Educación y transición democrática en Cuba: reconstrucción de un modelo cívico

En los procesos de transición democrática, la educación suele ocupar un lugar secundario en la agenda pública frente a asuntos como la reforma constitucional, el rediseño institucional o las garantías de pluralismo político. Sin embargo, los estudios comparados sobre transiciones en Europa del Este, América Latina y Asia indican que los legados educativos de los regímenes autoritarios tienen un impacto profundo y duradero en las actitudes ciudadanas, la cultura política y la capacidad colectiva para sostener un régimen pluralista. En el caso cubano, donde la educación ha sido uno de los pilares centrales del proyecto revolucionario, este impacto es aún más pronunciado.

¿Cómo condiciona la educación recibida la manera en que los ciudadanos afrontan una transición democrática? Y, sobre todo, ¿cómo deconstruir un sistema escolar diseñado para la obediencia y reconstruir otro que forme ciudadanos libres, críticos y capaces de convivir en un orden democrático?

Este texto examina esas cuestiones desde evidencia empírica reciente, teorías pedagógicas reconocidas y lecciones comparadas de otros procesos de transición. Finalmente, propone un marco normativo para la reconstrucción del sistema educativo cubano.

Los regímenes autoritarios establecen condicionamientos educativos, analicemos los fundamentales:

La educación como dispositivo de conformación ideológica

Los sistemas educativos autoritarios no solo transmiten contenidos; construyen subjetividades políticas. Como señaló Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo: «El objetivo del totalitarismo no es convencer, sino organizar a las masas de tal manera que no puedan formarse una opinión propia». Esta noción sintetiza el propósito de la educación cubana durante más de seis décadas: producir ciudadanos políticamente previsibles.

Los hallazgos recientes de Österman y Robinson demuestran que el efecto de la educación sobre el apoyo a la democracia es condicional al régimen bajo el cual las personas fueron escolarizadas. Sus datos, basados en 150 países desde 1995, muestran que en contextos autoritarios niveles más altos de educación pueden correlacionarse con menor satisfacción con la democracia posterior a la transición. En otras palabras, la educación autoritaria no forma futuros demócratas. Una población altamente escolarizada no garantiza una ciudadanía comprometida con la pluralidad, la deliberación y el disenso.

La pedagogía de la obediencia

Paulo Freire, una de las voces más influyentes en pedagogía crítica, en su texto Pedagogía del oprimido, argumentó que los sistemas educativos autoritarios se fundamentan en la «educación bancaria», donde el estudiante es un receptáculo pasivo y la educación «se convierte en un acto de depositar, en el cual los alumnos son los recipientes y el objetivo consiste en llenar esos recipientes». En La educación como práctica de la libertad, el propio autor expresó: «La domesticación, característica de la educación autoritaria, transforma a los oprimidos en seres dóciles, adaptados al mundo tal cual es».

Esta lógica describe con precisión el diseño curricular, los métodos de evaluación, la politización de la formación docente y el control ideológico del sistema educativo cubano.

Estudios recientes refuerzan tal descripción. Tetteh y Edgell, desde el laboratorio V-Dem, analizan la «capacidad de adoctrinamiento» de sistemas escolares autoritarios y concluyen que esta reduce la movilización democrática y tiende a producir ciudadanos dependientes del Estado. Para ellos, la educación autoritaria se orienta a inhibir la autonomía y la iniciativa política.

El legado educativo como problema para la transición

Las transiciones democráticas no empiezan sobre un terreno vacío. El trabajo de Elsayed, Hilbig y Ziblatt (2025), basado en Alemania Oriental, muestra que las actitudes autoritarias inculcadas por la escolarización pueden persistir incluso después de tres décadas. Su estudio revela que los efectos de la socialización autoritaria se mantienen, y que afectan más a ciertos grupos (como los hombres).

Esta persistencia implica que la transición cubana enfrentará un desafío estructural: miles de personas con una educación política moldeada para la obediencia, la unanimidad y la desconfianza hacia el pluralismo. ¿Cómo concebir entonces la relación entre educación y ciudadanía ante un escenario de transición?

El desafío de formar «demócratas»

En Democracy and the Limits of Self-Government, Adam Przeworski expresó una idea fundamental: «Las democracias no funcionan sin demócratas, y estos no se improvisan: se forman a través de la experiencia, la socialización y la educación».

La futura transición cubana exige algo más hondo que la sustitución de estructuras jurídicas y políticas; requiere, ante todo, una reconfiguración cultural que permita desmontar hábitos políticos sedimentados durante más de seis décadas. ¿Cómo podría funcionar una democracia si quienes debieran sostenerla llevan generaciones aprendiendo, explícita o implícitamente, que desconfiar es más seguro que participar, que obedecer es más eficiente que deliberar?

Las sociedades que han pasado por sistemas autoritarios suelen arrastrar un legado psicológico y cívico difícil de desterrar: tienden a desconfiar de instituciones independientes; prefieren liderazgos fuertes y centralizados; muestran baja tolerancia al conflicto político; y perciben el disenso como amenaza y no como práctica democrática. La cultura autoritaria heredada exalta la unanimidad donde hace falta deliberación, y esto nos sitúa ante un cambio cultural reflejo de la subordinación de décadas.

