Por la dignidad de todos, todos
En el capítulo inicial, titulado «Principios fundamentales», de la actual Constitución de la República de Cuba, en el primer artículo, que se supone resuma las esencias normativas de la Carta Magna, se plantea: «Cuba es un Estado socialista de derecho y justicia social, democrático, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos como república unitaria e indivisible, fundada en el trabajo, la dignidad, el humanismo y la ética de sus ciudadanos para el disfrute de la libertad, la equidad, la igualdad, la solidaridad, el bienestar y la prosperidad individual y colectiva».
Es un fundamento que propone, en esencia, una república democrática donde rija el apotegma martiano aquí parafraseado. El Apóstol lo había enunciado así en un discurso ante los emigrados de Tampa en 1891: «Y pongamos alrededor de la estrella en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: “Con todos y para el bien de todos”», máxima que expresa su raigal y consistente esencia democrática. Teóricamente no hay nada que objetar a dicha inclusión; sin embargo, al analizar la práctica socio-política de todos estos años uno se pregunta: ¿en realidad ha sido así?
Comencemos revisando el espíritu que moviera a Martí a enunciar esta sentencia. A lo largo de su quehacer revolucionario, José Martí demostró fehacientemente un honesto espíritu democrático. Su convocatoria a la unidad y participación de todos, no era una mera consigna práctica surgida de la necesidad de ganar adeptos para hacer la «guerra necesaria». Había probado ser un humanista sensible y respetuoso al prójimo como para no sustentar sus propósitos sobre estratagemas manipuladoras.
Al repasar diversos momentos de su actividad revolucionaria, notamos la sensibilidad y preocupación por sumar voluntades para lograr la construcción de una república generosa. Así, al presentar los objetivos con que funda el periódico Patria, señala que este surge para unir «a los hombres buenos y útiles de todas las procedencias», y resume «Para juntar y amar, y para vivir en la pasión por la verdad (…)».
De igual modo, en las «Bases del Partido Revolucionario Cubano» declara que el mismo se constituye para «lograr con los esfuerzos reunidos de todos los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la isla de Cuba». Además, enfatiza que «no se propone perpetuar en la República Cubana (…) el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia», descartando la posibilidad de que el partido se perpetuara una vez lograda la independencia. Expresa claramente que lo que se persigue es fundar «un pueblo nuevo y de sincera democracia, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales».
Fue esta postura inclusiva y cívica la que lo impulsó a sofrenar los intentos de superposición militarista, al advertir en carta a Máximo Gómez: «un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento». Y en el propio discurso de 1891 en Tampa, advierte que no deben temer por su destino en la futura república ni los cubanos que hayan errado, ni los españoles «buenos», ni los antiguos esclavizados, a la vez que solicita, «¡cerrémosle el paso a la república que no venga preparada por medios dignos del decoro del hombre, para el bien y la prosperidad de todos los cubanos!».
Este principio de plenitud democrática no era excepcional en Martí, constituía un concepto bastante generalizado entre quienes movilizaron a los patriotas cubanos a luchar por su independencia. Carlos Manuel de Céspedes, por ejemplo, declaró en su momento: «Aspiramos a la soberanía popular y al sufragio universal. Queremos disfrutar de la libertad para cuyo uso creó Dios al hombre. Profesamos sinceramente el dogma de la fraternidad, de la tolerancia, y de la justicia». Nótese las tres últimas cualidades de general cohesión que señala seguir. Por su parte, Ignacio Agramonte, cuando se refirió al respeto a los derechos de los individuos, expresó: «Estos (…) deben respetarse en todos los hombres porque todos son iguales; todos son de la misma especie, en todos colocó Dios la razón, iluminando la conciencia y revelando sus eternas verdades; todos marchan a un mismo fin; y a todos debe la sociedad proporcionar igualmente los medios de llegar a él». En ambos, al igual que en Martí, la voluntad de respeto y concertación universal de los individuos era una constante.
Entonces, volvamos a la Constitución que señala refrendar «el culto a la dignidad plena del hombre». Es imprescindible recordar que «dignidad» es el respeto a la integridad del ser humano, sencillamente por su naturaleza humana. No depende de condicionantes secundarias y circunstanciales de su esencia. Este respeto caracteriza a lo que algunos autores contemporáneos denominan «sociedad decente», o sea, aquella que no humilla a sus ciudadanos.
Expresamente la Constitución, en su basamento teórico, reconoce este aspecto de no atentar contra la dignidad de las personas, independientemente de sus características físicas o morales. Así resalta el artículo 42:
«Todas las personas son iguales ante la ley, reciben la misma protección y trato de las autoridades y gozan de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin ninguna discriminación por razones de sexo, género, orientación sexual, identidad de género, edad, origen étnico, color de la piel, creencia religiosa, discapacidad, origen nacional o territorial, o cualquier otra condición o circunstancia personal que implique distinción lesiva a la dignidad humana».
No obstante, al estudiar la realidad de la vida durante los años del establecimiento de la denominada Revolución Cubana, y dada la verificación de sucesivos hechos lesivos a la integridad de un notable número de personas, uno no puede menos que concluir que existe una contradicción entre lo estatuido y el desarrollo social.
