El ejercicio del poder en la Revolución Cubana: ¿Desde Abajo o Desde Arriba?

La mayoría de los académicos liberales e izquierdistas extranjeros tiende a defender, o al menos excusar, al gobierno cubano. Esto es hasta cierto grado comprensible con respecto a la defensa de la soberanía de Cuba y la oposición al bloqueo económico estadounidense, aunque es posible y necesario defender dicha soberanía en contra de la intervención imperialista sin defender o excusar al sistema antidemocrático y sumamente autoritario imperante en la Isla. Después de todo, el derecho a la autodeterminación de las naciones que estipula que estas deben y pueden decidir su propio destino, no es una recompensa a la buena conducta de sus gobiernos, sino un derecho contra las acciones y reclamos intervencionistas de potencias extranjeras.  

También es comprensible que muchos liberales e izquierdistas en el exterior elogien a los logros del gobierno de Cuba en salud y educación. Sin embargo, estos generalmente ignoran el inmenso deterioro de estos sectores, y del nivel de vida en general desde el colapso del bloque soviético, especialmente en los últimos años. Por ejemplo, según una alta funcionaria del Ministerio de Educación, a finales de septiembre de 2023 faltaban 17, 278 maestros en Cuba, y de acuerdo a estadísticas oficiales cubanas, entre 2010 y 2022 habían cerrado 63 hospitales, 37 consultorios médicos de familia, 187 hogares maternos y 45 clínicas estomatológicas. A fines de 2023, el gobierno cubano solicitó por primera vez al Programa Mundial de Alimentos de la ONU remediar la marcada escasez de leche subvencionada que se entregaba a niños menores de 7 años.

En todo caso, la cuestión cardinal respecto a Cuba es la falta total de democracia, un sistema donde el ejercicio del poder ha sido desde arriba sin ningún control democrático desde abajo durante 65 años. Es cierto que el bloqueo estadounidense tiene una parte apreciable de la culpa de los problemas económicos de Cuba, pero el sistema sumamente autoritario y burocrático existente en el país es determinante en tal sentido porque impacta a la economía creando apatía, indiferencia e ineficiencia entre trabajadores y administradores por igual.

Además, muchas decisiones económicas importantes han sido arbitrarias. Desde hace varios años el gobierno cubano dirige la mayor parte de sus inversiones a la construcción de nuevos hoteles y otras facilidades turísticas y apenas una pequeña proporción a mejorar otros sectores económicos, como la agricultura y la ganadería.

Al tiempo que escasean los alimentos, la inversión agropecuaria se ha mantenido a nivel muy bajo, recibiendo 17.7 veces menos que el turismo en 2023, a pesar de que la capacidad hotelera se mantuvo alrededor de 50 por ciento aun en los mejores años de 2016 a 2020, y ha sido mucho más baja desde entonces. El gobierno ha adoptado esta absurda política inversionista para beneficiar a GAESA, gran cadena de negocios de las Fuerzas Armadas que posee, frecuentemente en asociación con el capital extranjero, gran número de hoteles y empresas turísticas. El hecho es que el sistema imperante permite esas decisiones irracionales y contraproducentes porque no hay transparencia o control democrático de la economía, ni por los que laboran en ella ni por la sociedad en general.

¿Desde Abajo o Desde Arriba?

El reclamo más sorprendente de algunos simpatizantes del sistema cubano es que este es democrático. Tal cosa se afirma a pesar del unipartidismo y la represión que la Seguridad del Estado asume como rutina para mantener al régimen en el poder, y de que muchas de sus decisiones más importantes, como la reforma agraria de 1959, surgieron principalmente desde arriba y no desde abajo. En realidad, la Revolución cubana se ha distinguido de otros procesos revolucionarios en América Latina —especialmente en México y Bolivia— y en otras regiones del mundo —como las revoluciones rusas de 1905 y 1917—, por el gran control ejercido a través de la intervención decisiva del Ejército Rebelde para asegurar el control del estado.

