Adiós al 2025

Vivir abarca un significado más amplio que existir. Al menos yo lo creo, y es por eso que digo, alto y claro, que no puedo vivir sin La Habana. Sin ella y sin el patio de mi casa, que miro cada mañana mientras me doy el lujo de tomar un café. Eso pude comprobarlo en los dos cortos exilios que sufrí en el siglo pasado, luchando contra la dictadura de Batista.

Durante toda mi larga vida, y ya soy una anciana supuestamente venerable (¿qué otra cosa podría ser a los ochenta y siete años?) he amado sin límites a mi país y a esta ciudad en que nací.

En los últimos años he salido poco de casa, siempre por razones de fuerza mayor, a resolver problemas o adquirir alimentos. En contadas ocasiones he visitado a algún que otro amigo, pues familiares casi no me quedan en Cuba. En Centro Habana vivía ―falleció hace poco más de dos años― una de esas amistades que me sentía obligada a visitar. Por eso, ese barrio seguía siéndome familiar.

Desde el año 1980 dejé de esperar algo del sistema que nos gobierna. No puede sentirse algún tipo de afinidad con gobernantes que inducen, propician y estimulan la agresión de colectivos contra personas decentes, amables y desarmadas, solo porque se quieren marchar del país. Rechazo de manera absoluta los mítines de repudio que me hicieron sentir avergonzada de lo que ocurría en Cuba por decisión del Partido y el Gobierno.

Sobre esto he hablado en muchas ocasiones. Nunca he dejado de ser revolucionaria ni mis raíces se han desprendido de esta tierra. Ellos, en cambio, si lo fueron realmente algún día, se traicionaron con su manera de gobernar y su prepotencia, que únicamente les sirvió para aferrarse con fuerza a sus cargos y a los privilegios que ellos les brindaban. Traicionaron no solo a todos los compañeros que dieron sus vidas por lograr un país mejor para los cubanos, sino también a aquellos que, habiendo sobrevivido, dedicamos nuestras vidas a trabajar por alcanzar esa meta.

Desde entonces, y hasta mi retiro, trabajé intentando dar lo mejor que tenía, aunque muy poco se ha logrado salvar de lo que muchos hicimos. Luego me fui refugiando, también poco a poco y cada vez más, entre las cuatro paredes de mi casa, mientras veía marchar, buscando un poco de libertad, a numerosos compañeros de la insurrección y del trabajo.

Y no es que estuviera siempre aquí. Viajé en varias ocasiones y comprobé cómo avanzaban países y ciudades que no me pertenecían, mientras el mío en cada regreso me producía una angustia creciente. Comenzaban a revelarse las entrañas de esta ciudad que no existía manera de maquillar. Y se recrudecían el control y la falta de libertades. Pero ahí estaban mis raíces, debilitadas por tantos estragos y tantas justificaciones del desastre.

No quiero referirme a factores externos, que sí existen, pero es evidente para mí, que no soy ni economista ni politóloga, que son manejables. Nunca he encontrado la explicación al hecho de que, a pesar del bloqueo, se haya logrado construir una cantidad increíble de hoteles de diversas categorías en un país donde decrece el turismo, importar carros nuevos y equipos sofisticados de construcción y montaje.

A los que toman tales decisiones no parece limitarlos el castigo que los también prepotentes gobernantes norteamericanos insisten en mantener, aunque saben que esto afecta verdaderamente a los que formamos parte del pueblo. Los de arriba duermen tranquilos, sanos y bien comidos, luego de haber estado en oficinas y casas con calles libres de baches y desperdicios acumulados en las esquinas, alumbradas debidamente, y con temperaturas adecuadas.

Recientemente, a pesar de que me encuentro más encerrada por las secuelas del chikungunya, me vi obligada a salir para acompañar a alguien muy querido que organizó una misa a su madre, fallecida hace pocos días. Fue así que estuve en la iglesia de La Loma del Ángel, un trocito de la Habana Vieja, limpio, hermoso, y alumbrado, que atraía la mirada de algunos extranjeros que no debían enterarse de las penurias de este pueblo. Así debería estar todo mi país. Se lo merece.

Para dejar a una amiga que nos acompañaba, atravesamos el Prado, zona turística también iluminada y limpia, y continuamos hacia Centro Habana. Eran cerca de las ocho de la noche. Si alguien fuera expulsado del paraíso y lanzado bruscamente al infierno, no podría haber sentido mayor dolor que el mío. Y tomen en cuenta que mi barrio también está lleno de escollos a los que he tenido que acostumbrarme

Las calles estrechas de Centro Habana, con edificios que semejan las murallas, podían brindar el paisaje de una ciudad que lograba mantener su interesante arquitectura, a pesar de la modernidad de la que se abusa en poblaciones de otras partes del mundo.

Tenían electricidad. Las autoridades temen a las reacciones de los ciudadanos que allí viven cuando se manifiestan porque les quitan el servicio eléctrico. Hubiera sido mejor la oscuridad, les confieso. Bultos de personas, no grupos, caminaban mal vestidos, hambreados, evitando los muchos huecos de las calles y los pocos carros que circulaban. Algunos, sentados en los quicios de las aceras o haciendo colas inexplicables por la hora. Otros sorteaban los basureros de las esquinas, que en ciertos lugares alcanzan ya media cuadra.

Miras aquellos edificios y temes que caigan en cualquier momento, despintados, casi desgarrados, y que puedan aplastar a tanta gente en su caída... Jóvenes atrapados en un mundo sin esperanzas; ancianos, como yo misma, terminando sus vidas de forma tan deplorable; o niños sin los alimentos necesarios para su crecimiento, con ropas heredadas, rasgadas, y sucias por falta de agua y detergente.

A unas cuadras, el mar ruge para recordarnos que vivimos en una isla, en una trampa sin salida...

No obstante, ese pueblo ―no lo olviden ni valoren equivocadamente―, un día cualquiera será capaz de levantar los brazos y gritar que les devuelvan sus derechos, arrasando a su paso con lo poco que queda. Y si aquellos que mandan deciden aplastarlos por la fuerza, podría correr la sangre de gente que, a lo largo de su historia, ha demostrado lo valiosa que puede llegar a ser.

¿Dónde han quedado mis raíces? ¿Dónde mi sueño de lograr un mundo mejor para mi pueblo? Esto no puede resultar una despedida de la esperanza que, dicen, es lo último que se pierde.

Casi finaliza el 2025, año de carencias extremas y sacrificios inútiles que no son compartidos por los que nos mal gobiernan desde hace tanto, descansando, protegidos supuestamente por una ideología. El año nuevo está a la vuelta de la esquina. Se hace necesario, de la mejor manera posible, que se produzca un cambio radical de carácter general para garantizar que, producto del trabajo, cada mesa cubana tenga los mejores alimentos; se logre reunificar a las familias y recuperar la salud del pueblo, y alcanzar la paz y las libertades que merecemos, sin las cuales no existe el bienestar.

Por eso pienso que la única «consigna» justa que debiéramos repetir ahora, sería hacer realidad aquello que a menudo deseamos en estas fechas: Feliz y próspero 2026.

No sé el cómo, pero tal vez este año sea el cuándo.

***

Imagen principal: Victoria Blanco / CXC.

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