Fidel, Raúl y alguna figura excepcional autorizada dentro del círculo íntimo, nadie puede convertirse en dirigente con consenso o liderazgo. Quien aspire a ser un funcionario del régimen, debe ser, y permanecer, un ente sin voluntad propia, sin iniciativa, sin identidad política, sin carisma. A través del entramado de organizaciones políticas, desde la niñez se prepara a los futuros cuadros en una carrera de ratas orientada a producir instrumentos obedientes y vaciados de autonomía. El sistema posee un miedo visceral a cualquier figura que pudiera proyectar sombra sobre los dos únicos nombres legitimados para encarnar el consenso: primero Fidel y, tras su muerte en 2016, Raúl.
De cara al contexto actual en torno al juicio contra Alejandro Gil, el caso de Humberto Pérez es un referente importante. Pérez fue presidente de la Junta Central de Planificación (JUCEPLAN), y uno de los economistas más competentes y disciplinados del sistema. La relativa estabilidad económica de la década del ochenta, se debe en gran medida a los mecanismos de estímulo productivo que él impulsara; cabría destacar que estas medidas no eran de su inventiva, ellas se basaban en medidas y reformas económico-administrativas de la URSS bajo Alexéi Kosygin (1965-1975).
Su caída, a mediados de esa década, fue tan abrupta como reveladora: Pérez no fue castigado por fracasar, sino por tener éxito. Nunca fue disidente ni rival político; cumplía estrictamente con las orientaciones del período. Sin embargo, cuando sus propuestas de racionalización dentro del propio marxismo-leninismo comenzaron a insinuar niveles mínimos de autonomía técnica, fue removido y confinado al silencio. Su defenestración mostró que el sistema no tolera desviaciones, ni siquiera cuando provienen de cuadros leales que buscan preservar la viabilidad del modelo. Pérez simboliza así el destino inevitable de cualquier dirigente competente cuya mera existencia pueda sugerir autonomía, ascendencia o prestigio.
Más tarde ocurrió algo semejante con el general de división Arnaldo Ochoa, militar de alta reputación y, en apariencia, heredero del «modelo revolucionario». Su ejecución en 1989 selló la demostración de fuerza. Similar fue la caída de Carlos Aldana en 1992, prueba de que incluso los cuadros más disciplinados podían ser eliminados si representaban, real o potencialmente, una alternativa. Todos estos casos revelan la misma lógica: el sistema no solo neutraliza a sus adversarios, sino también a quienes, aun siendo fieles, podrían llegar a proyectar influencia más allá de los límites estrictos del mando.
Estas defenestraciones cumplen además una función pedagógica. En un Estado construido sobre el terror, este debe ser reactivado periódicamente para recordar los límites de lo posible. Y existe también una función exculpatoria: la eliminación de figuras visibles permite desplazar hacia ellas la responsabilidad por fallas graves generadas por el poder real, siempre intocable.
Un período especialmente revelador comenzó en 2006, con el traspaso de los poderes de Fidel a Raúl Castro. Figuras civiles con prestigio y legitimidad, como Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, y también Otto Rivero, vinculado a la sociedad estatal Cubalse S.A. (luego absorbida por el sector militar), fueron convertidas en objetivos de una nueva purga. Entre 2008 y 2009, Lage, Pérez Roque, Rivero, Carlos Valenciaga y Fernando Ramírez de Estenoz, entonces jefe del Departamento de Relaciones Internacionales del PCC, fueron destituidos por «graves errores». El ensañamiento contra Rivero fue particularmente notable: pasó por Villa Marista, fue acusado de desfalcos y de pérdidas vinculadas a la «Batalla de Ideas».
Todo esto ocurrió en un contexto en el que cualquier observador sabía que nadie decidía nada excepto Fidel y Raúl Castro, y que un sistema vigilado hasta en sus mínimos gestos por el Comité Central del PCC, la Contrainteligencia Militar (CIM) y la Seguridad del Estado (DSE) hacía imposible que alguien formulara, por cuenta propia, decisiones relevantes no autorizadas.
La defenestración, lejos de ser excepcional, constituye el mecanismo de autodepuración permanente del sistema. Es un recordatorio de la estructura jerárquica, del terror como forma de gobierno y del carácter prescindible de todos los cuadros. Porque, en definitiva, en Cuba el poder no se comparte: se ejerce desde arriba y se protege eliminando, periódicamente, a quienes cumplieron obedientemente las órdenes, pero cuya existencia podría, algún día, sugerir una alternativa.