No hay duda de la gran popularidad del gobierno cubano durante los primeros años del proceso revolucionario, de la radicalización política de grandes sectores del pueblo, y de los deseos populares de cambio tendientes a la mejora de su nivel de vida. Pero tampoco puede haber duda de que Fidel Castro y el gobierno revolucionario siempre mantuvieron la iniciativa y control político del proceso.

Históricamente, el modus operandi de Fidel Castro fue convocar grandes manifestaciones, sobre todo en situaciones de crisis, para anunciar nuevos cambios y leyes a los presentes y que estos levantaran sus manos si estaban de acuerdo. Esto se hacía sin discusión alguna, fuera en la plaza pública o en los medios de comunicación, totalmente controlados por el gobierno. El hecho que estas medidas, generalmente radicales, pudieran haber sido populares, no alteraba la naturaleza de un proceso que típicamente operaba desde arriba con las decisiones importantes.

Fidel Castro y el gobierno revolucionario siempre mantuvieron la iniciativa y control político del proceso. (Foto: Sputniknews)

¿Quién Controló la Reforma Agraria?

La decisión más importante en la etapa inicial de la revolución fue sin duda la reforma agraria decretada en mayo de 1959. En octubre de 1958, Fidel Castro —quien desde 1956 había moderado considerablemente la plataforma radical de La Historia me Absolverá en aras de ampliar la base social de su movimiento y legitimarlo—, decretó una muy moderada ley de reforma agraria en la Sierra Maestra. Esta fue la no. 3 del 10 de octubre de 1958, que estableció el derecho a la tierra de los campesinos no propietarios y con pequeñas parcelas, pero sin establecer la procedencia de dichas tierras o tomar acción contra el latifundismo. Sin embargo, después del 1ro de enero de 1959 fue evidente que la victoria había sido mucho mayor de la que los líderes revolucionarios habían esperado, principalmente porque el ejército batistiano colapsó. Este hecho abrió las puertas a posibilidades más radicales, y Fidel Castro, dada la hegemonía del Movimiento 26 de julio que él encabezaba, aumentó considerablemente su poder político.

Previo a la adopción de la ley de reforma agraria, pocas personas en Cuba imaginaban su grado de radicalismo. Por ese motivo, una gran variedad de grupos y asociaciones trató de mediar en su contenido con la esperanza de influir a la opinión pública y ser tomados en cuenta por los líderes revolucionarios. Esto incluyó hasta a los hacendados y grandes colonos, que donaron tractores y otros equipos agrícolas al gobierno en una amplia campaña de relaciones públicas.

Entre tanto, la ley era preparada en secreto por un grupo que se reunía en la residencia del Che Guevara. Aparte de este, y de la presencia ocasional de Fidel Castro, el grupo estuvo limitado a dirigentes del PSP (Partido Socialista Popular, nombre adoptado por los comunistas cubanos en 1944), así como a los líderes «unitarios» del Movimiento 26 de julio que favorecían una alianza con los comunistas.

Fueron excluido de estas discusiones los líderes del ala radical del 26 de julio que no simpatizaban con los comunistas, el sector de nacionalistas revolucionarios que incluía a figuras como David Salvador (secretario general de la CTC) y Carlos Franqui (editor de Revolución, el periódico del 26 de julio); asimismo ocurrió con el ministro de Agricultura, Humberto Sorí Marín, que había redactado la moderada ley agraria de 1958.

La nueva ley estableció en 30 caballerías la máxima extensión de tierras que un individuo podía poseer. Las tierras expropiadas serían repartidas en extensiones no mayores de dos caballerías, aunque las cooperativas fundadas no tendrían ese límite. Esta normativa fue radical en comparación con la reforma de 1958 y con la muy extendida visión prerrevolucionaria, que enfatizaba la expropiación y reparto, con una compensación adecuada, de las abundantes tierras baldías de los latifundistas. Fue también radical en comparación con las otras reformas agrarias realizadas en América Latina.

