Carlos de la Torre: el primer rector reformista y el último sabio naturalista
Carlos de la Torre nació en Matanzas el 15 de mayo de 1858. Por entonces, los cubanos éramos súbditos de la corona española. Hoy tampoco somos libres. Una corona llamada envidia rige los destinos de una república carente de ciudadanos en la historia de las Américas.
Desde joven podía vérsele, incansable, con altas botas, el fango hasta las rodillas, buscando caracoles. La malacología sería su especialidad definitiva; no de manera fortuita. Las conchas fosilizan bien y brindaban la clave para el estudio de la evolución.
Felipe Poey, su mentor y maestro, cuando el discípulo le rectifica mientras armaban la cabeza de un manjuarí, afirmó entusiasmado: «El doctor Carlos de la Torre ha labrado para sí mismo una corona en la que el coro de los naturalistas inscribirá su nombre». Luego, al sentir que se acercaba su fin, pide públicamente a Carlos que brille como el sol desde la ciencia para iluminar cuando él estuviera en tumba fría. Fueron palabras proféticas.
Al año de la muerte de Poey, Carlos de la Torre realiza observaciones que permitieron, por vez primera, considerar la edad geológica de la isla. Sus hallazgos paleontológicos evidenciaron la existencia del Jurásico en Cuba y su naturaleza continental en el Pleistoceno. Con el descubrimiento de los ammonites, y luego del megalocnus rodens ―un enorme mamífero desdentado― se sentaban definitivamente las bases de la Geología y la Paleobiología antillanas.
El reinicio de la Guerra de Independencia se produce cuando Carlos de la Torre es ya un afamado catedrático. Se marcha porque no soporta el trato con los colegas que ―apáticos con el destino de la patria, o leguleyos con la corona española― fingen en las conversaciones que nada ocurre en el oriente del país. Abandona la universidad, no a Cuba, que en su corazón permanece. En Londres, París, Washington o Filadelfia, los científicos lo reciben con aplausos y le reservan lugares de honor.
Dr. Carlos de la Torre y Huerta con su Megalocnus rodens, en esta fotografía que dedica al escritor Carlos Trelles Govín.
Cuando en la tierra cubana muere el imperio español, regresa el científico a la patria y a su querida universidad. Ya no es la Real y Pontificia, es la Universidad de La Habana. Carlos de la Torre siente que aún tiene fuerzas para explorar pantanos y coleccionar caracoles; pero medallas, condecoraciones y la membresía de las más prestigiosas asociaciones del mundo, son pesada ancla.
Entiende, viendo a su patria devastada por la guerra, que su mundo tendrá que ser también el magisterio y la política. No puede dedicar todo el tiempo a la ciencia ni a la investigación, como quisiera. Es una encrucijada: por un sendero toma la mente, que es guiada por el deber; por el otro, el corazón, que no obedece a ley alguna. Solo al final se encontrarán.
Es elegido alcalde y tiene a su cargo atender los actos oficiales por el establecimiento de la República, el 20 de mayo en 1902. Lo proponen para presidente del legislativo. Máximo Gómez le pide que funde, junto a él, un nuevo partido político. Carlos podría negarse ante el Generalísimo porque él no es militar, pero carece de fuerzas para decir no a un amigo.
El tiempo se llena con papeles y clases. Imparte, simultáneamente, las asignaturas de Geología, Paleontología y Antropología en la Universidad. Preside cátedras y asume decanatos. Al mismo tiempo, continúa estudiando y obtiene los títulos de doctor en Medicina y doctor en Farmacia. Como nunca está satisfecho, incursiona en la Pedagogía.
Para agradecerle, la Universidad de La Habana lo nombra «Profesor Emeritus». Es el primer cubano en recibir tal reconocimiento. A la altura de 1921, ocupa el puesto de rector. Fue este el momento en que su nombre se inscribe, indeleble, en la historia política de Cuba.