Ya desde los inicios del proceso, en sus «Palabras a los intelectuales», el propio Fidel Castro había declarado palmariamente: «Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada». Su consigna daba por sentado que no se admitiría ninguna propuesta o debate que no surgiera de lo que concebía cómo «revolucionario». Contraproducentemente, no se promovía un programa que estableciera qué era la revolución y cuáles sus marcos de posibilidades, dejando esto en potestad de quienes dirigían. ¿Era la revolución todo acto transformador, constructivo y democrático, o solo la aceptación y práctica del programa ideológico que emitía la dirección del proceso?
Desde el inicio de ese período, el procedimiento de institucionalización política consistió en depurar aquellos partidos y grupos que no se consideraran correspondientes con los propósitos de la revolución triunfante. De modo que, primero se disolvió los partidos políticos tradicionales, y luego se reunió a las principales organizaciones que habían combatido a Batista bajo un solo mando que era, básicamente, el núcleo rector del Movimiento 26 de Julio.
Así surgieron las Organizaciones Revolucionarias Integradas, primero, y, luego de la liquidación del grupo sectario de Aníbal Escalante, se pasó a constituir el Partido Unido de la Revolución Socialista. Posteriormente, bajo influencia de la Unión Soviética, se avanzaría un paso más a la izquierda al constituir el Partido Comunista de Cuba, en 1965. Significativamente, estas organizaciones siempre estuvieron presididas por Fidel castro e incluyeron miembros notables del M-26-7, como Raúl Castro, Juan Almeyda, Ramiro Valdés, Guillermo García, Armando Hart y otros.
El PCC se convertiría en la única formación política del país, que prevale hasta hoy. Es un partido que reúne a menos del diez por ciento de la población y rige incluso por encima de la Constitución. Un partido único, al que se pertenece por elección de sus miembros, o sea, es privativo de un grupo que no confiere posibilidad de contradicción o manifestación diferente a su programa de principios. Entonces cabe preguntarse, ¿cómo un partido con una plataforma privativa que no permite diferencias ni contraposición, puede dirigir los destinos de todos en una nación, con la consiguiente variedad de ideas y proyectos de vida existentes?
No es fortuito que con el tiempo empezaran a aparecer signos de exclusión. Así, los que incurrían en actitudes que eran consideradas «no revolucionarias» fueron estigmatizados y apartados. Entre las condiciones tenidas por contrarias a la revolución, estaban la asunción de creencias religiosas, el vínculo con familiares y amigos que habían emigrado, el apego a modas y gustos occidentales, la inclinación sexual no convencional, el incurrir en alguna crítica a medidas o actos del poder establecido, etc.
Los ciudadanos implicados en tales conductas comenzaron a ser segregados de la masa reconocida como «revolucionaria». No solo se les nombró con apelativos distintivos e injuriosos, como: «bitongos», «blandengues», «enfermitos», «desviados», «hipercríticos» o «gusanos»; sino se les dejó claro que la revolución no les quería ni les necesitaba. Y no solo eso, muchos fueron a parar a las famosas Unidades Militares de Ayuda la Producción, UMAP, donde eran forzados a trabajar para «regenerarse».
Dentro del proceso de purificación política, los actos de repudio devinieron sistemáticos y normales. Eran, son aún, acciones de violencia verbal y física dirigidas a controlar y contener a los que se manifiestan en contra de algo establecido por el poder, o que pretenden abandonar el país. En ellos se azuzaba a una parte del pueblo contra la otra, fomentando así la exclusión y el odio. Recordemos los actos del año 1980, en los que insistentemente se les increpaba con la consigna: «que se vaya la escoria». De modo que el pueblo «revolucionario» expulsaba de su seno a quienes pensaban distinto, como si fueran un desecho indeseable. Todos estos episodios escindieron la nación y promovieron el resentimiento. Además, cerraron la puerta a cualquier proceso de diálogo y consenso, lo cual ha contribuido al desmembramiento del tejido social.
La propia práctica sociopolítica ha demostrado ostensiblemente que no todos han tenido la posibilidad de ejercer su propia dignidad, pues esta presupone el respeto a la diversidad de los seres humanos. Al verificar la notoria distinción y participación preferente que se otorga a las personas que respaldan las proyecciones y decisiones del único partido existente, uno no puede menos que traer a colación aquella ingeniosa frase de Orwell en su Rebelión en la Granja: «Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros». Así, priorizando solo a los que se atienen a las normas del grupo en el poder, no se puede integrar una sociedad de equidad y participación general, respetuosa de la totalidad de la nación.
El grupo gobernante no supo, o no quiso, percatarse de que su funcionamiento debió respetar el destino de todos los ciudadanos del país, sin distingos de ninguna índole; no solo de sus acólitos. El proyecto de homogeneizar a la totalidad de los ciudadanos bajo el rubro de «revolucionario» o «comunista», sin considerar la natural variedad de modos de ser de los humanos y, sobre todo, prescindiendo de que estos pudieran formar parte normal de nuestra existencia socio-política, lesionó en gran medida el desempeño ecuánime y benéfico de nuestra sociedad.
Antes bien, se instauró un férreo sistema de control y represión que propició la animosidad, la polarización y la división. Este fue el resultado de no haber establecido, desde el inicio, condiciones para la comunicación franca y permanente entre partes cívicas con diversidad de ideas, con el fin de evitar conflictos y crear un clima de respeto y concertación que facilitara una coexistencia armoniosa y fructífera. Solo de ese modo se pudiera realizar en verdad la formula preconizada por Martí: «Con todos y para el bien de todos».
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Imagen principal: Victoria Blanco / CXC.