 No obstante, aunque radical, evidentemente no era comunista, ya que enfatizaba la redistribución de la tierra y solamente se refería vagamente a la creación de cooperativas, pero ni remotamente sugería, como ocurrió años más tarde, que las granjas estatales se convertirían en la forma predominante de la organización agrícola. Sobre la compensación a los expropietarios, la ley estipuló que sería en bonos estatales redimibles en veinte años, y no en efectivo. El valor de estos estaría basado en el usualmente bajo valor de la tierra declarada por los terratenientes para reducir impuestos. Pero los bonos jamás fueron distribuidos.

Dicha ley marcó un punto de inflexión en las relaciones con los Estados Unidos, que se hicieron más hostiles con la demanda de que la compensación a los terratenientes estadounidenses fuera inmediata y en efectivo. La oposición doméstica, que ya había objetado vigorosamente la reforma urbana de marzo de 1959, que redujo los alquileres en muchos casos hasta el 50 por ciento, también demandó el pago inmediato y en efectivo de las tierras nacionalizadas por el gobierno.

Respecto a quién ejerció el control de la reforma agraria, es importante señalar que cuando la alianza de los comunistas cubanos (P.S.P.) con el gobierno de Fidel Castro era todavía incierta a principios de la revolución, estos respaldaron varias ocupaciones de tierra por los campesinos. Fidel Castro denunció esas acciones en una entrevista televisada el 16 de febrero de 1959, y su gobierno inmediatamente decretó una ley que estipulaba que cualquier persona que participará en una ocupación de tierras, perdería los derechos y beneficios otorgados por la futura ley de reforma agraria.

En la misma entrevista, declaró que cualquier provocación para distribuir tierras que ignorara a los revolucionarios (i.e., al gobierno) y a la ley en preparación era criminal. El PSP cautelosamente dio marcha atrás y pocos días después apoyó la política agraria de Fidel Castro. Esa ley eliminó como fenómeno significativo las ocupaciones de tierras, fueran impulsadas por el PSP o por cualquier otro grupo. Las ocupaciones de tierras fueron típicas de las revoluciones políticas y sociales del siglo veinte, y su virtual ausencia en Cuba realzó las peculiaridades del proceso, particularmente en lo referido al control ejercido por Fidel Castro y su gobierno.

Para implementar la nueva ley, el gobierno revolucionario creó el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) que dividió a Cuba en veintiocho Zonas de Desarrollo Agrario encabezadas por un delegado del INRA. Significativamente, este era casi siempre un oficial del Ejército Rebelde sujeto a la disciplina militar de dicha institución y del gobierno de Fidel Castro.  

Edificio de Instituto Nacional de la Reforma Agraria, en La Habana. (Foto: CMA Architects & Engineers LLC)

Algunos historiadores y científicos sociales, como el catalán Juan Martínez-Alier, y mucho más recientemente la estadounidense Sarah Kozameh, que se hizo eco de las tesis de Martínez-Alier, han tratado de presentar la adopción e implementación de dicha reforma en Cuba con un cariz mucho más democrático y desde abajo.

Para lograr ese propósito, los estudiosos analizaron varios cientos de cartas que campesinos cubanos enviaron al INRA y a Antonio Núñez Jiménez, (su director entre 1959 y 1962), que contenían quejas, peticiones y demandas; sugiriendo de esta manera que las misivas habían presionado al gobierno y desempeñaron un rol importante en la adopción e implementación de la reforma. 