Finalmente, uno de los antecedentes más próximos al contexto actual —y a la vez uno de los menos visibles— es el de Miguel Álvarez. Ex-secretario del canciller Ricardo Alarcón de Quesada, Álvarez había acompañado a este último durante años. Alarcón, antiguo dirigente de la FEU y miembro del M-26-7, poseía un peso político considerable, una proyección intelectual propia y un estilo de liderazgo que lo hacía difícil de desplazar directamente. Cuando Raúl Castro consolidó su poder, evitó confrontarlo; en lugar de ello, cayó sobre su colaborador más cercano.
Álvarez fue arrestado en 2012, acusado de «delitos contra la seguridad del Estado» en un proceso opaco y sin información pública. Condenado a treinta años de prisión, desarrolló un cáncer durante su encierro. Fue excarcelado de forma discreta tras una reducción de condena por enfermedad terminal y falleció poco después. Su caída se convirtió en una leyenda de pasillos: un mensaje para todos los asesores, tecnócratas y cuadros intermedios que creen tener algún margen de maniobra. Para Alejandro Gil, es un precedente ominoso.
Este patrón remite a la dinámica actual entre Alejandro Gil y Miguel Díaz-Canel. No necesariamente implica la caída inmediata del presidente, pero sí podría significar una sentencia política para toda la línea civil que lo sostiene. El mensaje es claro: el bloque militar-empresarial articulado alrededor de GAESA, y representado en la esfera civil por Manuel Marrero, está reposicionándose. La eliminación de figuras cercanas a Díaz-Canel es otro reacomodo mayor, uno en el que el poder real retorne abiertamente al sector militar, disciplinado y hermético, que ha gobernado siempre desde la sombra.
Crónica de una muerte anunciada
Alejandro Gil Fernández (La Habana, 1964) es graduado de Ingeniería en Explotación del Transporte por la CUJAE. Antes de ser nombrado ministro, se desempeñó en el Puerto de La Habana, llegando a ostentar el puesto de jefe de Operaciones Portuarias. Su ascenso fue meteórico: en 2018 fue designado por Miguel Díaz-Canel como ministro de Economía y Planificación, en sustitución de Ricardo Cabrisas.
Gil formaba parte del grupo de nuevos cuadros que inauguraron la Constitución de 2019. Llama la atención que no poseía una carrera política ni un historial de adoctrinamiento tan extensos como otros funcionarios; su perfil tecnocrático parecía responder tanto a la necesidad de reemplazar al enfermo Cabrisas como a la estrategia de rebranding económico con la que el gobierno buscaba proyectar modernización.
Junto con Marino Murillo, Gil fue uno de los principales responsables de la implementación de la Tarea Ordenamiento, un intento desastroso de poner orden en la contabilidad interna y las finanzas de un sistema disperso, absurdo y caótico. La implementación pretendía reformar un sistema irreformable y, por tanto, no solo no resolvió los problemas, sino que creó otros nuevos. A su vez, generó una crisis social muy grave en el contexto de la pandemia, que puede considerarse uno de los factores centrales del colapso integral que sufre el país.
Murillo, miembro del Buró Político desde 2011, fue removido en abril de 2021 tras el fracaso del plan. El «Ordenamiento», retrasado durante años, había producido en pocos meses una policrisis que amenazaba con derrumbar al sistema.
La aguda crisis social y política que quedó instalada desde 2021, paralizó al núcleo del poder. No podían retroceder —el programa era esencial para la supervivencia del régimen y había sido concebido desde 2010-2011—, pero tampoco podían avanzar: el plan hacía aguas por todas partes y parecía imposible introducir cambios radicales sin comprometer las bases del poder.
En 2022 comenzó a hablarse del «reordenamiento» del Ordenamiento, sin mucha claridad sobre cómo hacerlo. Solo en diciembre de 2023 se reconoció formalmente el fracaso parcial del programa y se anunciaron nuevos lineamientos del Partido, así como un «programa de estabilización macroeconómica».
En enero de 2024, como parte del paquete, se anunció una subida del precio del combustible de aproximadamente un 400 %. La medida debía entrar en vigor el 1 de febrero y provocó pánico social. Se temió un levantamiento. De pronto, el gobierno anunció que la medida no entraría en vigor debido a un supuesto «incidente de ciberseguridad» en CIMEX. Sin embargo, apenas un día después, el 2 de febrero, se anunció oficialmente la destitución de Alejandro Gil, alegando «errores graves» e «incumplimientos».
Lo que quedaba del componente económico del gabinete de Díaz-Canel fue desarticulado.
Algo salió mal
El 1ro. de marzo de 2024 entraron finalmente en vigor los nuevos precios del combustible y, el 7 de marzo, se publicó una nota oficial anunciando que el Buró Político y el Consejo de Estado habían aprobado la apertura de una investigación criminal contra Gil. Según la nota, el exministro «reconocía las graves imputaciones». Se añadía que «el Partido y el Gobierno nunca han permitido, ni permitirán jamás, la proliferación de la corrupción, la simulación y la insensibilidad».
