Rock y censura en Cuba: la historia tras la historia
Hace casi dos meses fallecieron en La Habana y Miami, respectivamente, Iván Fariñas de Armas y Jorge «Pepino» Fernández. Si jamás los oyó mencionar, no se sienta mal. Lo raro sería, de hecho, que le sonaran familiares. Sus nombres no aparecen en un libro de texto ni en un museo. No tienen y quizás no tendrán placas, ni homenajes ni vitrinas. Pero por años, fueron parte de quienes sostuvieron —con más terquedad que recursos— una parte esencial de la historia sonora de este país. A los dos los unía el rock, y en honor a la verdad, si una música ha pasado por debajo del radar cultural en Cuba es, sin dudas, la que Iván y Pepino defendían.
Ambos fueron parte de eso que algunos llamamos «la escena», aunque parezca una palabra demasiado grande para lo que, en realidad, fueron redes frágiles de conciertos autogestionados, grabaciones caseras, promoción de boca en boca y resistencia cotidiana. Aun así, ser parte de esa escena significaba también cargar con algo más: el silencio. No el que ha seguido a sus muertes, sino el que arrastraron muchas veces en vida. Ese que pesa sobre una historia apenas escrita, y donde permanecen heridas sin curar. Ese silencio que no nació de una elección personal: fue una imposición.
Censuras, ruidos, silencios
Durante décadas, el poder en Cuba no solo ignoró al rock: lo combatió activamente. Desde la década de los sesenta, ese conflicto tomó muchas formas, algunas más sutiles que otras, pero con el mismo propósito: mantener al margen a una música y una subcultura que no se ajustaba al relato oficial. Primero vino la censura ideológica y simbólica, que asoció al rock con lo extranjerizante, lo antisocial, lo «diversionista». En la radio, los periódicos y los discursos oficiales se construyó una imagen del rock como amenaza moral y política: el pelo largo, los pantalones de mezclilla, la música en inglés, eran leídos en tanto signos de un sujeto problemático y disidente, ajeno al ideal socialista del «hombre nuevo».
A esa narrativa se sumaron los prejuicios de la época: machismo, homofobia, paranoia, intolerancia política. El resultado fue una censura directa, física, ejercida sobre los cuerpos: cortes de pelo, arrestos, vigilancia, cierre de espacios, expulsiones escolares y laborales... La música no era el único objetivo. Lo fueron también quienes la escuchaban, defendían y vivían.
Jorge Fernández, Pepino, integrante de agrupaciones como Los Barba, Los Jets y Almas Ver. (Foto: Cortesía del autor)
Más tarde, cuando el país entró en el «período especial» y los rockeros encontraron nuevas formas de organización, emergió una censura estructural en la difusión y profesionalización; más silenciosa que las anteriores, pero igualmente efectiva. Bandas que no podían grabar en las disqueras oficiales porque existían otras prioridades, mecanismos burocráticos que entorpecían las gestiones, restricciones del rock en determinados espacios, y medios que ignoraban la música o la mostraban ajustada a los moldes del discurso político oficial.
La develación de una estatua de John Lennon en un parque de La Habana, en diciembre del 2000, pareció un gesto de apertura. Pero nada se dijo ese día sobre los años en que escuchar a Lennon era un acto de rebeldía. El concierto de los galeses Manic Street Preachers (2001), con Fidel Castro en primera fila, fue promocionado como una muestra de tolerancia, pero dos años después, el Patio de María, icónico sitio de la escena, era clausurado sin explicaciones. Los frikis, perseguidos otra vez, presionaron hasta lograr la fundación de la Agencia Cubana de Rock (2007), una entidad estatal que, sin embargo, atada a una lógica burocrática y una política cultural verticalista, terminó contribuyendo a la reproducción —y en algunos casos, al agravamiento— de las tensiones históricas que atraviesan la escena.
Hace un par de años, un vocero del programa «Con Filo» intentó satirizar aquella censura. Lo hizo en un espacio de debate público, como si se tratara de un capítulo superado o exagerado. Ya antes lo había hecho en Cubadebate el ex ministro de Cultura Abel Prieto, e incluso el crítico y periodista Guille Vilar compartía en La Jiribilla una reflexión personal donde reducía la censura a su faceta de la difusión. En todos los casos, las respuestas no se hicieron esperar. En cuestión de horas, la comunidad rockera —no solo músicos o académicos, sino oyentes, técnicos, fotógrafos, frikis de a pie— inundó las publicaciones con recuerdos, testimonios y denuncias que confrontaban la versión oficial donde todo se resumía en «un error». Uno de tantos…
Memoria y oralidad: la otra cara del cuento
En un país donde el relato de la nación ha sido cuidadosamente curado desde el poder, el rock ha sobrevivido cual contra-memoria subterránea, tejida entre voces, cuerpos y distorsión. No hay otro género musical en Cuba que haya sido tan sistemáticamente ignorado, a la vez que persistentemente defendido, como el rock.
Si hoy alguien sabe quiénes fueron Iván Fariñas —el abuelo del rock cubano, fundador de la legendaria Viento Solar— y Pepino —ex integrante de bandas como Los Barba, Los Jets, y Almas Vertiginosas, y uno de los guitarristas más virtuosos en su género— es porque alguien lo dijo. Porque alguien que estuvo allí lo contó. Y la del rock cubano es una historia que, antes de escribirse, se contó en voz alta (o baja). Por eso, cuando se va alguien como ellos, se apaga también un pedazo de memoria oral.
