¿Por qué apoyo el paro estudiantil?
El pasado jueves, en la facultad de Filosofía, Historia y Sociología de la Universidad de La Habana, tuvo lugar un notable encuentro. De entre las diversas proposiciones allí vertidas, dos puntos cardinales emergieron con particular nitidez: por un lado, la manifestación de apoyo a la huelga estudiantil por parte de la mayoría de los docentes más jóvenes; por otro, el presunto respaldo a los estudiantes –mas no a la huelga en sí misma, sino a ciertas «alternativas» nebulosas– por parte de aquellos profesores de más edad.
Este texto, por ende, persigue un triple objetivo:
1. Demostrar que la huelga estudiantil constituye la medida más racional y, en efecto, la más eficaz que puede adoptarse.
2. Poner de manifiesto que los argumentos y razonamientos esgrimidos hasta la fecha por quienes se oponen a dicha huelga son, sin excepción, manifiestamente falaces.
3. Establecer que la postura de aquellos profesores que proclaman apoyar a los estudiantes sin refrendar su acción más decisiva –la huelga– adolece de una inconsistencia lógica que, en rigor, invalida su supuesta adhesión.
Dirijo, pues, estas líneas a los miembros del cuerpo docente, instándolos a una mayor coherencia en su actuar. Aquellos que se sientan aludidos encontrarán mi disposición a recibir sus críticas, siempre y cuando estas emanen de un análisis desapasionado y riguroso de la cuestión en ciernes, y no de las turbias aguas de la emoción o el prejuicio.
En verdad, la pregunta pertinente no debería ser: ¿Por qué debería uno apoyar la huelga estudiantil? La interrogante más acuciante y lógica es: ¿Por qué, habiendo considerado los hechos, no habría de apoyarla? A tal fin, considero imperioso analizar aquellos argumentos por los cuales algunos docentes se atrevieron a tildar la decisión de la huelga de «irracional» o «errónea». Me ceñiré estrictamente a la sustancia de tales argumentos, dejando a un lado aquellas intervenciones que se limitaron a la tergiversación, la hipérbole, la evocación de anécdotas irrelevantes, y las denostaciones ad hominem que, lamentablemente, algunos emplearon contra sus colegas, calificándolos de «agitadores» o «inmaduros».
¿Cuál es, en su esencia, el significado de la huelga estudiantil?
Según mi comprensión del asunto, la demanda de los estudiantes se centra en la suspensión de la actividad estrictamente docente en las aulas. Han propuesto, en su lugar, una reorientación de sus esfuerzos hacia actividades de índole investigativa, con el fin de preservar su conexión fundamental con la labor académica. Incluso, han llegado a sugerir la posibilidad de que el propio cuerpo profesoral guíe tales indagaciones, asegurando así que el proceso de aprendizaje no sea, en efecto, interrumpido. Es menester enfatizar que esta «huelga» no implica una ausencia física de la universidad; la continuidad de su presencia en el campus es perfectamente coherente con su postura de no participar en la instrucción formal. De este modo, no se trata, estrictamente hablando, de una paralización pedagógica.
Desde un punto de vista puramente formativo, tal disposición no solo es por entero factible, sino que se revela como eminentemente ventajosa. ¿Qué momento podría ser más propicio para un profesional en ciernes que el de dedicarse a la investigación en correspondencia directa con los problemas que su sociedad afronta en el presente? Es, sin duda, una coyuntura óptima para la aplicación práctica de los conocimientos adquiridos. Por consiguiente, desde la perspectiva pedagógica, esta medida es, a todas luces, un acierto. Como John Dewey, con su habitual perspicacia, observó certeramente: «La educación no es preparación para la vida; la educación es la vida misma».
En segundo lugar, es crucial comprender que no nos hallamos ante la determinación de un mero subgrupo o facción; los datos presentados ayer revelaron que una clara mayoría de las brigadas estudiantiles ha refrendado esta postura. Hablamos, pues, de una decisión que encarna, por medios democráticos, la voluntad colectiva de aquellos individuos implicados. Están en su legítimo derecho de adoptar tal resolución, y oponerse a ella equivale a la denegación de sus prerrogativas fundamentales. No es, por consiguiente, una mera divergencia de opinión, sino una objeción a un consenso gestado entre personas de disímiles credos, concepciones ideológicas y estratos socioeconómicos. Oponerse a ello es oponerse a la unidad legítima de quienes, en el porvenir, habrán de trazar con mayor claridad el rumbo de nuestra nación. Menoscabar este consenso es, en suma, menoscabar el consenso en torno a una causa de incuestionable justicia.
