Del socialismo «burocrático» al capitalismo autoritario «patrimonial». La transición en las repúblicas ex soviéticas

El «socialismo real», desde su establecimiento en la Rusia bolchevique a su posterior expansión por países de Europa Central y Oriental, Asia y Cuba, ha sido, por una parte, un sistema de administración centralizada basado en la estatización de los medios de producción fundamentales y, por otra, un régimen político totalitario de partido único que, al coartar el desarrollo de libertades políticas y civiles, lejos de resultar una «asociación libre de productores», mantuvo la enajenación de los trabajadores respecto a los medios de producción, reemplazando la dominación del capital privado por el capital estatal.

La transformación de la propiedad privada en estatal fue un proceso impuesto desde un núcleo de poder, que no solo ha fungido como centro político, sino también como centro de decisiones económicas y gestión de los recursos. Así las cosas, la supuesta propiedad de todo el pueblo resultó usufructuada por la densa burocracia que fue necesaria para administrar centralizadamente la economía, y que desechó ―erróneamente― las relaciones de mercado.

Ante las dificultades del funcionamiento económico que resultaba del abandono de las reglas del mercado, en dichos países se intentaron diversas reformas que pretendían el balance entre la administración centralizada y las reglas del mercado; la descentralización de ciertas decisiones económicas; e incluso el reconocimiento de la coexistencia entre diversas formas de propiedad.

Tanto la llamada «autogestión yugoslava», como las reformas adoptadas en Hungría, Polonia y Checoslovaquia en los años sesenta, o las que inició y no concluyó Kosyguin en la Unión Soviética; apuntaban a cambios en el funcionamiento económico sin afectar el carácter totalitario del sistema político. Los únicos intentos de democratización política ocurrieron en 1956 en Hungría, bajo el liderazgo de Imre Nagy, y en 1968 en Checoslovaquia, bajo el de Alexander Dubček. Ambos fueron sofocados por los tanques soviéticos.

Al acceder al poder en 1985, Mijaíl Gorbachov y el nuevo liderazgo soviético iniciaron un proceso de reformas económicas que, inicialmente, iban en la dirección de los intentos anteriores, pero al enfrentar la temprana resistencia del aparato del partido y de los diversos grupos de poder en los niveles de la Unión y las repúblicas, constataron la naturaleza política de los problemas que enfrentaba el sistema, que, lejos de constituir la vanguardia del desarrollo económico y social y del mejoramiento prometido en los niveles de vida, se retrasaba frente a los países capitalistas desarrollados y retrocedía en términos de bienestar material y social de la ciudadanía.

El mantenimiento de la paridad militar con Estados Unidos estaba llevando a la economía soviética ―más pequeña y menos desarrollada― a la bancarrota, sobre todo después de que la administración Reagan anunció su «Iniciativa de Defensa Estratégica». De ahí que la original «Perestroika» (reestructuración en ruso) se complementara con la «glasnost» (apertura, transparencia, en ruso) y la democratización de la sociedad. No fue un intento de destruir el socialismo, sino de transformarlo en un sistema al servicio de la sociedad.

Estos procesos estimularon a la sociedad soviética a ejercer derechos conculcados durante más de siete décadas, lo que, unido a severos problemas económicos, al resurgir de contradicciones entre diversas nacionalidades, y a la agudización de las históricamente existentes entre los sectores reformistas y conservadores dentro de la dirigencia política; condujeron al intento de golpe de estado de agosto de 1991, que precedió al derrumbe por implosión del sistema y de la Unión Soviética misma.

En la medida en que se producían transformaciones económicas y políticas en la Unión Soviética ―que significaron incluso liberación de presos políticos y regreso de disidentes expulsados del país―, cobró fuerza la oposición democrática en los países, hasta ese entonces satélites, de Europa Oriental. En Polonia se reforzó el sindicato libre Solidaridad, convertido en movimiento político opuesto al sistema que, en junio de 1989, barrió al Partido Obrero Unificado Polaco (POUP) en elecciones legislativas semi-libres. En ese año se constituyeron, en Checoslovaquia: el Foro Cívico en Chequia, y el Público contra la Violencia en Eslovaquia; el Foro Nuevo en Alemania Oriental; y la Unión de Fuerzas Democráticas en Bulgaria. En Hungría se había creado el Foro Democrático Húngaro en 1987, y en 1988 aparecieron la Alianza de Demócratas Libres y la Unión Cívica Húngara-Fidesz. En 1988 se fundaron el Movimiento de Reforma de Lituania y los Frentes Populares de Estonia y Letonia, que enfocaron su actividad política en la independencia de sus países de la URSS.

