Cultivar el civismo

Cuba transcurre por una situación económico-social que nos hace subsistir en precariedad e incertidumbre. Acentuada por presiones externas básicamente económicas, estas dificultades tienen sus causas principales en las malas decisiones administrativas, insatisfactoria actuación de directivos así como una débil reacción meliorativa por parte de la población.

Comúnmente gobernantes y gobernados se culpan unos a otros de no hacer lo debido para solventar la crisis. Si bien hay problemas donde determinados decisores inciden con mayor negligencia (muchas veces obviada y preterida), no es menos cierto que todos compartimos diversos grados de responsabilidad en los males que nos aquejan; sea por ineficacia, oportunismo o indiferencia insensible o pusilánime. Sin embargo, considero que, más que en establecer culpables, lo sustancial es hallar vías expeditas y eficientes para solucionar la crisis. Opino que una relación abierta, crítica, permanente y solvente entre dirigentes y dirigidos puede ayudar en mucho.

No es casual que el filósofo Protágoras considerara que «La política posibilita el desarrollo del hombre como ser capaz de verdadera autonomía, libertad y excelencia». Recordemos que política significaba originalmente ocuparse de los asuntos de la polis, o sea, de todo cuanto atañe a los ciudadanos. Es imprescindible retomar el sentido prístino del vocablo y que todos nos impliquemos en hacer política, no como un negocio o un recurso para obtener poder, sino como el medio de lograr una existencia más próspera, ordenada y satisfactoria.

Ese concepto así entendido nos ha legado una cualidad que, de cultivarla, protegerla e inculcarla en los individuos puede devenir recurso poderoso y solvente para que las personas logren definir y constituir formas que permitan realizar autónomamente sus vidas. Me refiero al civismo.

Sabemos que los conflictos cardinales de la sociedad tienen raíz básicamente en el hecho ineludible de que la vida, como fenómeno biopsicosocial, se cumple en cada individuo por separado, pero se realiza en un ámbito más amplio, la sociedad, o sea, la conjunción de individuos que habitan e interactúan en un espacio común. Entonces, para que lo individual se avenga mutuamente ventajoso con lo colectivo se hace indispensable un principio de relación y convenio.

Este es el civismo: la actitud personal que nace del discernimiento crítico y la conciencia razonada de que no podemos actuar indiscriminadamente según nuestro libre albedrío sin detrimento de las posibilidades e intereses de los demás, lo que nos obliga al consenso y la colaboración.

Como otras palabras afines (civil, civilidad, cívico, civilizar, ciudadano) civismo deriva del vocablo civitas, ciudad, el espacio donde las personas se asientan en colectividad, viven en interacción y se vuelven ciudadanos. Este término implica una categoría social, pues no se refiere solo al hecho de habitar la ciudad sino de asumir responsabilidades para su convivencia en ella. No resulta fortuito que en las primeras ciudades donde se entronizó la democracia, los que eran considerados ciudadanos (hombres, libres, nativos y propietarios) estaban obligados a cumplir con determinados compromisos, tendientes al buen funcionamiento de la ciudad.

El Diccionario de la Real Academia brinda dos acepciones de civismo: «Celo por las instituciones e intereses de la patria. 2. Comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública». A tenor con ello, ser cívico presupone interesarse y cuidar lo que concierne a la patria (se especifica patria, no gobierno, pues se supone que tal postura social trasciende cualquier plataforma ideológica y se dirige a lo humano) y practicar una conducta que considera las previsiones para coexistir en comunidad.

Algunas normas imprescindibles para la acción eficaz de los ciudadanos

Ante todo, el sentido de pertenencia o identidad. La persona cívica debe sentir que pertenece al colectivo humano donde se desenvuelve, por tanto, las ideas, las características, los actos y las aspiraciones del mismo no pueden serle ajenas, sino deben hallar reflejo y correspondencia en su comportamiento. Esto no implica que tenga que ser un clon de cada uno de los otros ciudadanos, sino que sus diferencias son de grado y aspectos no esenciales. Un ser cívico tiene que estar apercibido de que lo que acontece a los demás, de cierto modo le acontece a él, por pertenencia y empatía al colectivo que lo acoge y representa.