Es indudable que, durante ese período, el INRA y los oficiales del Ejército Rebelde que funcionaban como sus delegados confrontaron todo tipo de problemas, tanto políticos como administrativos. Esto incluyó injusticias, pues los expropietarios trataron de subvertir la reforma, posiblemente con la complicidad de algunos oficiales del INRA como el líder católico Manuel Artime que después rompió con el gobierno y se exilió. El INRA sufrió las debilidades del aparato administrativo de aquella época: inexperiencia e ineficiencia, que muchas veces produjeron caos administrativo. Por tanto, no es de extrañar que sus políticas en ocasiones fueran erráticas e injustas.

En gran parte por esos motivos es que existe una ambigüedad inevitable respecto al contenido y tono de dicha correspondencia. Después de todo, no es lo mismo solicitar o quejarse a las autoridades de algún problema, y demandar o exigirle algo, como sugiere Martínez Alier cuando habla de la «demanda campesina» de «tierra o trabajo». Aun en el caso de la correspondencia que demandaba algo, habría que ver qué fuerza o amenaza respaldaba tales demandas.

Aquí yace la gran diferencia entre este conjunto de cartas y fenómenos muy distintos como la ocupación de tierras, que ha sido históricamente expresión del poder autónomo campesino y que como hemos visto no fue característico de la revolución cubana. Por cierto, el uso de mensajes a los representantes del poder a través de cartas y otros medios para transmitir quejas y solicitudes, ha caracterizado al sistema político en Cuba por décadas. Esta fue una de las funciones y responsabilidades de Celia Sánchez Manduley como representante personal de Fidel Castro.   

Juan Martínez Alier a veces parece utilizar implícitamente un modelo teórico que no es pertinente a la revolución cubana y que puede confundir a los que no están familiarizados con los cauces seguidos por esta. Por ejemplo, se refiere a la ley de reforma agraria aprobada en mayo de 1959 como una reforma moderada de clase media (133), y al gobierno revolucionario del período como a una coalición de liberales e izquierdistas (135). Es cierto que un número significativo de liberales fueron ministros del gobierno en los inicios, pero lo que Martínez Alier ignora es que su permanencia en el gobierno estaba sujeta al visto bueno de Fidel Castro. Casi todos ellos renunciaron o fueron forzados a renunciar a sus puestos por el máximo líder, como ocurrió con el presidente Manuel Urrutia en julio de 1959, poco después de la aprobación de la reforma agraria.

Fidel y Raúl Castro, así como Ernesto Che Guevara y el director del INRA, Antonio Núñez Jiménez, no fueron los «reformistas» que había que presionar para que actuaran de manera más radical. Estos eran revolucionarios, por lo menos desde el punto de vista del capitalismo, aunque no desde el punto de vista del socialismo y la democracia asociados con el marxismo clásico, que ha abogado históricamente por la «auto-emancipación» democrática de la clase obrera y los campesinos. A diferencia de los social-demócratas, liberales y «populistas» latino americanos; líderes como Fidel, Raúl  y el Che Guevara estaban comprometidos con una política claramente antiimperialista y anticapitalista, aunque este compromiso fuera expresado en privado, especialmente por Raúl y Fidel Castro, antes de 1959.

Lo que estudiosos como Martínez Alier y Kozameh desconocen es el contexto político del período durante el cual fueron enviadas las cartas de los campesinos. Es precisamente entonces que se desarrolla un apoyo abrumador de una amplia mayoría de los cubanos, incluidos los campesinos, a Fidel Castro y los líderes revolucionarios.  Este clima político estimuló expectativas y esperanzas de cambio en la mayoría de los cubanos, basadas no solo en promesas sino en los logros del gobierno revolucionario, y una actitud firmemente anti-injerencista ante las amenazas estadounidenses.

Por eso es un gran error entender esas cartas como expresiones de desconfianza, descontento o «presiones» sobre el gobierno, cuando más bien eran recordatorios a los líderes revolucionarios para que resolvieran problemas muchas veces no anticipados por la ley de reforma agraria.  

