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¿Súbditos o ciudadanos? El poder al desnudo en Cuba

Desde el pasado 14 de junio, cuando fui instruida por el delito de desobediencia, he intentado develar, no solo cómo funcionan los mecanismos legales y de coacción en mi país, sino de qué manera se manifiesta el poder a medida que esos mecanismos son probados.

Hacerlo es contribuir a la educación cívica, al demostrar la exclusión permanente de la ciudadanía y la imposibilidad real del ejercicio de derechos constitucionalmente establecidos; evidenciar que la declaración de Cuba como «Estado socialista de derecho y justicia social» —interpretada de forma muy peculiar por la clase política que nos gobierna—, es en verdad una falacia, y convencernos de la necesidad de transformar esta situación.

El 28 de noviembre fue celebrado el juicio en el Tribunal Municipal de Matanzas. No me referiré a los atropellos, arbitrariedades y violación de derechos para evitar que la ciudadanía mostrara de alguna manera su opinión respecto a ese acto, pues ya ha sido más que denunciado en las redes sociales y en medios de prensa. Me enfocaré especialmente en la falta total de evidencias para considerar consumado un delito de desobediencia, en el real significado político de las alegaciones de la fiscal Guadalupe Borrego y en el análisis de la sentencia.

Duda infinita

Desde mi primera intervención manifesté a la jueza que tenía gran expectativa de que en la vista oral se esclareciera la causa de la citación que recibí el 13 de junio, ya que no haber asistido a ella originó la acusación por desobediencia. La cédula oficial de citación para ser «entrevistada» en la estación de policía de Matanzas no expresaba el motivo por el cual yo era compulsada a acudir con obligatoriedad; no obstante, incumplir dicha cita me condujo a un proceso penal y a ser condenada por un delito consumado de desobediencia.

Tanto mi abogada como yo, insistimos en que la propia Fiscalía Provincial de Matanzas había atendido favorablemente una queja que presenté el 26 de octubre del pasado año por dos citaciones similares que tampoco explicitaban el motivo del apremio y que fueron anuladas. En la acusación de junio sin embargo, y con total incoherencia, la fiscal Guadalupe Borrego negó que esa y otras omisiones fueran motivos de nulidades absolutas. A pesar de que había sido la misma funcionaria que rechazó la solicitud de nulidades presentada por mi abogada, sería también la fiscal actuante en la vista oral.

La única testigo presentada por fiscalía fue una de las dos oficiales de la PNR que vino a mi casa el 13 de junio a entregar la citación, de grado teniente y jefa de sector. Ella reconoció haber sido tratada con respeto y también dijo que pregunté por el motivo de la citación, que indagué si existía alguna causa penal, denuncia o investigación en que yo fuera mencionada como testigo o imputada, y que respondió en aquel momento que no tenía conocimiento sobre ello.

La abogada le preguntó ante qué persona yo debía presentarme para ser entrevistada el 13 de junio y la oficial respondió que ante ella. Entonces la abogada solicitó a la jueza la lectura de la primera declaración de la oficial (que fue la que originó la denuncia), y de unas posteriores declaraciones ampliadas, pues existían contradicciones.

En la declaración inicial la oficial había expresado que yo debía comparecer a entrevista con los «compañeros de Seguridad del Estado»; en tanto en las declaraciones ampliadas dijo que yo sería entrevistada por ella. Leídas ambas, se le pidió aclarar la contradicción. La testigo titubeó de manera evidente y afirmó que era ante ella y ante «otros compañeros».

Ese fue el momento en que mi abogada le pidió esclarecer cuál era el fin «o causal» que motivó emitir esa cédula de citación, ya que si ella era la oficial que debía entrevistarme, por lógica debía conocer las razones de tal diligencia. La testigo respondió que no las conocía. La letrada de la defensa preguntó entonces si tras cinco meses y diez días de la citación ella tenía conocimiento de las razones que motivaron la misma y la oficial admitió no conocerlas. La expresión de molestia en el rostro de la fiscal era notoria ante el intercambio.

Fue vana mi expectativa de que se esclareciera la causa de la citación del 13 de junio. He sido condenada por un delito y aún ignoro lo que deseaban conversar conmigo la oficial jefa de sector y «los compañeros». Peor aún, ellos tampoco parecen saberlo. Es la duda infinita.  

La boca de Sauron

La fiscal intervino en dos momentos de la vista. El primero fue cuando preguntó varias veces a la testigo si me había explicado bien las consecuencias que tendría desconocer la citación. Las causas que la motivaron nunca las sabremos, pero a la funcionaria le interesaba enfatizar en las consecuencias de no concurrir a la «entrevista», toda una paradoja.

El segundo momento fue en sus alegatos finales. Traté de memorizar los argumentos a pesar de mi asombro ante la cínica franqueza de los mismos. La fiscal afirmó que si bien en la Constitución de la República se establecen derechos, libertades y garantías, ellos están limitados por las libertades de terceros, y esos terceros son las autoridades.