En tercer lugar, más allá de las consideraciones pedagógicas y democráticas, subyace un consenso de naturaleza intrínsecamente humana. Nos referimos a individuos que, con deliberada abnegación, postergan sus intereses particulares en aras de los intereses colectivos. Es, precisamente, mediante tal disposición que se erige una sociedad genuinamente justa; es decir, mediante la voluntad de ceder en ciertos intereses individuales en favor de los bienes comunes. La medida de nuestra contribución no reside en lo que anhelamos recibir o poseer, sino en lo que estamos dispuestos a ofrecer para el mejoramiento general y la consecución de una sociedad más digna. Un sacrificio, sin dudas, de una belleza moral innegable, particularmente en una era donde las apremiantes necesidades materiales inclinan, con demasiada frecuencia, hacia el egoísmo.
Estos son, a mi juicio, los puntos cardinales que fundamentan la necesidad de un apoyo generalizado a la huelga estudiantil.
Un punto capital de la argumentación que propongo reside en el siguiente apartado, que es el análisis de una observación realizada ayer. Recuerdo vívidamente cómo una distinguida profesora expresó, con visible alarma, que si la disconformidad estudiantil ante cualquier medida hubiese de manifestarse recurrentemente en forma de protesta, el resultado sería un caos de magnitud impredecible. Se oyó una respuesta, sencilla y directa, fue que tal fenómeno constituye, en efecto, la democracia.
Es menester comprender que la expresión de descontento es, en una sociedad justa y verdaderamente inclusiva, una manifestación enteramente natural y necesaria. La reticencia a reconocer este principio inherente a la vida cívica no solo revela una concepción limitada del orden social, sino que, a mi juicio, podría implicar una preocupante falta de confianza: no solo en la madurez y discernimiento de los propios alumnos, sino, incluso, en la eficacia de la labor pedagógica de quien así se expresa. Personalmente, me sería inconcebible ingresar a un aula donde, en lugar de percibir a mis estudiantes como individuos responsables y perspicaces, los viera como meros agentes de la anarquía.
En lo que concierne a la búsqueda de soluciones, la responsabilidad de ofrecer alternativas viables a entidades como ETECSA no recae ni en el estudiantado ni en la ciudadanía. Se presume, con justa razón, que estas instituciones disponen de sus propios expertos en economía y contabilidad, al igual que el país en su conjunto debería poseerlos. El fin intrínseco de un gobierno es salvaguardar el bienestar de sus ciudadanos, del mismo modo que el propósito cardinal de una universidad es asegurar el conocimiento y la formación de sus estudiantes. Aquellos que fallan en cumplir con estas funciones fundamentales no merecen, en rigor, ostentar el apelativo de tales.
Finalmente, la noción de «esperar» se revela como enteramente impráctica. ¿Qué distinción sustantiva podría establecerse, en este contexto, entre la mera espera y la completa inacción? La urgencia recae sobre quienes impusieron las medidas que han generado la actual situación, no sobre los estudiantes, a quienes no les sobra el tiempo ni, cabe añadir, el dinero, en este pueblo. Observamos, lamentablemente, una escasez notoria de respuesta, una patente falta de responsabilidad y una proliferación de explicaciones carentes de sentido, que, en su esencia, no abordan una solución real.
Por tanto, la espera no es una opción viable.
Antes de adentrarme en la consideración final, es preciso abordar un argumento esgrimido por un distinguido colega, quien, en objeción a la huelga, adujo que esta contravendría nuestra «tradición». La primera tarea, en tal caso, consiste en inquirir con precisión qué se entiende por tal término. Si por «tradición» se conciben las acciones pasivas o la aquiescencia tácita ante la adversidad, entonces, ciertamente, la huelga podría desviarse de dicha senda.
Sin embargo, si escrutamos la historia de nuestra propia herencia intelectual y patriótica, hallamos ejemplos que contradicen palmariamente tal interpretación. Félix Varela fue, de hecho, desterrado de su propia nación, al igual que Saco. José de la Luz y Caballero se vio compelido a operar en un silencio que, por su propia naturaleza, impedía la manifestación pública de su disenso. Nuestra tradición pedagógica, lejos de ser un mero receptáculo de la conformidad, gestó y nutrió la simiente de la idea independentista; siempre ha existido un compromiso inquebrantable contra las injusticias manifiestas.