Entre 1989 y 1990, en Europa Central y Oriental fueron derrotados, uno tras otro, los gobiernos comunistas como resultado de manifestaciones populares de protesta contra el inmovilismo político de sus respectivos regímenes; con la garantía de Gorbachov de no intervenir en los asuntos internos de cada uno de ellos.

Mientras tanto, el fantasma del nacionalismo independentista recorría la Unión Soviética. No solo en las repúblicas bálticas, sino también en Ucrania, Bielorrusia y Moldavia, el Cáucaso y Asia Central. El intento del líder soviético de evitar la desintegración del país multinacional con un nuevo tratado de la Unión que promovía una «federación renovada de repúblicas soberanas iguales, basadas en el respeto de los derechos humanos y las libertades de cada nacionalidad»,(1) fue abortado por el intento de golpe de Estado de agosto de 1991. Su fracaso desató las fuerzas desintegradoras de la Unión Soviética.

El entonces presidente de Rusia, Borís Yeltsin, junto a los de Ucrania y Bielorrusia, Leonid Kravchuk y Stanislav Shushkévich, respectivamente, decidieron la independencia de las tres repúblicas, violando así la ratificación del nuevo Tratado de la Unión, que habían votado la mayoría de los electores en los tres territorios. Posteriormente, las demás repúblicas soviéticas adoptaron sus respectivas independencias.

Crisis económica y construcción del capitalismo patrimonial

El desplome del comunismo soviético significó el colapso del sistema de administración centralizada de la economía sin que se hubieran construido las instituciones de los mercados y, mucho menos, las que podrían conducir al establecimiento de regímenes democráticos.

Se quebraron las relaciones económicas tradicionales entre las repúblicas, debido a que en gran medida todas dependían de las directrices del Consejo de Ministros, y especialmente del Comité Estatal de Planificación de la URSS. Cada una debió conformar su banco central y crear su sistema monetario. Adicionalmente, quedaron sin resolver una serie de conflictos de diversa naturaleza, entre ellas y a su interior.

De acuerdo con la base de datos de la Conferencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), el producto interno bruto de la URSS, que había tenido un incremento de 8,4% en 1990, tuvo una variación de -5,9% en 1991; las exportaciones se redujeron de 103.840 millones de dólares en 1990 a 46.274 millones en 1991, mientras las importaciones se contrajeron, de 120.880 millones en 1990 a 43.458 millones en 1991.

A pesar de que los documentos de los Congresos del PCUS proclamaban haber alcanzado el «socialismo desarrollado», volvieron los tiempos de la escasez de alimentos básicos y largas colas para adquirir el pan, la mantequilla, los embutidos y productos lácteos, entre otros. Documentales de la época mostraban estantes vacíos en las tiendas de víveres.

Tras la desintegración de la URSS, en sus Estados sucesores comenzó la transición, desde un sistema de administración centralizado, a la economía de mercado; y de un sistema político comunista, a la democracia en unos casos y al autoritarismo y la autocracia en otros. En los países bálticos, donde se habían consolidado movimientos democráticos durante la época soviética, se establecieron sistemas democráticos inspirados en sus vecinos de la Unión Europea. En cambio, en Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Moldova, los países del Cáucaso y los de Asia Central; diversos clanes herederos del poder soviético accedieron a fuentes ilícitas de enriquecimiento y se apropiaron de una parte considerable de las riquezas económicas, lo que produjo, durante los años noventa, la aparición de la nueva clase de oligarcas, que controlaban los poderes económicos y políticos en sus países respectivos.

En términos generales, la década de los noventa del siglo XX fue una etapa de profundo retroceso económico para las economías ex soviéticas. Entre 1993 y 1999 ―aunque no existen datos disponibles sobre la variación anual del PIB entre 1990 y 1992― solo cuatro de ellas lograron tasas positivas de variación promedio anual del PIB, aunque relativamente bajas en su mayor parte.