La palabra «simulación» es clave: puede interpretarse como alusión a la supuesta falta de fidelidad o transparencia de Gil ante la dirección del país. El término «insensibilidad» parece apuntar a la necesidad de usarlo como chivo expiatorio para cargarlo con el fracaso de un plan que él no diseñó.
Separar a Murillo, pero procesar solo a Gil, transmite la idea de que el fracaso no fue de diseño, sino de ejecución. Gil era, dentro del Buró, el cuadro con menos aliados: el cordero perfecto. Su caída es inseparable de su cercanía a Díaz-Canel. Se incorporó al gabinete bajo su presidencia, defendió las reformas más pro-sector privado en décadas y cargó con decisiones impopulares. Su relación fue más que oficial: según reportes mediáticos, Díaz-Canel dirigió su tesis académica y llegó incluso a felicitarlo públicamente por su cumpleaños semanas antes de anunciar que había sido hallado responsable de «errores graves».
A partir de marzo de 2024 no se conoció más sobre su paradero. Circularon rumores de detención provisional o prisión domiciliaria. La verdadera bomba estalló meses después. El 31 de octubre de 2024, la Fiscalía General de la República informó que había concluido la investigación y ejercía acción penal contra el exministro, imputándole los delitos de «espionaje, actos en perjuicio de la actividad económica o de la contratación, malversación, cohecho, falsificación de documentos públicos, evasión fiscal, tráfico de influencias, lavado de activos, infracción de normas de protección de documentos clasificados y sustracción o daño de documentos en custodia oficial». Además, se mencionaba la existencia de otros acusados.
La imputación por «espionaje» llamó poderosamente la atención. Muchos de los otros delitos estaban relacionados con actividades económicas ilícitas. Considerando que Gil impulsó la dolarización parcial y la ampliación del sector privado, puede interpretarse que se lo castiga por favorecer —o ser percibido como cercano— a intereses vinculados a ese sector. La acusación de espionaje lo convierte simbólicamente en agente extranjero y envía un mensaje de que el Estado no tolerará influencias externas en sus decisiones económicas.
La escalada recuerda los ecos del caso Ochoa: ¿cómo es posible que un sistema basado en el control total pueda ser supuestamente penetrado por un espía hasta el nivel de ministro?
Lo verdaderamente trascendental, no obstante, es que, por primera vez desde la instauración del castrismo, un defenestrado no se auto-inculpa. Según su hija Laura María Gil González, el exministro se declaró inocente y exigió un juicio público. Este desafío no tiene precedentes; hasta ahora, solo opositores y disidentes se atrevían a cuestionar abiertamente la legitimidad del sistema.
No solo la familia de Gil exigió transparencia: el ex espía cubano René González demandó un juicio público y transparente; Sandro Castro, figura polémica y atípica dentro de la élite, hizo lo mismo. Ambos pueden considerarse voces moderadas del castrismo que simpatizan con reformas económicas; defender un «juicio justo» para Gil puede interpretarse como una forma indirecta de resistirse al golpe del gobierno contra el sector privado emergente.
La respuesta del régimen ha sido parca y represiva: limitó los datos móviles de Laura María Gil y celebró el proceso a puertas cerradas por «seguridad nacional». El juicio se realizó, y la única fuente disponible sobre su desarrollo son los testimonios de María Victoria Gil, hermana del acusado. No ha sido posible verificar sus afirmaciones, pero se sabe que Gil mantiene su negativa a aceptar los cargos.
Esto indica que el poder se está devorando a sí mismo; que la volatilidad del régimen desde 2021 no ha cesado; que no se renuncia al control total sobre la economía; y que la crisis de consenso, legitimidad y autoridad dentro del aparato es más profunda que nunca. Ningún defenestrado había decidido oponerse frontalmente al aparato. Gil rompe el miedo sacro al poder: en vez de ser ejemplo disciplinario para la nomenklatura, se ha convertido en catalizador de las divisiones internas. Lejos de transmitir un mensaje de control, La Habana aparece desesperada e incapaz de deshacerse adecuadamente de sus propias piezas políticas.
Desde los primeros años de la Revolución hasta los recientes casos como el de Alejandro Gil, queda claro que el sistema premia la obediencia y castiga la iniciativa, sin importar la fidelidad ideológica o el desempeño técnico. Lo extraordinario en el caso de Gil es que, por primera vez en décadas, un defenestrado se niega a asumir la culpa y exige transparencia, desafiando la lógica totalitaria que hasta ahora había garantizado el silencio y la sumisión. Todavía no sabemos cuál será el desenlace, pero sea lo que fuere, las fisuras quedan expuestas.
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Imagen principal: Yamil Lage / AFP.