Estos patrones están bien documentados en estudios sobre post-comunismo, post-fascismo y diversas autocracias contemporáneas. Las heridas del autoritarismo no se cierran con decretos ni la ciudadanía se transforma por simple exposición a nuevas reglas. El cambio institucional no basta si la sociedad no ha cambiado sus códigos de valores, expectativas y hasta sus miedos.

Cuba no escapa a tal regularidad. A pesar de registrar niveles de escolaridad superiores al promedio regional, los indicadores sociales cuentan otra historia. Las encuestas de Latinobarómetro muestran, año tras año, bajos niveles de apoyo a la democracia, escasa satisfacción con el funcionamiento institucional y una confianza social debilitada. Hay educación formal, pero, sin duda, hay poca cultura democrática.

Esto no quiere decir que la transición sea imposible. Significa que será compleja y en proceso, más o menos prolongada y profundamente pedagógica. Una democracia no se decreta: se aprende, se practica. La pregunta crucial no es solo qué instituciones tendrá Cuba mañana, sino qué cultura política podrá sostenerlas sin repetir miedos y errores a la unanimidad impostada. Ese es el problema entre cambio y continuidad.

El tiempo político de la transición

Una transición democrática requiere simultáneamente de tiempos políticos, económicos, y cívicos que interactúen para hacer viable esa nueva sociedad que surge del autoritarismo: legitimidad, funcionalidad y participación activa son las bases de una democracia en construcción. John Dewey, en Democracy and Education, texto de 1916, lo formuló con claridad: «La democracia tiene que nacer de nuevo en cada generación, y la educación es su partera».

En Cuba, sin embargo, la transición llegará con una generación políticamente formada por un sistema que anuló el pluralismo. La reconstrucción, entonces, debe ser intencional, acelerada y sostenible; en tanto la deconstrucción del sistema educativo actual, requerirá de pasos y principios que son analizados a continuación.

Auditoría del legado autoritario

La primera tarea en cualquier transición democrática no es construir, sino desmontar. Toda reforma profunda exige, primero, una mirada clínica sobre aquello que durante décadas fue presentado como incuestionable. La experiencia de Europa del Este, de Chile tras la dictadura y de Sudáfrica después del apartheid confirma que ningún sistema educativo puede renovarse sin una auditoría integral capaz de revelar su arquitectura ideológica. Es necesario identificar contenidos explícitamente doctrinarios, sesgos incrustados en los libros de texto, mecanismos de control político que operaban bajo la apariencia de normalidad, estructuras de vigilancia en escuelas y universidades, prácticas sistemáticas de censura o autocensura y redes de lealtad partidista insertas en la formación docente. Solo a partir de ese desmontaje —minucioso, incómodo, imprescindible— puede comenzar la verdadera reconstrucción educativa.

Este proceso debe ser público, transparente y participativo. Como advierte Paglayan, la educación autoritaria suele presentar una apariencia de neutralidad técnica, cuando en realidad es un mecanismo sofisticado de control.

La formación docente como núcleo de la transición

Las transiciones exitosas (España, Uruguay, República Checa) coinciden en un elemento: la renovación de la formación docente. Cualquier reforma curricular será ineficaz sin un profesorado capaz de impartir pedagogías democráticas.

En Theory and Resistance in Education, de 1983, Henry Giroux lo expresó tajantemente: «La educación nunca es neutral: o funciona como instrumento de dominación o como práctica de libertad».

Las políticas prioritarias deben incluir:

  • formación acelerada en pedagogía crítica;

  • cursos de ética pública y derechos humanos;

  • despolitización de los institutos pedagógicos;

  • incentivos para atraer profesionales jóvenes;

  • garantías de libertad de cátedra.

El rediseño curricular

El rediseño curricular para fortalecer la democracia en transición se estructura en cinco ejes estratégicos:

  • Pensamiento crítico: Fundamental para cuestionar narrativas y tomar decisiones. Nussbaum destaca que «las democracias necesitan ciudadanos capaces de pensamiento crítico, compasión y una comprensión amplia del mundo».

  • Educación cívica pluralista: Promueve la participación activa más allá de las normas. Reimers sostiene que «la educación cívica no es un lujo de las democracias consolidadas, sino una condición para que estas puedan emerger».

  • Competencias informacionales: Alfabetización mediática para combatir la desinformación y evaluar fuentes críticamente.

  • Historia comparada: Análisis de experiencias internacionales y abusos pasados para evitar su repetición.

  • Ética pública: Práctica cotidiana en el aula del disenso respetuoso y la resolución pacífica de conflictos.

¿Qué modelo educativo seguir? Lecciones comparadas

No existe un modelo único, pero sí principios probados en transiciones democráticas:

El modelo cívico-deliberativo (Escandinavia)

  • Promueve la toma de decisiones compartidas.

  • Enseña habilidades de resolución de conflictos.