Una nueva etapa comenzaba. Tenía como epicentro de la acción revolucionaria y la inconformidad, al recinto universitario. En noviembre de 1922 un joven irreverente, que luego fundará el Partido Comunista de Cuba, lanza el primer número de la revista Alma Mater. El 4 de diciembre, el rector José Arce, de la Universidad de Buenos Aires, a quien de la Torre distingue con el título de «doctor Honoris Causa», habla a los estudiantes y profesores acerca de la reforma en su país, de la autonomía universitaria, y llega incluso a proponer la reforma como proyecto de interés para transformar la nación. Julio Antonio Mella arde con una oscura luz. El 21 del mismo mes, se constituye la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) de la cual asumiría como su secretario unos días después.
Comienza turbulento 1923. A fin de dar solución a las revueltas, los estudiantes y el rector acuerdan una reunión en el Aula Magna. Es invitado el filósofo Enrique José Varona, quien, dado lo singular de los acontecimientos, abandona su retiro para presentarse. Fue el primero en llegar. Don Carlos, al verle, va a su encuentro y lo invita a sentarse junto a él. No son amigos, aunque se conocen desde hace años. Luego llega el general independentista Eusebio Hernández. Finalmente, por la puerta lateral, aparece el jefe de la policía de La Habana. Nadie le invitó, pero el oficial insistió en que lo aceptaran. El rector le saluda desde lejos, apenas con un gesto.
Allí está Julio Antonio, junto a Felio Marinello ―el presidente de la FEU― y otros estudiantes. Pretenden la depuración del claustro. No quieren más «profesores loros», catedráticos que repiten, año tras año, las mismas conferencias sin investigar ni ser capaces de aclarar dudas. Carlos de la Torre y el positivista Varona están de acuerdo en dejar atrás el estilo escolástico de la universidad. Coinciden en los fines, no en los medios. De la Torre y Varona quieren cambiar las cosas mientras dicen que no hay revolución. Mella sostiene vehementemente otro ideal. Conquistar el poder, y llevar esta vez la tea de occidente a oriente. Quiere instaurar la dictadura del proletariado. Por eso escribe que el primer deber de un universitario es compartir sus conocimientos con los obreros.
Mella comienza con palabras incendiarias: «Sangre son mis palabras y herida está mi alma al contemplar la universidad como está hoy...Vengo a pedir la reforma de la universidad declarando que no habré de callarme ante la coacción ni ante la amenaza, que no claudicaré y que pondré al descubierto todas las lacras que hay en esta universidad (...)» Fue esto suficiente, para que la magnífica acústica del Aula Magna resonara con el eco de un golpe sobre la mesa de madera preciosa. No se recuerda que don Carlos diera manotazos, pero esa vez lo hizo. Parado abruptamente, miraba al joven rebelde cuando exclamó: «En mi carácter de rector no puedo, desde este sitio, tolerar que haya ofensas de ninguna clase para nadie».
Mella y don Carlos se miraron fijamente. Tal vez Julio Antonio era una especie de mutante emocional. Los genes, responsables de la reacción del miedo como adquisición evolutiva que permite la supervivencia, se encontraban misteriosamente desactivados en el joven revolucionario. Su padre lo había llamado Nicanor. No le temía y tomó el nombre de los emperadores romanos. Tampoco temblará años más tarde frente a Gerardo Machado; y por esto, un pistolero lo asesinó por la espalda. No temía a los profesores. Enfrentar a uno de ellos, que había suspendido a su novia, fue motivo para que lo expulsaran de la universidad. Llegaría a desobedecer incluso al Partido Comunista del que fue fundador en 1925, y que lo expulsaría de sus filas.
Mella no se enfrentaba ahora con un catedrático «papagayo», sino con el último sabio naturalista cubano. Probablemente no conocía al gran perezoso desdentado, pero sabía que don Carlos era el primer promotor de la reforma. Solicita su permiso para continuar hablando. Carlos asiente con un gesto, y en el Aula Magna resuenan sus palabras otra vez. Más fuertes porque más dulces. Hasta la verdad, de la moderación necesita: «Mi alma es demasiado grande, mi corazón demasiado noble para hacer ofensas gratuitas, o para poner al descubierto aquí en esta Aula Magna, faltas que nos avergüenzan por igual a todos... sólo deseo una profunda depuración, no vengo a señalar hechos ni a citar nombres».