Y, en última instancia, el mero hecho de que algo sea una «tradición» no confiere a su seguimiento el carácter de obligación ineludible. La adhesión a una tradición, si ha de ser de valor genuino, debe emanar de la libre voluntad, de la convicción racional y moral. Las tradiciones no son grilletes impuestos a la conciencia o al actuar ético. Su valor reside en su capacidad de inspirar y guiar, no de coaccionar.
Este último apartado es solo un razonamiento. Habiendo establecido ya, por los argumentos precedentes, que:
1. La huelga estudiantil, en su concepción y manifestación, posee un carácter fundamentalmente positivo y, en las circunstancias actuales, resulta ser la acción más lógicamente congruente y legítima.
2. Ninguno de los argumentos esgrimidos por quienes se oponen a ella ha logrado, mediante la razón o la evidencia, refutar este carácter positivo o invalidar su pertinencia.
Consideremos ahora la posición de aquellos que declaran «apoyar a los estudiantes» pero, simultáneamente, se niegan a «apoyar la huelga». Esta postura encierra una contradicción lógica que exige ser desvelada.
A: El propósito esencial de «apoyar a los estudiantes» es el de respaldar sus intereses legítimos y las acciones que, de manera democrática y racional, han determinado como necesarias para la consecución de dichos intereses.
B: La huelga estudiantil, como ya se ha demostrado (puntos 1 y 2), es precisamente la acción que la mayoría de los estudiantes ha adoptado, y que se ha revelado como positiva, legítima y no susceptible de refutación coherente. Es, por tanto, la expresión concreta de sus intereses legítimos en este momento particular.
Deducción Lógica: Si la huelga es la manifestación legítima y positiva de la voluntad estudiantil en aras de sus intereses, y si apoyar a los estudiantes implica apoyar sus intereses y las acciones legítimas para lograrlos, entonces negar el apoyo a la huelga mientras se profesa «apoyo a los estudiantes» constituye una flagrante inconsistencia.
La pretendida distinción entre «apoyar a los estudiantes» y «no apoyar la huelga» se disuelve bajo un escrutinio lógico. Si se considera que la huelga es una medida «irracional», «ineficaz» o «injustificada», entonces la afirmación de «apoyar a los estudiantes» se vacía de contenido práctico, reduciéndose a una mera retórica carente de compromiso con las acciones autónomas del estudiantado. En tal caso, el supuesto «apoyo» no es un respaldo a la autonomía y al discernimiento de los estudiantes, sino una aprobación condicionada a que sus acciones se alineen con las preconcepciones de quien «apoya».
Por consiguiente, aquellos que se oponen a la medida adoptada por los estudiantes, pero al mismo tiempo afirman respaldarlos, incurren en una de dos situaciones lógicamente insostenibles: o bien no están, en rigor, opuestos a la medida de la huelga (y su objeción es superficial o meramente verbal), o bien su «apoyo a los estudiantes» no es un apoyo genuino a la voluntad y la agencia estudiantil, sino una mera declaración sin sustancia que elude la responsabilidad de un compromiso coherente con las acciones que los estudiantes han determinado como justas y necesarias. La razón impone que el apoyo a una causa justa se manifieste en el respaldo a las acciones legítimas que la encarnan.
Espero que este breve análisis haya contribuido a la clarificación de ciertas opiniones en torno a la huelga estudiantil.
Es mi propósito, por tanto, dirigir una exhortación a mis colegas de todas las facultades. No solo es imperativo que nos abstengamos de toda coerción sobre nuestros estudiantes, especialmente mediante la indigna amenaza del suspenso —una táctica que, al socavar la autonomía intelectual y la confianza mutua, atenta contra los pilares mismos de la verdadera educación—, sino que también es menester que reflexionemos sobre la naturaleza de nuestro supuesto apoyo.
Para aquellos que se aferran a la noción de que es posible dispensar un «apoyo» a los estudiantes sin, al mismo tiempo, refrendar la acción colectiva que ellos, en su autonomía, han determinado como necesaria: tal postura revela una profunda inconsistencia. Un apoyo que se circunscribe exclusivamente a aquellas circunstancias en las que no se perciben consecuencias adversas para el propio benefactor es, en su esencia, una mera declaración vacía. Su validez es, desde cualquier perspectiva lógica y moral, considerablemente cuestionable, pues despoja al acto de apoyo de su inherente compromiso y responsabilidad.
Profesor de la Facultad de Filosofía, Historia y Sociología.
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Imagen principal: Diario de Cuba.