Armenia tuvo el mejor desempeño, con un crecimiento promedio anual de 4,8% durante el período (a pesar de que se enfrentaba a Azerbaiyán por el control del Alto Karabaj); Estonia 3,9%; Georgia 2,5% y Letonia 2,0%. El resto tuvo variaciones promedio anuales negativas: Rusia (-3,9%); Ucrania (-8,9%); Bielorrusia (-0,7%); Lituania (-0,2%); Moldova (-6,9%); Azerbaiyán (-6,0%); Kazajistán (-2,5%); Uzbekistán (-0,9%); Kirguistán (-4,3%); Turkmenistán (-3,1%); y Tayikistán (-9,8%).(2) 

En aquellos años se incrementó notablemente la pobreza en dichos países. Según «Transition Report 1999. Ten Years of Transition», elaborado por European Bank for Reconstruction and Development (EBRD), entre 1987-1988 ya se reportaba pobreza en algunas repúblicas de Asia Central. Uzbekistán 24% de la población; Kirguistán y Turkmenistán 12% cada uno, y Kazajistán 5% (el informe no refleja los datos de Tayikistán, Armenia, Azerbaiyán y Georgia); mientras que en las repúblicas europeas oscilaba entre 1% y 4%. Sin embargo, para el período 1993-1995, además de incrementarse la cantidad de pobres, se experimentó un significativo crecimiento del peso relativo de pobres respecto al total de población. Kirguistán reportaba un 88%; Moldova 66%; Kazajistán 65%; Ucrania y Uzbekistán 63%, cada una; Turkmenistán 61%; Rusia 50%; Estonia 37%; Lituania 30%; Letonia y Bielorrusia 22% cada una.

Algunos países enfrentaron guerras civiles o conflictos armados internos. Desde 1988 a 1994 Armenia y Azerbaiyán se enfrentaron por el control de la región del Alto Karabaj; entre 1991 y 1993 Georgia enfrentó un golpe de Estado, una guerra civil y conflictos interétnicos en las regiones de Osetia del Sur y Abjasia; en 1992 estalló el conflicto separatista de Transnistria, territorio mayoritariamente ruso parlante, internacionalmente reconocido como parte de Moldova; entre 1992 y 1997 se produjo la guerra civil en Tayikistán; y entre 1994 y 1996 ocurrió la Primera Guerra de Chechenia, por los intentos separatistas de fuerzas islámicas respecto a Rusia; conflicto que resurgió en 1999 y se extendió por una década.

Tales conflictos demostraron el carácter endeble de la propaganda comunista soviética sobre el «internacionalismo proletario» y la supuesta solución soviética al «problema de las nacionalidades».

La metamorfosis de los liderazgos. De «aparatchiks» a millonarios

Al tiempo que se desintegraba la URSS y desaparecía el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), la mayor parte de los nuevos gobiernos en sus ex repúblicas fueron asumidos por quienes las dirigían desde antes de la disolución. En todos los casos ―salvo Yeltsin, que había abandonado el PCUS en julio de 1990―, eran importantes dirigentes comunistas frente al Partido, el Gobierno o el Soviet Supremo. Sin embargo, muy rápidamente comenzó su mutación política e ideológica y, con ella, el asalto al poder político y económico, sin los frenos que en algún momento existieron desde el liderazgo de la Unión.

En el caso de Rusia, el gobierno de Yeltsin, con sus colaboradores Yegor Gaidar, Viktor Chernomyrdin y Anatoli Chubáis, llevó a cabo una privatización masiva de la propiedad estatal, aparentemente democrática, pero que en realidad permitió la captura del Estado y de la economía por parte de ex funcionarios soviéticos; miembros de las fuerzas de seguridad; directores de empresas y bancos estatales.

La etapa original de privatizaciones (1992-1994), se basó en la entrega a cada ciudadano de vouchers por valor de 10.000 rublos, que podían canjearse por acciones, venderse en mercados secundarios o entregarse a fondos de inversión. La mayor parte de la gente enfrentaba un empobrecimiento en términos de ingresos reales, debido al incremento de precios y la escasez generalizada, y, además, carecían de la información necesaria para la toma de decisiones, por lo que muchos vendieron sus vouchers a directores de empresas, o a quienes habían acumulado recursos gracias a la corrupción y a actividades en los mercados ilegales.