Dr. Carlos de la Torre Huerta
No fue suficiente aquella escena de nuestra historia para confundir a los catedráticos «loros». ¿Será casual que las universidades surgieran en el medioevo? El consejo universitario, compuesto en su mayoría por profesores conservadores, se reúne de emergencia. Es inaceptable para ellos la actitud de don Carlos. Se le destituye en cuestión de horas. Mella llama a la FEU en defensa del rector. A la vanguardia están los treinta «manicatos». Hablan, pero si las palabras fueran insuficientes, están dispuestos a recurrir a los músculos.
En aquella época no existía la escalinata. El acceso al recinto se realizaba por una entrada lateral. Allí, los jóvenes revoltosos, que se habían apropiado de la universidad, tienden la bandera cubana cual gigante alfombra. La única forma de entrar es pisándola. Los catedráticos anti reforma no se atreven a mancillarla públicamente y, enfurecidos, acuden al jefe de la policía. El mismo que se autoinvitó al Aula Magna.
No marcha el oficial con sus guardias a la universidad, como quieren los iracundos profesores. Se dirige a ver al presidente Alfredo Zayas. Ferviente admirador de Francia, quiso el destino que ser afrancesado, fuese en aquel caso de provecho. No era profeta Alfredo Zayas, ni visionario; pero vio en las estrellas el mayo francés de 1968.
Los estudiantes habían tomado la universidad... pronto los obreros llamarían a la huelga. El caos reinaría en la ciudad. Y, razonablemente, Zayas debió pensar: «Si Robespierre pasó por la guillotina el esbelto cuello de tantas bellas princesas... ¿por qué no habré de pasar yo por esta máquina los pescuezos de mis catedráticos loros?» El presidente de la República firmó, y la reforma universitaria quedó aprobada.
Era febrero de 1923. En La Habana y su universidad sopla un frío viento. Faltarán más de tres años. En algún lugar distante, en el oriente cubano, nacerá un niño al que sus padres nombrarán Fidel Alejandro.
La ventura duró poco. Un asno con garras es un híbrido infernal. Gerardo Machado se hace con el poder, y lo prorroga dando la espalda a la Constitución. Mella será asesinado en enero de 1929. En 1930, Carlos de la Torre apoya explícitamente a los estudiantes que se levantan contra el gobierno; incluso, visita en presidio a los que resultaron presos por la manifestación del treinta de septiembre. No le queda otra alternativa que el exilio. Desde Nueva York continuará apoyando la lucha contra la dictadura.
Cuando cae la tiranía regresa a Cuba el insigne científico. Mendieta le nombra presidente del Consejo de Estado, pero a don Carlos le repugna la inconsistencia de aquel gobierno. En cuestión de semanas presenta su renuncia. Trabaja sin descanso en sus colecciones. Ya no es joven; sin embargo, saca fuerzas para sus expediciones.
La muerte se sienta junto a él. Es 19 de febrero de 1950. Ese día marca el fin de la etapa dorada de las ciencias naturales. La muerte le habla con dulzura. El último sabio naturalista cubano la esperaba tranquilo. No deja dineros o tierras a nadie. Su único tesoro serán cajones de madera repletos de conchas. Algunas blanquecinas e incompletas; otras, preciosas. Polymitas de colores que aturden la mente. Sus queridos caracoles, los que buscaba desde joven, cuando la fiebre casi se lo lleva, y que le permitieron descubrir el origen de nuestra tierra.
Su único busto se encuentra ubicado en el Vedado, justo en la esquina de Paseo y 17. Musgo y óxido desfiguran el rostro. El Partido Comunista decidió castigar desde hace años su no militancia y los muchos aplausos recibidos desde Washington. Fue castigado con el deterioro de su imagen. Sobre la piedra ennegrecida, grabáronse ha, letras que la lluvia y la desidia borran, pero aún puede leerse:
CARLOS DE LA TORRE
Y DE LA HUERTA
...
PATRIOTA Y EDUCADOR
SABIO NATURALISTA
ALCALDE DE LA HABANA
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Imagen principal: Smithsonian Office of Public Affairs.