La última patria que nos están quebrando

En una de aquellas tediosas, pero siempre interesantes reuniones de la brigada de la FEU, mientras estudiábamos Periodismo en la Universidad de La Habana a inicios de los 2000, mi amiga K y yo dijimos un poco en broma, un mucho en encabronamiento, que lo que había que hacer era bajar la escalinata de la universidad con carteles de protesta como en los años 30 del siglo pasado. No recuerdo cuántos se rieron, cuántos apoyaron y a cuántos les dio lo mismo. Como solía suceder, aquello no pasó de la catarsis, cada cual volvió a lo suyo, y los problemas que nos aguijoneaban siguieron gozando de muy buena salud.

Años después, cuando era profesor en el Departamento de Periodismo del propio centro docente, nos notificaron en una reunión sindical que la única casa de descanso en la playa que poseía la universidad, en la que, rotándose, podían vacacionar muchos trabajadores durante el año, ya no le pertenecía a la institución. Por decisiones del «nivel central», pasaba a ser regentada por una empresa ―creo recordar que Islazul― para dedicarla a otros fines. Es decir, para sacarle la plata que, obviamente, nunca obtendrían de los profesores universitarios.

Estuve entre los varios docentes jóvenes que protestamos. Palabras más, palabras menos, dije que, si muchos trabajadores de nuestra facultad y de las otras nos uníamos y reclamábamos, no podrían quitarle esa casa en la playa a la UH.

La «compañera» que presidía el encuentro, enviada de instancias sindicales «superiores», sonrió condescendientemente, disertó sobre las complejidades del tema, la tensa situación del país, el bloqueo, el socialismo, y prometió «elevar» nuestras preocupaciones. Otra veterana profesora se apuró a intervenir para regañarnos, porque para esos planteamientos había canales y formas, y estos que habíamos usado no eran los correctos. Los demás en el salón hicieron un espeso silencio.

Poco a poco, golpes y decepciones mediante, dejé de apostar por ilusiones de movilización grupal y me centré en lo que podía lograr de pensamiento crítico en el espacio reducido de mi clase, el microproyecto. Cuando las condiciones y frustraciones lo propiciaron, comencé a ejercer el oficio en los medios alternativos al bloque Gobierno/Estado/PPC que se abrían en/desde/para Cuba. Por supuesto, pagando el costo que ello significaba y significa.

Cuento todo esto, entre tantas vivencias, porque la red de protestas estudiantiles en universidades cubanas de estos días me ha devuelto a las aulas de la UH y al sueño hermoso de plantar bandera en colectivo —no con disparos aislados— por una patria vivible.

Una talentosa profesora me dijo una vez que mi generación gritaba en las calles lo que la de ella ―que estudió en la década del 90―, apenas susurraba en los pasillos. Las generaciones que ahora pueblan nuestras casas de altos estudios, le están diciendo al poder dictatorial lo que la mía ni siquiera se atrevió a susurrar. Por supuesto, cada época trae sus faenas; y, cobardías aparte, que todos en algún modo padecemos, los climas epocales fraguan, o no, las insurgencias. Muchas y complejas variables inciden en las actitudes, y nadie es por ello mejor o peor.  

Estos muchachos que ahora protestan en la Universidad de La Habana, y en la de Las Villas y en Oriente y en Holguín y en Matanzas y en Granma y en Guantánamo; estos jóvenes que combaten un tarifazo del monopolio de telecomunicaciones ETECSA; pero, más que eso, arrojan su voz contra la humillación, la falta de derechos y la ignominia que ha señoreado el país en las últimas décadas; estos alumnos que están emplazando al poder con un lenguaje que los oídos cómodos de la burocracia totalitaria no están acostumbrados a digerir: exigiendo transparencia económica, igualdad social, respeto a los «principios socialistas», no más muela barata y acciones concretas para arreglar el desastre; estos muchachos, digo, me despiertan una esperanzada admiración.

Ellos han debido lidiar con una Isla a la que le rompieron, con torpe alevosía, muchos de sus ensueños de patria. La patria de la convivencia familiar armónica se hizo pedazos cuando tantos debieron emigrar para tener una vida medianamente digna y ayudar a los que quedaban detrás. La patria del desarrollo sostenible voló en pedazos cuando los zares de la economía decidieron aplicar, una y otra vez, sus ineficientes fórmulas que han empobrecido a todos los cubanos, menos a ellos. La patria de la decencia y la tranquilidad se ha hecho añicos cuando en condiciones terribles de supervivencia y opresión, la doble moral, el robo, y múltiples rostros de la violencia acechan cada día en nuestras calles. La patria del futuro, la que querríamos con infinitas luces para criar a nuestros hijos, se ha ido desarmando en piezas derruidas, mientras la casta gobernante y sus retoños crecen y se multiplican a golpe de «cristach».

Y he aquí que los estudiantes, desde las filas de una FEU que —como toda organización de masas posterior a 1965—, ha sido una dócil extensión de la voz de los dueños, una «cantera» fiel de la UJC y el PCC, han sacado la cara por todos, y han dicho, con las ventajas tecnológicas para amplificar su voz que no había en otros tiempos: ¡Ya basta! ¡No nos mientan y roben más en nuestra cara! No nos quiten la patria de internet, el último reducto donde unimos los brazos y anhelos cubanos dispersos en tantas geografías, donde miramos al mundo sin los anteojos de farsa que construyen los amos.

Claro, el poder conserva aún el monopolio de la fuerza, y ya ha comenzado a reprimir, silenciosa o explícitamente, con las sucias estrategias que mejor conoce:  amenazas, chantajes, «entrevistas de advertencia», divisiones de grupos revoltosos, sobresaturación de propaganda oficial... Puede que la protesta en red termine siendo ahogada. Puede que no encuentre los ecos y los puentes imprescindibles en otros sectores dentro del país para sostenerse. El viaje del miedo a la palabra, en un régimen como el cubano, no es nada sencillo.  

Pero lo hecho ya es histórico, en toda la propiedad de la palabra. Como son históricos el 27 N, y el 11J y los días en que, en cualquier barrio de cualquier recóndito municipio cubano, se levantaron sus pobladores a exigir agua, electricidad, comida, Libertad.

El almanaque, poco a poco, se va incendiando de fechas nuevas. Y cuando un pueblo comienza a renombrar su tiempo, vuelve a conquistar la dicha de su espacio.  

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

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