En estos tiempos extremadamente difíciles que vive Cuba, igual que Martin Luther King, muchos de nosotros tenemos un sueño: queremos un país mejor. ¿Cómo se construye ese sueño? ad honoren con sus textos pues creen también en la necesidad de este proyecto cívico.
Sea porque se borran, sea porque redundan (y no dicen nada), la Patria y el Socialismo que nos dibujaron —que nos prometieron— tras la oleada revolucionaria de 1959, cada vez más son solo eso, un vago y triste dibujo, una promesa falaz que yace bajo el peso abrumador de la única certeza: la muerte.
Lo extraordinario en el caso de Alejandro Gil es que, por primera vez en décadas, un defenestrado se niega a asumir la culpa y exige transparencia, desafiando la lógica totalitaria que hasta ahora había garantizado el silencio y la sumisión. Todavía no sabemos cuál será el desenlace, pero sea lo que fuere, las fisuras quedan expuestas.
Del mismo modo que muchos ciudadanos del Reich optaron por no ver las cenizas que caían sobre los vidrios de sus ventanas, o fingieron no escuchar el sonido de los trenes que regresaban vacíos de los campos de exterminio, la indiferencia hacia la suerte de los presos políticos cubanos está lejos de ser un gesto neutro. Es, por el contrario, una forma de colaboración pasiva con el engranaje que los priva de libertad.