La privatización se produjo en forma de subastas, organizadas por bancos y empresas pantalla a precios artificialmente bajos, por lo que la mayor parte de la propiedad subastada quedó en pocas manos y facilitó la aparición de una oligarquía industrial y financiera. Los oligarcas tomaron el control de grandes empresas en los sectores del petróleo y gas natural, metales y minería, energía, industria manufacturera, medios de comunicación y banca e instituciones financieras. Ellos desempeñaron un rol decisivo en la financiación de la campaña presidencial de Yelstin de 1996, lo que les dio acceso al poder político.

En Rusia no solo se privatizaron las empresas y el control de los recursos naturales; también se privatizó el Estado. Esas privatizaciones se produjeron antes de que se crearan instituciones democráticas sólidas que pudieran regular los mercados, que fueron apareciendo de forma caótica. Lejos de constituirse mercados competitivos, fueron conformadas estructuras oligopólicas que imponían sus condiciones a los mercados y al sistema político. 

Tras su ascenso al poder, Vladimir Putin (3) decidió arrebatar el control del Estado de manos de los oligarcas, eliminando su autonomía. Para ello restauró la primacía del Estado sobre el capital, sin revertir las privatizaciones ni eliminar siquiera a la oligarquía, sino solo a aquellos que se le enfrentaran políticamente. Se legitimó la apropiación mafiosa de los activos estatales siempre que los nuevos millonarios pagaran impuestos, se abstuvieran de financiar a la oposición política y se sometieran a la autoridad presidencial.

Adicionalmente, reforzó el poder central del Estado mediante una estructura vertical; reemplazó la elección libre de gobernadores por su designación presidencial; y restableció el control estatal ―sin estatizar totalmente― sobre sectores estratégicos, como la energía, la defensa y la infraestructura.

Putin no destruyó a la oligarquía, sino que la reorganizó, al sustituir a los oligarcas políticamente autónomos por quienes le profesaban lealtad personal. Reemplazó el capitalismo caótico de la era Yeltsin por un capitalismo autoritario y autocrático; pero no modificó la alta concentración de la riqueza, ni el carácter oligopólico de los mercados, ni la alta dependencia de los ingresos en divisas por las exportaciones de recursos naturales, ni la ausencia de un Estado de derecho.

Por su parte, las repúblicas bálticas tuvieron como objetivo estratégico su integración a la entonces naciente Unión Europea (UE), así como al sistema defensivo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). En Estonia, Letonia y Lituania surgieron instituciones democráticas tempranas que favorecieron la creación de mercados transparentes; se restituyeron los derechos de propiedad anteriores a 1940 mediante la devolución de tierras, inmuebles y empresas pequeñas a antiguos propietarios o herederos, cuando esto no fue posible se les compensó o se les otorgó prioridad en los procesos de privatización; se lograron consensos políticos, de forma tal que el Estado mantuvo su capacidad regulatoria y se evitó la aparición de oligarquías que capturaran la política y la economía. A pesar de que no fueron procesos exentos de contradicciones, lograron sus objetivos estratégicos de integrarse a la UE y la OTAN y alejar la amenaza latente del imperialismo ruso. En la actualidad, sus niveles de vida son mucho más altos que los de las otras repúblicas ex soviéticas.

A diferencia de Rusia, en Ucrania no se produjo una ruptura política radical con el aparato institucional soviético. Ello permitió la persistencia de la burocracia soviética en posiciones de poder político y económico, la que ralentizó el proceso de privatizaciones hasta que estuvo en condiciones de controlarlo y apropiarse en gran medida de las empresas privatizadas. Solo se produjo, inicialmente, la autorización de empresas privadas en el comercio, los servicios y pequeñas empresas urbanas, que pudieran paliar la escasez predominante. A mediados de los noventa, se adoptó el sistema de certificados de privatización (vouchers), con características similares a las rusas. Como había ocurrido en aquel país, la inflación y la pobreza llevaron a su venta masiva y a su adquisición por redes clientelares, formadas por la burocracia administrativa y antiguamente partidista.

También se adoptaron mecanismos de arrendamiento, con opciones de compra que fueron aprovechadas por la burocracia para adquirir las empresas a precios irrisorios. Como resultado, en Ucrania se conformó una oligarquía que controla gran parte de la industria, la banca y los medios de comunicación, con fuerte influencia política. La victoria de Volodymir Zelenski en las elecciones de 2019 fue interpretada como el hastío social por la sistemática corrupción que afectaba a los diversos grupos políticos post-soviéticos, pero de forma temprana se enfrentó a los grupos de poder prorrusos del Donbáss, lo que, entre otras razones, condujo a la invasión de su territorio por tropas rusas y al inicio de una guerra tremendamente destructiva que ya va para su cuarto año.