Fidel Castro y sus colaboradores cercanos sabían muy bien que no podían ignorar las expectativas populares, pero ni Martínez Alier ni Kozameh proveen la menor evidencia de que las políticas y acciones a nivel nacional de Fidel Castro y otros dirigentes fueron motivadas de manera alguna por las cartas que los campesinos enviaron. Lo que sí sabemos es que el INRA y el Ejército Rebelde frecuentemente reaccionaban a conflictos y quejas de los campesinos para «intervenir» (tomar posesión) las tierras en cuestión, aunque siempre manteniendo el control. También hay que tener en cuenta que muchas de estas cartas expresaban quejas y peticiones de índole administrativa más que políticas y conflictivas.  

Las bases sociales del poder de Fidel Castro

Si la distribución del poder estaba concentrada en la cima, ¿cómo explicar el extraordinario poder de Fidel Castro para tomar las grandes decisiones en Cuba? Es cierto que fue un político inteligente, con talento comunicativo y habilidad táctica. Pero estas cualidades solamente podían tener efectos significativos en el contexto de las estructuras políticas y socioeconómicas.

En primer lugar, hay que considerar el colapso de las fuerzas armadas batistianas, que hicieron posible su completa sustitución por el Ejército Rebelde y su líder máximo.  El viejo ejército era principalmente una organización muchas veces corrupta no animada por ideología o política alguna y a la que faltaba motivación para enfrentar a las fuerzas revolucionarias. Es notable que cuando un grupo de oficiales de carrera trató infructuosamente de derrocar a Batista en 1956, los oficiales victoriosos se refirieran a los derrotados como «los puros».   

En segundo lugar, merece destacarse el modo en que el imperialismo estadounidense ejerció su control sobre Cuba durante los años cincuenta. Desde que la Enmienda Platt —que legalmente los autorizaba a inmiscuirse en los asuntos internos de la isla---- fuera derogada en 1934, su intervención política se hizo indirecta y limitada. Ya no podía, como en la Revolución del 33, dar órdenes directas y desembarcar tropas, o amenazar con hacerlo. Es cierto que el gobierno de EE.UU. envió material bélico a Batista e intrigó y conspiró para evitar una victoria revolucionaria cuando el dictador estaba a punto de ser derrotado, pero una vez que estos esfuerzos fracasaron, a Washington no le quedó más remedio que reconocer al gobierno que tomó el poder en 1959, si bien más tarde intentó derrocarlo muchas veces.

También hay que tener en cuenta que el desafío de Fidel Castro a los Estados Unidos fue muy facilitado porque la URSS, con la que un poco más tarde se asoció estrechamente, había llegado a la cúspide de su influencia mundial un par de años antes, con el lanzamiento del Sputnik en 1957 y durante los primeros años de la revolución cubana.  

En tercer lugar, hay que resaltar el virtual colapso de los partidos políticos tradicionales, tanto conservadores como reformistas, después del golpe de estado de 1952. De hecho, muchos de los cuadros y líderes del Movimiento 26 de julio fueron reclutados de la sección juvenil del Partido Ortodoxo, principal partido reformista de la época, que sufrió muchas divisiones a raíz del golpe de Batista y perdió casi toda su importancia poco después. Se pudiera decir que el colapso de estas organizaciones, y especialmente de la ortodoxia, creó un vacío que ocuparía el Movimiento 26 de Julio.

La debilidad de los partidos políticos tradicionales estaba relacionada con la debilidad de una burguesía y clase media muy dependientes del aparato y empleo estatal. Aunque económicamente estas clases habían crecido desde la Segunda Guerra Mundial, políticamente estaban atenuadas por el fatalismo de que «aquí no se puede hacer nada sin la aprobación de los americanos».

Resulta esclarecedor comparar la situación política de Cuba con la de Venezuela en el mismo período. En aquel país la dictadura de Marcos Pérez Jiménez fue derrocada en enero de 1958, exactamente un año antes que la de Batista, pero a diferencia de la isla, Venezuela poseía un sistema estable de partidos políticos convencionales que sobrevivió a la dictadura, como el Social Cristiano COPEI, el URD (Unión Republicana Democrática) y especialmente el partido socialdemócrata Acción Democrática y su líder histórico Rómulo Betancourt.

