Entre huracanes
El país no lo sabe aún, pero aquí se rompió algo. No fue este huracán, ni ningún evento natural anterior. Probablemente fue lo que ha estado ―y sigue― lanzando a millones de cubanos a todo el mundo, a cientos a nuestras pavorosas cárceles y a la inmensa mayoría a una pobreza que es ―digámoslo en los términos exactos ya que las estadísticas oficiales lo permiten― la evidencia más contundente del proceso de retroceso civilizatorio que se experimenta en Cuba. No lo sé con certeza.
Algunos creerán que el país y su gente están tocando fondo, que lo tocaron ya; quizás lo necesite para reaccionar, para que se entienda que el problema no es de lealtad, sino de lo que hemos acabado admitiendo. Jamás nadie en Cuba usufructuó tanto y de un modo tan prolongado, absurdo y mezquino la justificación, la arrogancia y la mediocridad; jamás nadie nos despreció tanto; jamás nadie rehuyó tanto y de un modo tan vanidoso la más pequeña porción de responsabilidad en el desastre.
Algo cambió aquí. No fue la solidaridad, la alegría, esa voluntad porfiada de empezar otra vez. Lo que percibo no es desesperanza, tampoco hastío o indiferencia, no es ― absolutamente no es― un estado de perplejidad o shock ante el desastre.
Se han perdido vidas, se han quebrado techos, postes, vigas, árboles, caminos, sueños. La ciudad vieja y sus municipios, sus poblados y caseríos, permanecen en la oscuridad total de dos siglos atrás. El hambre hinca aún más sus dientes sobre los ancianos y niños. Los enfermos de la última plaga ―y de otras más antiguas― sufren sin medicamentos. El agua es escasa, sucia. Es todo eso y no lo es. Es algo diferente a todo lo que no es ya nuevo para nadie en Cuba, salvo para los que encontraron el camino del privilegio, la corrupción y la obediencia para estar a salvo sin sentir culpa, o se fueron lejos y olvidaron.
Algunos recuerdan en estos días a un hombre que aquí tuvo muchísimo poder y recursos a su disposición, y que pareció querer volver diabéticos a los santiagueros y reducir la ciudad a un paseo pintado cada cinco días mientras el resto se derrumbaba. Apenas disimuladamente, se ceban en alguien que ahora, en otras circunstancias económicas, y sobre todo en silencio y sin una estridente nube de periodistas y aduladores detrás, trabajó muchísimo, antes y después del huracán. Siento que lo hacen ―incluso desde antes―, porque ella es negra, porque es mujer, porque les parece fea, porque no parece digna de tener poder, y no por otra razón.
Llegará el día en que tendremos que detenernos a revisar también esa devoción nuestra por el déspota y su estereotipo. Tal devoción es la forma más frecuente en que las víctimas del abuso y la violencia firman cada día su dolor, la contradicción no asumida e irresuelta. No debe ser diferente en nuestro caso. Cuando se quiere una vida diferente no se clona lo que nos hizo y hace daño. Entenderlo es un acto de amor propio, pero también de responsabilidad.
Algo cambió aquí, en Santiago de Cuba, no sé si es solo en la ciudad o si se extiende ―o se extenderá luego― a todo el país, como esas rajaduras que empiezan siendo una pequeña e insignificante herida en un cristal. No tengo idea de cuándo eso que cambió hará presencia, pero es político, irremediablemente político; políticas, imponentes y definitivas siento serán sus credenciales. No tardarán mucho en ser presentadas. Sospecho no lo hará.
Tratando de explicarme eso que percibo cambió, he dicho que se parece a cuando un amor se acaba, que deja un hueco negro en el lugar en que estaba. No es odio. A veces una imagen es lo más cercano que podemos ofrecer a lo que aún es un misterio.
Aquí algo se rompió y es definitivo. Es en nosotros, pero es realmente en el poder, pertenece a él. Dejó de funcionar. No lo hará nunca más. Quizás, como muchas veces ocurre, se entienda luego, aunque no sepamos nunca nosotros ―menos ellos― exactamente, en qué momento y por qué.
Seguimos.
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Este artículo es un ejercicio de derechos reconocidos por la Constitución de la República de Cuba.
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Imagen principal: Associated Press.