  • Fomenta la autonomía del estudiante.

  • Involucra a la comunidad y a las familias.

El modelo de memoria crítica (Alemania)

  • Aborda explícitamente el pasado autoritario.

  • Incluye museos, centros de memoria y visitas educativas.

  • Forma ciudadanos conscientes de los riesgos del extremismo.

El modelo de alfabetización democrática (Canadá y Uruguay)

  • Prioriza la libertad de cátedra.

  • Incorpora educación mediática desde edades tempranas.

  • Garantiza participación estudiantil en la vida escolar.

Cuba podría adoptar un modelo híbrido, adaptado a su realidad pos-autoritarismo:

  • memoria crítica del totalitarismo cubano;

  • alfabetización mediática intensiva;

  • formación docente desideologizada;

  • nuevas instituciones educativas autónomas.

Propuesta de modelo educativo para Cuba

Nuestro futuro educativo exige una transformación ordenada, sostenida y libre de improvisaciones. Para ello resulta pertinente adoptar una estrategia escalonada, que permita avanzar desde la estabilización inicial hacia la consolidación de un sistema plenamente democrático.

La propuesta que asumo ofrece un marco adecuado para estructurar un cambio impostergable para una nueva ciudadanía, que será necesariamente radical y se iniciará ―debemos estar pensando ya―, con una auditoría curricular para identificar y remover sesgos ideológicos, actualizar de manera inmediata los contenidos esenciales de ciencias, humanidades y ciudadanía, y asegurar el funcionamiento institucional mínimo —recursos materiales, gestión escolar, programación académica— imprescindible para el cambio. Al mismo tiempo, se debe recalificar y actualizar a los docentes en principios de pedagogía democrática.

Un segundo momento se encaminará a consolidar las transformaciones sustantivas del aprendizaje de habilidades cognitivas complejas, como el pensamiento crítico, la resolución de problemas y la alfabetización mediática, y la formación socioemocional del estudiantado, entendida como componente indispensable para la vida democrática.

Esto requiere un rediseño curricular basado en competencias; es decir, saber hacer desde nuestra realidad que no es local sino global, donde se dignifique la profesionalización docente y se recupere la ética pública, la deliberación y la convivencia, así como la creación de espacios reales de participación real y plural estudiantil. Esta fase marca el tránsito de una educación centrada exclusivamente en contenidos, hacia un aprendizaje orientado a crear, convivir, deliberar y actuar en democracia.

Finalmente, debemos llegar al punto en que la escuela se convierta en un actor democrático activo dentro de la sociedad. Para ello es necesario articular proyectos basados en la ética profesional y la responsabilidad social, fortalecer la autonomía escolar y consolidar redes comunitarias que apoyen la formación ciudadana. Asimismo, debe promoverse una cultura cívica sustentada en el pluralismo, la cooperación, la memoria crítica y la resolución pacífica de conflictos.

Se trata, en esencia, de la etapa en que la educación democrática deje de ser una aspiración para convertirse en práctica social sostenida. Esto requerirá una transición social y generacional a nuevos valores y principios, además de las nuevas exigencias de estos tiempos de reajustes bajo la lógica de las inteligencias artificiales, que recomponen los campos laborales y los aprendizajes adquiridos y se integren plenamente en la vida personal, social y ciudadana.   

Conclusiones

Una transición democrática en Cuba será tan sólida como la capacidad de sus ciudadanos para comprenderla, sostenerla y, llegado el momento, defenderla sin titubeos. Puede diseñarse cualquier arquitectura institucional, pero poco servirá si quienes deben ponerla en práctica arrastran hábitos políticos de un pasado cercano. La educación de décadas es un sedimento cultural que no se disuelve con decretos ni elecciones, y cuyo peso condiciona la respiración misma de la vida cívica.

Transformar ese legado exige algo más que reformas. Requiere una intervención educativa científica y, sobre todo, éticamente orientada. La transición democrática no solo demanda nuevos contenidos, sino una pedagogía capaz de reentrenar el juicio, la autonomía y la responsabilidad ciudadana. Porque, al final, ¿cómo puede florecer la libertad en una mente educada para desconfiar de ella?

Amartya Sen lo formuló con la precisión: «el desarrollo es la expansión de las libertades que las personas disfrutan». En el caso cubano implicará pasar, de una educación orientada a la obediencia a otra que estimule la duda razonada, la participación crítica y la comprensión del otro. Significa sustituir la lógica del monólogo por la del diálogo, un tránsito tan sencillo de enunciar como complejo de encarnar.

Y ese camino —inevitable, arduo, imprescindible— comienza en las aulas. Allí donde se forma la manera de mirar el mundo, leer la historia y participar en lo común; allí donde la democracia deja de ser eslogan y empieza a convertirse en práctica viva. Si Cuba aspira a una transición auténtica, deberá asumir que la libertad no se hereda, se aprende.

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Imagen principal: Victoria Blanco / CXC.

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Pedro Pablo Aguilera

Filósofo, Especialista en Historia de la Filosofía.

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