Explicó que las funciones de las autoridades están muy claras en el artículo 90 de la Constitución y que merecen el acatamiento, obediencia y respeto por parte de los ciudadanos, hasta el punto de que cuando una autoridad debidamente uniformada o identificada cite a una persona, aunque no estén claras las causas de la citación, hay que sentirla como un deber cívico y obedecerla como una orden.

Insistió en la importancia del Acuerdo 5191 del Consejo de Ministros (error suyo, es 9151) que otorga a las autoridades funciones de profilaxis y prevención social sobre la ciudadanía. A pesar de que el nuevo Código Penal eliminó la peligrosidad potencial como causal de delito, la fiscal defendió sin pudor que el Acuerdo 9151 la instaure. En su concepción, la sociedad es presentada como un organismo enfermo y el Estado —en la figura de sus autoridades—, como el gran higienista. Me parecía haber retrocedido en una máquina del tiempo a siglos y polémicas ya superados.  

¿Qué sería de un Estado donde los ciudadanos no obedezcan a las autoridades? Preguntó retóricamente la fiscal para responder de inmediato: ¡un Estado fallido! Según expresó, Cuba es un «Estado socialista de derecho y justicia social» precisamente por el respeto a la ley y a las autoridades.

Aquella joven y bonita muchacha era la boca de Sauron. Sus razones eran las razones del poder desnudas del tradicional discurso demagógico. Pero se agradece la honestidad sin subterfugios, así nos entendemos mejor. Al escucharla, constaté que en la medida en que la crisis general se agudiza y aumenta la toma de conciencia ciudadana en Cuba, el poder tiende a mostrarse menos hipócrita y manipulador. Espero que nosotros nos mostremos menos crédulos.

¿Súbditos o ciudadanos?

Aproveché la oportunidad de intervenir tras los alegatos de las partes pues quería responder a lo dicho por la fiscal. Planteé que como historiadora que soy, la descripción que ella hiciera de las funciones propias de las autoridades, me recordó las facultades omnímodas propias de los funcionarios coloniales en la etapa en que Cuba tenía a España como metrópoli, y que, precisamente para eliminar esas facultades absolutas, se libraron guerras por la independencia, para dejar de ser súbditos de una colonia y empezar a ser ciudadanos de una república.

Expliqué asimismo que la definición de Cuba como «Estado socialista de derecho y justicia social», según la propia Constitución, deriva del hecho de que desde el más importante funcionario hasta el último ciudadano deben ser iguales ante la ley, respetarla y ser defendidos por ella sin diferencias. No ha sido así en este caso —concluí— pues he sufrido atropellos, violación de mis derechos ciudadanos y no respeto al debido proceso.

¿Sentencia benévola?

Varias personas, incluso amigos cercanos, se han alegrado porque fue decidida la sanción más leve de las posibles: una multa. Lo hacen de buena fe, lo comprendo perfectamente, porque es cierto que hubiera sido peor la privación de libertad de hasta un año. Sin embargo, es importante que no se pierda de vista que fui hallada culpable de un delito consumado de desobediencia que jamás fue probado.

La jueza tardó apenas media hora en volver con la sentencia. Podía haber regresado en cinco minutos, pues contrariamente a lo que se espera de un juez —que explique con argumentos convincentes porqué decide—, apenas se limitó a decir que concordaba con la petición de la fiscal.

Reconozco que el acto de citación del que fui objeto cuenta con una formal fuerza jurídica preconstituida, pero, por su contenido carece de fundamento, porque yo no había cometido ningún delito presumible ni reconocible que respaldara la citación; incluso, la oficial que me citó ignora el motivo de la diligencia a pesar de que era ella quien debía «entrevistarme». Lo anterior convierte esa citación en una actuación inoficiosa ante la ley y me exonera de la responsabilidad por no haber concurrido.

Citar por parte de la autoridad a una persona sin que pueda siquiera presumirse que hubiera cometido un delito, se convierte sin pretenderlo en un acto coactivo al ejercicio de los derechos, puede impedirnos hacer lo que la ley no prohíbe y, desde ese punto de vista, no sería yo sino la autoridad quien estaría cometiendo un delito previsto en el artículo 379.1 de la Sección cuarta, Capítulo I del Código Penal Cubano.

La sentencia me fue presentada del modo más atractivo posible: de pagar la multa no tendré antecedentes penales, me retirarán las medidas de reclusión domiciliaria y de regulación y podré solicitar la expedición de pasaporte. A pesar de ello, apelaré. No debí ser quien se sentara en el banquillo de los acusados. No debí soportar una injusticia como esta. No debí ser hallada culpable.

Quizá algunas personas piensen que debo aceptar el fallo. No estoy de acuerdo. Mucho menos después de escuchar las razones del poder por boca de la fiscal. No somos súbditos de una monarquía, somos ciudadanos de una república. Debemos restablecer el ejercicio de nuestros derechos secuestrados por un poder que los exhibe como trofeos en una vitrina mientras exige sumisión incondicional y castiga a los desobedientes. Es cuestión de dignidad humana, que, le recordé a la fiscal, también establece la Constitución en su artículo 40.

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Imagen principal: El Manifiesto.