De hecho, el 31 de octubre de 1958 estos partidos firmaron el Pacto de Puntofijo para estabilizar el sistema político venezolano previo a las elecciones de diciembre. Dicho pacto, que excluyó a los comunistas, aseguró la participación de los tres partidos en el gabinete del ganador en las elecciones. Sin duda alguna, esta diferencia entre Cuba y Venezuela fue un factor crítico para prevenir por varias décadas el colapso del estatus quo político y social en Venezuela.  

Finalmente, hay que admitir que Fidel Castro tuvo mucha suerte. Suerte en sobrevivir al Moncada en 1953 y la expedición del Granma en 1956, cuando la mayoría de sus 82 tripulantes perecieron durante el desembarco. Suerte por haber sobrevivido numerosos atentados y actos terroristas organizados por la CIA. Y suerte también porque rivales potenciales, como Frank País y José Antonio Echevarría, murieran en acción en 1957.

La Revolución de 1933 como contraste

Fidel Castro confrontó una constelación de factores estructurales favorables al desarrollo de una revolución radical, pero ese no fue el caso de la revolución que derrocó a la dictadura de Gerardo Machado en agosto de 1933. Es quizás irónico que la participación directa de las grandes masas en el proceso revolucionario del treinta fuera mucho mayor que en 1959, cuando gran parte del apoyo y simpatía hacia los revolucionarios, si bien masiva, no fue directamente participativa en la lucha política y toma de decisiones  

Así, por ejemplo, mientras la huelga general de agosto del 33 fue causante directa e inmediata del derrocamiento de Machado, la declarada el 1ro. de enero de 1959 tuvo lugar después que Batista había huido del país. El propósito de dicha huelga fue evitar un posible golpe de estado para prevenir la victoria del 26 de julio. Como esa posibilidad se desvaneció pocas horas después de la huida de Batista, la supuesta huelga, una vez que careció de contrincante, se convirtió en gran fiesta nacional acompañada por la marcha de Fidel Castro y el Ejército Rebelde de oriente a occidente, hasta su llegada a La Habana el 8 de enero.  

Entrada de Fidel Castro y el Ejército Rebelde a La Habana. (Foto: Archivo de PL)

Aunque hubo varias huelgas obreras con carácter político durante la dictadura de Batista —como la huelga azucarera de 1955—, estas fueron generalmente episódicas y carecieron de la necesaria conexión y continuidad para producir un efecto político cumulativo e impactante. La debilidad política de los trabajadores cubanos se explica porque sufrieron una doble dictadura: por una parte, la de Batista a nivel nacional; por la otra, la de la burocracia sindical encabezada por Eusebio Mujal Barniol.

La huelga convocada por el Movimiento 26 de julio en abril de 1958, que se presumía definitiva en la lucha, fue un desastre que marcó un paso atrás en la resistencia contra la dictadura. Fue en respuesta a ese fracaso que el 3 de mayo de 1958 se reunieron once líderes del Movimiento 26 de julio en un lugar de la Sierra Maestra conocido como Altos de Mompié. Como resultado de esta reunión, llena de desacuerdos y hasta pronunciamientos violentos, Fidel Castro emergió con un control completo del Movimiento. La lucha en las ciudades, que hubiera sido esencial en cualquier estrategia obrera, fue subordinada a la lucha de guerrillas dirigida por un mando unificado bajo las órdenes de Fidel Castro en la Sierra Maestra.