Esto deriva hacia otra característica fundamental: la participación. El individuo cívico no puede ser indiferente ni pasivo ante lo que acontece o lo que proyecta la comunidad. Como sujeto que comparte los logros de los emprendimientos que se acometen, o sufre los fracasos de lo que no resulta bien, tiene que verse diligentemente interesado e implicado en concebir y ejecutar las acciones que mejor ayuden al desempeño benéfico de todos.

El civismo comprende entonces una alta responsabilidad del individuo ante la vida en común, pues en ello le van sus propias realizaciones. Luego debe acoger lo que le compete hacer, tanto en su existencia como ciudadano como en su obra profesional, con el mayor cuidado y eficacia. No podemos esquivar nuestros deberes ni pasarlos a otros, sino asumirlos y cumplirlos. Al concebir esto así, no habrá labor o propósito desatendido y no se dará espacio a la indolencia que carcome toda empresa. Esta cualidad podríamos resumirla parafraseando una famosa frase: «Nada de mis conciudadanos me es ajeno».

Por supuesto que ninguna de las características enunciadas significa la aceptación cándida o complaciente de lo que desea o hace la comunidad. Precisamente su condición participativa y responsable en los asuntos que atañen a todos, demanda del individuo una comprensión acertada de los mismos, una actitud sensata al asumir los aspectos en que se ve envuelto desde una postura crítica para poder servir, mediante el debate sincero y bienintencionado, a encontrar las acciones más propicias y solventes para todos.

Lo apuntado presupone el desarrollo de una conciencia ciudadana, o sea, una actitud mental que se acerque y profundice en todo cuanto acontece a nuestro alrededor; que llegue a conocer esencialmente los asuntos y derive a la reflexión sensata e comprometida, con una actuación adecuada que favorezca nuestra realización individual y, por tanto, la de nuestros semejantes. De manera que actuar con conciencia involucra no solo el debido conocimiento de las cuestiones con que nos relacionamos, sino una postura de implicación efectiva, orientada a obtener los resultados más satisfactorios.

Por último, entre las cualidades básicas del civismo sitúo la solidaridad. No se puede convivir armoniosa y productivamente junto a otros individuos, ni promover un proyecto beneficioso de vida, desde la indiferencia o el egoísmo. La sensibilidad y empatía por el otro parten de la convicción de que todos tenemos iguales derechos a la realización plena y que toda negligencia hacia el otro establece una posibilidad de que se vuelva hacia nosotros.

El civismo no es una condición natural del individuo, es resultado de la educación, que no depende solamente de las instituciones de enseñanza sino de la actitud y determinación de toda la sociedad en formar ciudadanos más honestos, activos y solidarios. La actitud cívica no solo ayuda a armonizar mejor las relaciones entre ciudadanos en un país, así como a propiciar propuestas para las aspiraciones de todos, sino que además consigue crear un clima ético sólido y propiciatorio.

Igualmente, el civismo se cumple de las más diversas maneras sin necesidad de estructuras o instituciones particulares. Se trata, en esencia, de actuar en cada situación y espacio donde nos encontremos con honradez y miras puestas en el beneficio de todos y cada uno de los habitantes de un país. Y hacerlo con las energías y peculiaridades ya enunciadas, asumiendo nuestra responsabilidad y nuestro grado de participación meliorativa, no solo como un derecho sino como un deber para con nuestra propia existencia y la de nuestros conciudadanos. Además, si el civismo es fundamental para el ciudadano común, lo es en grado sumo para quien cumple responsabilidades concernientes a todos.

No son las ideologías ni las instituciones políticas las que logran la armonía social de un país, sino la formación de sus ciudadanos en una cultura del civismo. Esta no depende directamente de colegios y centros de enseñanza, sino de una disposición y actuación modélicas desde la familia y demás ámbitos de la comunidad.

Se precisa entender que no podemos evadir los deberes cívicos. Si queremos comenzar a resolver, definitiva y eficazmente nuestros dilemas, tenemos que involucrarnos, expresar con fundamento lo que pensamos, ser honestos en palabra y acción, exigir lo que nos corresponde por derecho, defender las causas justas y, de tal modo, ejercer presión sobre los decisores. En fin, no queda otra posibilidad que ser enérgica y tenazmente cívicos.

Manuel García Verdecia

Poeta, narrador, traductor, editor y crítico cubano. Máster en Historia y Cultura Cubana.

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