«Yo no sabía», el himno moral de nuestro tiempo

En las últimas semanas, dos sucesos en apariencia inconexos me han devuelto al tema de la responsabilidad cívica: el primero es la huelga de hambre del preso político cubano Yosvany Rosell García; el segundo, el estreno de Núremberg, la película de James Vanderbilt en la que Russell Crowe interpreta a Hermann Göring, el lugarteniente de Hitler.

La cinta, un drama histórico entretenido e inquietante, recrea la época de los juicios contra la cúpula del Reich y la relación entre Göring y el psiquiatra estadounidense encargado de evaluarlo para comprender los orígenes del mal. La defensa del jerarca nazi ante el tribunal que acabaría condenándolo a la horca, descansó en una idea de insultante simpleza: aseguró no saber lo que ocurría en los campos de exterminio que él mismo había contribuido a edificar.

A primera vista, la huelga de hambre de Yosvany Rosell y una película sobre la Segunda Guerra Mundial habitan universos históricos distintos; sin embargo, comparten un punto de contacto en la excusa de Göring: la bendita y aparentemente inexpugnable ignorancia. Ocho décadas después de que el obeso mariscal la agitara como pañuelo blanco frente a jueces internacionales, y ante la posibilidad real de que un joven holguinero, padre de tres hijos, condenado injustamente, muriera de hambre amarrado a una camilla por sicarios del régimen cubano, algunos en la Isla recurrieron al socorrido «no sé lo que está pasando», o a su variante individual, «no conozco a esa persona».

En Núremberg nadie creyó a Göring, pues resultaba inadmisible que un hombre en su posición desconociera la maquinaria de asesinato industrial que funcionó durante años como política de Estado en Alemania. En la Cuba del siglo XXI —interconectada pese a los apagones, lo caro del acceso a internet y la represión a medios y periodistas— esa excusa carece de la misma solidez. Suena tan vacía como la coartada del estudiante que finge un dolor de estómago para ausentarse de clase. Es cómoda, pero insostenible e infame.

El fenómeno, por supuesto, no es nuevo ni viajó a Cuba a través de la amistad de Fidel Castro con el dictador alemán Erich Honecker. Como cualquier pulsión humana, lleva décadas siendo estudiado. Stanley Cohen, profesor emérito de Sociología en la London School of Economics, ofrece en States of Denial (2001) una suerte de anatomía del «no querer saber». Su premisa central es que la negación no es ausencia de conocimiento, sino un modo de gestionarlo. Por tanto, es más compleja que la ignorancia cruda, es una operación psicológica, social y política que permite convivir con realidades moralmente intolerables.

Cohen distingue tres formas de negación: la literal, en la que la persona rechaza los hechos más explícitos («eso no sucedió», «todo es un invento»), propia de sistemas cerrados, donde la versión oficial se impone como única verdad; la interpretativa, que acepta los hechos pero diluye su significado («no fue tortura, fue un procedimiento disciplinario»); y la implicatoria, la más sutil, en la que los hechos y su significado se reconocen, pero no se actúa en consecuencia («sé que está mal, pero no puedo hacer nada»).

Por su parte, el psicólogo Albert Bandura aporta otra capa al análisis cuando afirma que en ocasiones los individuos desconectan la brújula moral para exculparse por lo que se permite, se observa o se ejecuta. Entre los mecanismos de desconexión, familiares todos para los cubanos, están la justificación moral («es por el bien del país»), el uso de eufemismos («situación compleja» para nombrar crisis humanitaria), la comparación ventajosa («en otros lugares están peor»), el desplazamiento y difusión de responsabilidad («solo cumplo órdenes»), la deshumanización del disidente, y culpar a la víctima («si no se hubiera metido en política, nada de esto le hubiera sucedido»). La desconexión moral opera como un analgésico que entumece la conciencia mientras la realidad se degrada.

A estos enfoques, puede sumarse la tesis de Jason Stanley sobre la propaganda como generadora de confusión deliberada, así como la espiral del silencio descrita por Elisabeth Noelle-Neumann, según la cual, el miedo al aislamiento social y a la sanción simbólica induce a muchos a callar, acomodarse o repetir el relato dominante, incluso cuando no lo creen.

Frente a estas estrategias que la academia ha descrito con precisión —y que en Cuba se practican con disciplina casi monástica— el antídoto es uno: la práctica de una ética de la responsabilidad que no delegue en la comodidad del «yo no sabía» lo que exige una toma de postura.

Del mismo modo que muchos ciudadanos del Reich optaron por no ver las cenizas que caían sobre los vidrios de sus ventanas, o fingieron no escuchar el sonido de los trenes que regresaban vacíos de los campos de exterminio, la indiferencia hacia la suerte de los presos políticos cubanos está lejos de ser un gesto neutro. Es, por el contrario, una forma de colaboración pasiva con el engranaje que los priva de libertad. Y lo mismo vale para quienes mueren de hambre, de enfermedades prevenibles o de simple abandono en las calles de la Isla. Esas tragedias ocurren ante una sociedad entrenada para mirar hacia otro lado como mecanismo de supervivencia.

Asumir la responsabilidad ética implica romper esa economía del desentendimiento, aceptar que callar no preserva a nadie, ni barrer bajo la alfombra hace desaparecer la suciedad. El sufrimiento de quienes languidecen en celdas, hospitales sin insumos o barrios en ruinas, nos interpela porque podría, en cualquier giro de la rueda, ser el nuestro o el de quienes amamos. La dignidad humana, palabra gastada pero radicalmente indispensable para construir una sociedad sana, necesita más que actos de compasión episódica.

Dante Alighieri reserva un lugar en el infierno para los que callan y miran a otro lado: «Esta mísera suerte tienen las tristes almas de esas gentes que vivieron sin gloria y sin infamia. Están mezcladas con el coro infame de ángeles que no se rebelaron, no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos». De cada persona depende que la excusa del «no sabía» deje de ser el himno moral de nuestro tiempo.

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Imagen principal: Ropa de prisioneros de Auschwitz / Depositphotos.

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José Manuel González Rubines

Investigador, periodista, y profesor. Máster en Democracia y Buen Gobierno por la Universidad de Salamanca.

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