Iván Fariñas, conocido como el abuelo del rock cubano, líder de Viento Solar (1949-2025). (Foto: Cortesía del autor)
Así, frente a los intentos de olvido y silenciamiento desde el poder, la memoria colectiva y la historia oral han sido formas activas de resistencia. No se trata únicamente de recordar: se trata de reclamar el derecho a narrar, a ser escuchado, a ocupar un lugar legítimo en la historia cultural del país. Cada testimonio que reaparece —en entrevistas, canciones, redes sociales o charlas de pasillo—, desafía lo que el filósofo francés Jacques Rancière llama «la partición de lo sensible»: esa frontera creada por el poder que define quién puede hablar, qué se puede decir y qué merece ser escuchado.
Quienes durante décadas fueron desplazados de los circuitos legítimos de representación, hoy regresan; no como víctimas silenciosas, sino como narradores activos de su experiencia. Y en esa narración, las memorias son también intervenciones en el presente: actos de enunciación política que impugnan el relato oficial y disputan los sentidos del pasado.
Cada historia compartida funciona como un archivo insurgente. Revela el modo en que el poder ha regulado la sensibilidad colectiva: qué sonidos, cuerpos, actitudes, formas de pensamiento y expresión se han considerado aceptables, y cuáles debían ser corregidos, invisibilizados o eliminados. La historia oral, en ese sentido, no solo preserva lo que el archivo institucional omite: lo contradice. Lo interrumpe. Cada vez que un testimonio logra romper ese cerco de la invisibilidad, algo cambia. Decir en voz alta que se fue censurado por escuchar rock, por elegir ser diferente en un país de políticas culturales selectivas, es interrumpir el relato dominante. Es reclamar existencia. Es aparecer. Y hacerlo como portador de una memoria que reescribe el archivo cultural cubano.
Y claro que vale preguntarse: ¿cómo sabemos que quien cuenta no miente? ¿Cómo discernir entre el recuerdo y la distorsión, entre la vivencia y el mito? No es una duda menor. Pero la historia oral no pretende ofrecer una verdad única, inapelable. Lo que ofrece es otra cosa: una verdad vivida, sentida, narrada desde un cuerpo que estuvo allí. No es objetiva, pero sí honesta. No busca reemplazar la historia en mayúsculas, sino completarla, cuestionarla, abrir otra posibilidad. Porque incluso si un testimonio se equivoca en los detalles, lo que revela es más profundo: el clima, el miedo, la emoción, la exclusión. La historia oficial exige pruebas; la historia oral exige escucha, contexto y sensibilidad.
Quien no conoce su historia…
Volver a contar esas historias es también un modo de evitar que se repitan. Durante años, lo que he hecho —como otros antes que yo— es escuchar, preguntar, grabar, anotar... A falta de archivos oficiales y con apenas un par de libros sobre el tema —como el imprescindible Hierba mala: una historia del rock en Cuba, de Humberto Manduley— muchos de nosotros, los frikis, nos convertimos en archivistas involuntarios: cargamos memorias ajenas, entrevistas no publicadas, fotos nunca exhibidas, grabaciones que sobrevivieron en un disco duro viejo o en un casete marcado a mano. No lo hicimos por encargo. Lo hicimos porque sabíamos que, si no nos encargábamos, nadie más lo haría.
Hace un par de años, mientras recopilaba testimonios para un libro de periodismo narrativo sobre rock y censura, uno de los músicos, cercano a Pepino, me dijo: «Al fin alguien, después de tantos años, va a ponernos en la historia», como si esa historia solo perdurara de ser impresa en papel. Luego, remató: «Espero que, al contarte esto, cambie algo». Y es precisamente en ese deseo donde se resume la potencia ética de la historia oral. Contar para reparar. Contar para interrumpir. Contar para no repetir.
Estatua de John Lennon en La Habana. (Foto: ZAMBOG / FLICKR /Gerry Zambonini)
La historia oral ha sido, en muchos sentidos, la única forma posible, o la principal, de escribir la historia del rock cubano. No una historia hecha de fechas fijas y grandes eventos, sino una narración fragmentaria, afectiva, dispersa. Un relato que pasa de un friki mayor a uno más joven, de un músico a un periodista, de un técnico de sonido a alguien que por primera vez llega a un concierto.
Yo mismo he llegado tarde a muchas cosas. He entrevistado a músicos que ya no tocan. He tomado fotos de bandas que ya no existen. He escrito sobre discos que circularon en silencio, sin promoción ni distribución, y que sin embargo sobrevivieron porque alguien los pasó de mano en mano, de oído en oído. He conocido a tipos que en su tiempo fueron leyendas, y que hoy, si no se nombran, si no se cuentan, van a desaparecer. Tengo entrevistas por escribirse, como la de Iván Fariñas, y otras que esperan aún por hacerse.
Por eso continúo ―continuamos―, escribiendo. No para embalsamar el pasado; sino para que no se pierda. Porque cuando hablamos de historia oral, no hablamos solo de contar lo que fue. Hablamos de disputar el derecho a decir: «Esto también pasó, esto también somos».
Y si el rock cubano ha sido —y sigue siendo— un ejemplo paradigmático, no es, ni de lejos, el único. Hay en Cuba miles de memorias a la espera de ser contadas: historias de comunidades, disidencias, culturas, que nunca ocuparon un lugar en el relato oficial. Hay mujeres, obreros, campesinos, artistas, profesores, que también cargan con recuerdos no documentados, con versiones del país que no han sido recogidas en los libros y que constituyen parte de lo que somos.
La oralidad es una forma de democratizar la historia, de abrir grietas en el muro de lo que se ha considerado oficial o digno de ser recordado. Contar es resistir, disputar, reaparecer. Y a veces, basta con estar ahí, saber escuchar con atención y no dejar que el silencio y el olvido nos arrebaten esas otras voces. Esas otras verdades.
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Imagen principal: Portada del libro «Que sea lo que ellos quieran o la improbable historia del rock en La Habana» / Cortesía del autor.