No fue así en la revolución del 1933. La clase obrera, que se encontraba en su etapa organizativa en los duros años de la Gran Depresión, desempeñó un papel mucho más importante entonces que en 1959. Como recuerda la historiadora estadounidense Gillian McGillivray en su libro Blazing Cane [Caña Ardiente], en agosto y  septiembre del 33, de alrededor de cien centrales azucareros que todavía  funcionaban en época de la Depresión, los trabajadores ocuparon treinta y seis centrales y  crearon «soviets» en otros ocho (Tacajó, Mabay y Santa Lucía en Oriente; Nazabal, Parque Alto y Hormiguero en Santa Clara; y Jaronú y Senado en Camagüey) (213). Todo esto ocurrió durante una huelga azucarera sumamente militante, que incluyó a muchos grupos de trabajadores viajando de un central a otro para extenderla y consolidarla.

Sin embargo, la lucha activa de obreros, estudiantes y otros actores sociales confrontó   obstáculos ausentes en los años cincuenta. En vez de que el ejército desapareciera   bajo el impacto de los avances del ejército rival —como ocurrirá en los cincuenta --- en 1933 un grupo de sargentos encabezados por Fulgencio Batista tomó el poder y rápidamente se alió a los Estados Unidos en oposición al ala de los revolucionarios, liderada por Antonio Guiteras. Estos sargentos confrontaron a la vieja oficialidad de clase alta, la eliminaron política y a veces físicamente y reorganizaron el ejército con la creación de una nueva oficialidad compuesta por elementos originalmente humildes pero plegables al estatus quo político.  

Con la Enmienda Platt en vigor, la embajada norteamericana, a cargo de Benjamín Sumner Welles y más tarde de Jefferson Caffery, fue activamente intervencionista con el objeto de controlar, dentro de marcos conservadores, el rumbo de la revolución. Sumner Welles, asociado con Batista y otros elementos, logró que Washington no reconociera al gobierno nacionalista de Grau (del cual Guiteras era ministro de Gobernación), que fue derrocado y substituido por varios gobiernos manipulados por Batista, rápidamente auto ascendido a coronel y más tarde a general. Guiteras sería asesinado el 8 de mayo de 1935.  

Mientras que, en 1959, Fidel Castro y su Movimiento 26 de Julio fueron abrumadoramente dominantes en la oposición que derrocara a Batista, la que derrotó a Machado en agosto del 33 estaba sumamente dividida. Ello incluía la escisión de la izquierda, ya que bajo las órdenes de Moscú el movimiento comunista internacional había entrado en el «Tercer Período» de un izquierdismo extremo y sectario que duró desde 1928 hasta 1935, en que se instauró la estrategia y tácticas de «Frentes Populares».

En Alemania los resultados de esta política fueron trágicos, ya que los comunistas rehusaron entrar en un frente unido con los social demócratas para combatir a Hitler. De la misma manera, los comunistas cubanos declinaron apoyar al gobierno nacionalista y reformista de los Cien Días ante las presiones de Washington. Sin embargo, a pesar de sus inmensas frustraciones, la revolución de 1933 dejó un saldo positivo de conquistas sociales y afirmación nacional que sentó las bases para que la próxima generación política tratara de completar el proceso iniciado por la exitosa lucha contra la dictadura de Machado.

La verticalidad del proceso revolucionario que comenzó en 1959 nos llevó por su propia lógica y dinámica al autoritarismo extremo y ausencia total de democracia de la Cuba de hoy. Esta manera de actuar se ha convertido en el sentido común de las jerarquías oficiales a todos los niveles. La tarea más importante de una nueva Cuba es cambiar desde abajo a través de un cambio radical esa manera de actuar y pensar en el campo, la fábrica, la oficina y la escuela. Tal cambio no vendrá a través de una «solución» autoritaria de tipo sino-vietnamita, ni de los fines y métodos de un capitalismo que, bajo las condiciones existentes en Cuba, también sería inevitablemente autoritario, fuera impulsado por Washington, o por Rusia.

Samuel Farber

Doctor en Sociología por la Universidad de California en Berkeley. Profesor Emérito del Brooklyn College de la City University of New York.

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