En Azerbaiyán y Kazajistán, se mantuvo el control estatal sobre los sectores estratégicos y los recursos naturales, pero ocurrieron privatizaciones selectivas que permitieron la emergencia de un empresariado vinculado al poder político, caracterizado en ambos países por sistemas autoritarios y autocráticos con apariencia democrática por elecciones.

En Azerbaiyán, la familia Aliev ha controlado el poder desde las primeras elecciones después de la independencia. El antiguo dirigente comunista Gueidar Aliev, destituido por Gorbachov en 1987, asumió la presidencia del país en 1993 hasta poco antes de su fallecimiento, en 2003, y fue sustituido por su hijo Ilham Aliev, que actualmente gobierna.

En Kazajistán, el entonces líder comunista y presidente Nursultán Nazarbáyev gobernó hasta su retiro parcial en 2019, y definitivo en 2022; aunque en 2010 había sido proclamado Elbasy (Líder de la Nación). Nazarbáyev fomentó el culto a su persona al punto de que la nueva capital, Astaná, fue renombrada Nursultán entre 2019 y 2022. En la actualidad, el nuevo presidente, Kassym Jomart Tokayev, consolida sus redes de poder, toda vez que se ha desprendido del tutelaje de Nazarbáyev, que perdió su poder desde las revueltas populares contra el aumento de precios y prodemocracia de 2022, sofocadas con ayuda de tropas rusas.

Kirguistán desarrolló una rápida privatización, mediante la creación de un marco legal, basado en la Ley de desestatización y privatización (1991) y la creación de un Fondo Estatal de Propiedad (1992), mecanismos diseñados con el apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI) bajo el régimen de Askar Akayev, quien gobernaba el territorio desde 1990, cuando aún era parte de la URSS. En 2005 fue depuesto por protestas populares ―conocidas como «Revolución de los Tulipanes»― ocurridas tras unas elecciones calificadas de fraudulentas, y dirigidas contra el autoritarismo y la corrupción.

Dado su bajo nivel de desarrollo y escasez de recursos, el país fue abierto a la inversión extranjera directa. Las privatizaciones se desarrollaron mediante subastas públicas, ventas directas y arrendamientos con opción de compra, que favorecieron a las redes clientelares post-soviéticas. También en Kirguistán se evitó la construcción de un sistema institucional previo, que gestara el marco legal para la transición ordenada de una economía centralizada hacia una de mercado.

Georgia, Armenia, Moldova y Tayikistán desarrollaron sus transiciones respectivas hacia la formación de un capitalismo patrimonial, con captura del Estado y de la economía por parte de redes clientelares vinculadas al antiguo poder soviético y/o grupos militares y nuevos ricos que emergieron de una muy rentable actividad ilegal. En los cuatro casos, dicho proceso tuvo lugar en medio de guerras civiles y conflictos regionales. En ninguno de ellos se desarrollaron instituciones para los mercados, ni se construyeron Estados de derecho.

En Turkmenistán, Uzbekistán y Bielorrusia (después de que Lukashenko asumiera el poder en 1994), los Estados respectivos mantuvieron el control sobre la economía, con privatizaciones limitadas a pequeñas y medianas empresas. Se han caracterizado también por el establecimiento de poderes autocráticos, con fuerte componente de culto a la personalidad de sus gobernantes y gran represión a la oposición.

Durante los años noventa, en Turkmenistán se produjo una privatización limitada a las microempresas, pero el Estado controla aún la producción de gas, la industria y la agricultura, que son sectores estratégicos. No obstante, aunque la propiedad es formalmente estatal, la apropiación del Estado que ha logrado la familia Berdymujamedov ha permitido su control patrimonial sobre los principales recursos del país. Existen asimismo evidencias de propiedades de miembros de esa familia y asociados en otros países.

En Uzbekistán también se produjeron privatizaciones limitadas, con la aparición de pequeñas empresas y trabajadores por cuenta propia, pero el Estado conservó la propiedad de los sectores estratégicos. Al igual que en el caso turkmeno, se produjo la captura del Estado por un régimen autoritario patrimonial, que al no consolidar a una sola familia gobernante ha permitido el control regulatorio discrecional, con fuertes entramados corruptos.

El régimen de Islam Karimov (1991-2016) se caracterizó por mantener el sistema de economía formalmente estatizada, pero con apropiación privada de beneficios, basados en lealtades políticas. Tras su fallecimiento, su sucesor, Shavkat Mirziyoyev, ha realizado una apertura económica parcial. Reconfiguró el sistema patrimonial y reemplazó al gobierno de clanes político-familiares por un sistema más tecnocrático, aunque fuertemente centralizado y basado en lealtades clientelares. Ellos controlan los principales recursos del país: el oro y la minería, la energía, banca estatal, telecomunicaciones e importaciones estratégicas.

En Bielorrusia, en cambio, se ha conservado un sistema económico parecido al ex soviético, toda vez que el Estado ―gobernado autocráticamente por Lukashenko― controla, a través de sus empresas, los principales sectores de la economía (fabricación de maquinaria pesada, refinación de petróleo, agroindustria, etc.). A diferencia de los asiáticos, no se han formado clases político-familiares; y a diferencia de Rusia, tampoco apareció allí una oligarquía autónoma, resultado de la captura privada de las principales empresas del país en los años noventa. Sin embargo, se han desarrollado redes clientelares que reciben beneficios a cambio de lealtad política, lo que ha permitido la aparición de una oligarquía que existe como beneficio del reconocimiento a su vasallaje político.

A manera de resumen

Salvo los casos de Estonia, Letonia y Lituania, que han construido economías de mercado y democracias liberales con instituciones inclusivas sólidas, cuyo resultado ha sido un mejoramiento sostenido de los niveles de vida de sus sociedades respectivas; las demás repúblicas ex soviéticas, con Rusia a la cabeza, han reemplazado el socialismo burocrático por un capitalismo autoritario patrimonial.

En la mayor parte de estos países, las antiguas burocracias soviéticas se transformaron en oligarquías que garantizan su supervivencia mediante la asociación con los diversos regímenes autoritarios (o a veces autocráticos) que rigen en ellos. Dichas oligarquías, y los grupos de poder formados en torno a gobernantes autocráticos; han protagonizado la captura de sus respectivos Estados, así como de parte de los recursos naturales y principales riquezas de sus economías. Para lograrlo, se han apoyado en instituciones extractivas, concebidas para reproducir el control político de las sociedades por los grupos de poder. En todos ellos se ha impedido la creación de Estados de derechos y se desconocen sistemáticamente libertades civiles básicas.

En Cuba, a menos que la sociedad civil se movilice a favor de la democratización del sistema político de forma tal que se funden instituciones que permitan la construcción de un Estado de derecho, existe el peligro de que la burocracia logre imponer una transición hacia un capitalismo autoritario patrimonial, al estilo de lo que ha ocurrido en la mayor parte de las repúblicas ex soviéticas, las que ―no por gusto― se muestran en la actualidad como aliadas del régimen cubano. De hecho, esta transición ya está ocurriendo de forma cada vez más evidente. Ello significaría la profundización de la pobreza y las desigualdades sociales; el mantenimiento de la actual exclusión de la parte de la sociedad que carece de posibilidades para satisfacer sus necesidades básicas con los resultados de su trabajo; así como la persistencia del subdesarrollo.   

***

(1) El referéndum tuvo lugar el 17 de marzo de 1991 en solo nueve de las quince repúblicas de la Unión, porque fue boicoteado por los líderes de Armenia, Georgia, Moldova, Estonia, Letonia y Lituania, que habían declarado su independencia de la URSS. El resultado fue 77,85% por el SI y 22,15% por el NO. Participó el 80,03% del electorado.

(2) Cálculos del autor con base a UNCTAD (2025) Unctadstat.

(3) Nombrado primer ministro en 1999. Tras la renuncia de Yeltsin, el 31 de diciembre de ese año, asumió la presidencia de forma interina, hasta que fue elegido para el cargo en marzo de 2000, y reelegido en 2004. Entre 2008 y 2012 fue primer ministro. Ha sido elegido presidente en 2012, 2018 y 2024.

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Imagen principal: Unai Aranzadi / La Marea.

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Mauricio De Miranda Parrondo

Doctor en Economía Internacional y Desarrollo. Profesor Titular e Investigador de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali, Colombia.

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